El suceso, al que fue ajeno el Rey, tuvo un componente anticatólico debido al gran número de mercenarios luteranos que integraban el ejército imperial. «Los imperiales se apoderaron de la cabeza de San Juan, de la de San Pedro y de la de San Pablo; robaron el oro y la plata que las recubría y las tiraron a la calle para jugar a la pelota», describen las crónicas sobre el terror desatado en la Ciudad Eterna
Tras las victorias españolas en la batalla de Bicocca de 1522 y en la batalla de Pavía de 1525 sobre los franceses, el poder de Carlos I sobre Italia resultaba incontestable. A principio de la década de 1490, Francia mantenía bajo su órbita Milán, parte de Nápoles, Saboya, y tenía amistad con los dirigentes de Génova y Florencia, así como aspiraciones sobre Sicilia. Medio siglo después y muchas batallas de por medio, Carlos I controlaba Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán (a partir de 1535) y mantendría firmes alianzas con el duque de Saboya, con los Médici florentinos, con los Farnesio de Parma y con los Doria y los Spínola genoveses.
La estrategia de «¡fuera los bárbaros!»
En 1526, el conflicto entre las dinastías Habsburgo y Valois, donde el Papa y la República de Venecia eran los únicos que se permitían medrar de forma independiente, se encontraba paralizado a expensas de que Francisco I de Francia, que había sido capturado en la batalla de Pavía y había permanecido una temporada en Madrid curándose de humildad, se decidiera por fin a romper el Tratado de Madrid, firmado durante su cautiverio, que le obligaba a no intervenir en Italia. Finalmente, fueron las palabras del Papa Clemente VII, protegido por los Médici florentinos –que todavía no eran aliados de Carlos I–, lo que animó al Rey francés a incumplir el tratado. Abogando por escrito que los tratados que se firman «bajo la presión del miedo carecen de valor y no obligan a su observancia», el Papa convenció a Francisco I para unirse a la llamada Liga de Cognac (o liga Clementina), integrada por el Papa, Francia, Venecia, Florencia y Milán, con el objetivo de expulsar a los españoles de Italia.Mientras el pontífice se preocupaba por encabezar alianzas contra otros reyes cristianos, los ejércitos otomanos de Solimán I «el Magnífico» avanzaron sobre el reino de Hungría, que reclamó ayuda de forma desesperada. El 29 de agosto de 1526 se sucedió la batalla de Mohács, donde murió el Rey Luis II de Hungría y los ejércitos cristianos fueron barridos por los otomanos. Hasta el último momento, Carlos I y su hermano Fernando de Habsburgo, archiduque de Austria, intentaron convencer sin éxito al Papa de que aparcara por el momento las diferencias en Italia y ayudara a frenar la acometida musulmana. La actitud de estos estados cristianos frente al desastre húngaro convenció a Carlos I de atacar al integrante más débil de la alianza, al menos en lo militar: el Papa Clemente VII.
Las tropas de Colonna ocuparon Roma un año antes
Las tropas imperiales partieron desde el Milanesado y recalaron en Florencia, donde los regidores accedieron al pago que estipuló Carlos de Borbón para evitar el saqueo de la ciudad, antes de retomar el camino hacia Roma. No en vano, las instrucciones del Emperador a Carlos de Borbón –antiguo comandante en jefe de los ejércitos franceses hasta que se enemistó con Francisco I– pedían limitarse a presionar al Papa pero sin ocupar la Ciudad Eterna. Lo que no había previsto Carlos I era la dificultad de sujetar a un ejército al que se le adeudaban numerosas pagas, frente a una presa tan lucrativa como era la antigua capital del Imperio romano.
El Castillo de Sant'Angelo: el último refugio
El ejército imperial, que estaba formado por 12.000 lansquenetes (mercenarios alemanes en su mayoría protestantes), mantenía las arcas vacías y la tensión empezaba a elevarse. De hecho, un conato de motín fue apagado en marzo con el dinero de los florentinos. Cuando las tropas se situaron frente a las viejas murallas romanas y fueron conscientes de que el Papa no tenía pensado pagar la indemnización que le reclamaba Carlos I, todo quedó alineado para la tragedia.Sin apenas infantería, el Papa recurrió a la artillería, situada en el Castillo de Sant'Angelo, como última defensa frente a las tropas imperiales. El 6 de mayo, los soldados españoles lanzaron una acometida desde la puerta Torrione, mientras los lansquenetes acudieron a la puerta del Santo Spirito. Precisamente junto a esta puerta cayó muerto Carlos de Borbón al disparo de un arcabuz, que, según su propia biografía, fue realizado por el escultor Benvenuto Cellini. Sin la principal cabeza del ejército, las tropas desataron su furia por la Ciudad Eterna y arrasaron monumentos y obras de arte durante días. Las violaciones, los asesinatos y los robos se sucedieron por las calles romanas, donde ni siquiera las autoridades eclesiásticas afines a los españoles se libraron del ultraje. De hecho, la abundancia de luteranos entre los lansquenetes –la fuerza que llevó el peso del pillaje– dio un significado anticatólico al saqueo. «Los imperiales se apoderaron de la cabeza de San juan, de la de San Pedro y de la de San Pablo; robaron el oro y la plata que las recubría y las tiraron a la calle para jugar a la pelota», describen las crónicas del periodo sobre el terror desatado.
Cuando dio comienzo el saqueo, Clemente VII se encontraba orando en su capilla y apenas tuvo tiempo de ser evacuado antes de que los saqueadores alcanzaran la Basílica de San Pedro. La mayoría de soldados de la Guardia Suