El cardenal Pedro González de Mendoza, conocido como «el tercer rey de España», utilizó su influencia sobre los jóvenes Reyes Católicos para enriquecerse y enriquecer a los suyos. Su bisnieta la Princesa de Éboli se hizo célebre por sus interminables intrigas en la Corte de Felipe II
Parece que lejos del héroe medieval por antonomasia, la familia Mendoza tuvo unos comienzos realmente humildes, puesto que las primeras referencias les ubican como unos hidalgos vascos dueños de una torre en una pequeña aldea de Álava llamada Mendoza (Mendi-oz, en vasco «cuesta»). El pacto entre los Mendozas, los Haros y los Hurtados a través de diversos matrimonios elevaron el estatus de una familia que siempre se cuidó de ocultar sus orígenes humildes.
Pretendían descender de los Reyes de Navarra e incluso del Cid Campeador. En esa versión casi mitológica de sus antepasados, aseguraban proceder de Laín Calvo, abuelo del Cid y Juez en Castilla. Emigrados y asentados el corazón de Castilla hacia el siglo XIV, los llamados «Mendoza de Guadalajara» comenzaron su ascenso político a través de sus inteligentes matrimonios y su apoyo a la emergente dinastía Trastámara. Uno de los miembros más destacados de esta rama fue Pedro González de Mendoza, quien durante la guerra civil entre Pedro I «El Cruel» y su hermano Enrique, conde de Trastámara y futuro Rey de Castilla, tomó partido originalmente por el primero, pero no tardó en modificar su lealtad al percatarse del mezquino carácter del soberano. Cuando Pedro I huyó desde Burgos a Burdeos en busca de la ayuda de los ejércitos del Príncipe Negro, González de Mendoza pasó al bando de Enrique II. No en vano, las tropas del primer Trastámara fueron derrotadas por completo en 1367 en la batalla de Nájera, en la que Pedro cayó prisionero junto con su tío Íñigo López de Orozco, a quien, indefenso, degolló el mismo Rey Pedro I. La victoria final en la guerra de Enrique «El Fratricida» marcó el principio de un fuerte vínculo entre los Mendoza y los Trastámara.
Pilares de los Trastámara y mecenas del arte
El hijo de Pedro González, Diego Hurtado de Mendoza, se convirtió también en una importante figura durante los reinados de Juan I y Enrique III. Siendo alférez mayor durante la batalla de Aljubarrota, se encargó del enterramiento de su padre, quien falleció en dicha contienda el 14 de agosto de 1385 defendiendo al Rey y cediéndole su montura, lo cual le ganaría el título de «el mártir de Aljubarrota». Protegido por su tío, el canciller Pero López de Ayala, Diego consiguió rápido ascendiente en la Corte y recibió el título de Almirante de Castilla, cargo que desarrolló plenamente en el reinado de Enrique III de Castilla, luchando contra la flota portuguesa por la posesión del estrecho de Gibraltar.Las siguientes generaciones de miembros de los Mendoza no fueron menos gloriosas, pero se vieron afectadas por las turbulencias políticas que sacudieron Castilla durante el siglo XV. Íñigo López de Mendoza –primer marqués de Santillana– elevó a las máximas cotas la fama de familia culta y repleta de poetas-soldados. Llegó a reunir una importante biblioteca, que después pasó a ser la famosa biblioteca de Osuna, y se rodeó de brillantes humanistas que le tenían al tanto de las novedades literarias italianas, como por ejemplo Juan de Mena o su secretario y criado, Diego de Burgos, quien compuso a su muerte un muy erudito poema, «El Triunfo del Marqués». Literariamente se formó en la Corte aragonesa, accediendo a los clásicos del humanismo y de la poesía trovadoresca al lado de Enrique de Villena. Regresó a Castilla al tiempo de la jura del Rey Juan II de Castilla y participó en las luchas de poder entre Enrique de Aragón y Álvaro de Luna, contribuyendo a la caída del segundo. No en vano, su larga estancia en Aragón no evitó que durante la primera batalla de Olmedo (1445) estuviera entre las filas del castellano Juan II en su lucha contra los infantes de Aragón y el Reino de Navarra. Su última gran aparición se produjo en la campaña contra el reino nazarí de Granada de 1455, ya bajo el reinado de Enrique IV de Castilla.
Diego Hurtado de Mendoza heredó el título de marqués de Santillana al fallecer su padre en 1458, y también se hizo cargo de el mecenazgo por las bellas artes: patrocinando la construcción del bello castillo de Manzanares el Real y el proyecto del palacio del Infantado en Guadalajara. En lo respectivo a la política, se mantuvo hasta el final fiel al infame Enrique IV «El Impotente», pese a que mantenerse en el mismo bando durante este reinado fue algo completamente fuera de lo común. Incluso para Castilla, una tierra en constante turbulencia a finales de la Edad Media, la etapa de Enrique «el Impotente» fue especialmente conflictiva. La ausencia de autoridad y justicia en el reino, puesto que la mayoría de nobles no reconocía ni respetaba a los privados del Monarca, provocó el levantamiento de ejércitos privados por todo el territorio de Castilla. La justicia que esperaras recibir dependía, por tanto, del número de hombres de armas a tu cargo.
Como explica el hispanista William S. Maltby en su libro «El Gran Duque de Alba» (revisando los antepasados del tercer duque de la familia), «la supervivencia durante el reinado de Enrique IV dependía de expandir las rentas y el número de hombres a igual ritmo que el más rapaz de los compañeros». El mérito de los Mendoza fue mantenerse leales al Rey, no así al favorito del soberano, Juan Pacheco. Diego Hurtado de Mendoza propició el ascenso en la Corte de Beltrán de la Cueva –primer duque de Alburquerque–, como rival de Pacheco, al casarlo en 1462 con su hija doña Mencía.
El Cardenal Mendoza, «el tercer rey de España»
Beltrán fue acusado de ser el auténtico padre de la única hija de los Reyes, Juana «La Beltraneja», obligando a la familia Mendoza a tomar partido por la niña durante la guerra civil en Castilla que comenzó en 1465 entre Enrique IV y su hermanastro Alfonso. No obstante, a partir de 1473, las gestiones del hermano de Diego, el Cardenal Mendoza, a favor de Isabel «La Católica» ante Rodrigo Borgia (el futuro Papa Alejandro VI), propiciaron que cambiara de bando para apoyar a los Reyes Católicos tras una entrevista secreta con ellos. Muerto Enrique IV de Castilla en diciembre 1474, la lealtad de los Mendoza quedó sellada con Isabel «La Católica» cuando la defensa de Diego Hurtado frente a la invasión portuguesa, que defendía los intereses de Juana «La Beltraneja», le mereció recibir el título de Duque del Infantado. En paralelo, el poder del hermano de Diego, el Cardenal Mendoza, siguió en aumento.
Los Reyes Católicos y el Cardenal Mendoza presiden el bautizo del
Príncipe Juan por las calles de Sevilla, obra de Francisco Pradilla
Los Mendoza gozaron de gran protagonismo en el reinado de Carlos I, pero ambicionaban más poder aún. Durante el reinado de Felipe II, la Corte quedó polarizada en dos bandos políticos los ebolistas (palomas) –papistas, partidarios de una solución pacífica en la guerra de Flandes y de la intervención directa sobre Inglaterra– y los albistas (halcones) –defensores de la preeminencia de la nobleza castellana, partidarios de la lucha armada en Flandes y contrarios a entrar en guerra con Inglaterra–. Mientras el segundo partido lo vertebraba la poderosa casa de Toledo, encabezada por la figura del Gran Duque de Alba, el primero tenía como máximo valedor a la no menos eminente Casa de los Mendoza, que contaba por cabeza al Príncipe de Éboli –amigo de la juventud de Felipe II y casado con Ana de Mendoza y de la Cerda, la bisnieta del Cardenal Mendoza–.
Así, la Princesa de Éboli vivió estrechamente vinculada al poder mientras estuvo casada con uno de los hombres más influyentes de la Corte y, a la muerte de su marido, apoyó al oscuro secretario Antonio Pérez en su pretensión de llevar el timón de los ebolistas. Años después, ambos pagaron caras sus intrigas a espaldas del Rey. La Princesa de Éboli fue puesta bajo custodia por participar en el asesinato del secretario de Juan de Austria, Juan de Escobedo, primero en la Torre de Pinto, luego en el castillo de Santorcaz. Finalmente, fue recluida en su propio palacio de Pastrana hasta sus últimos días.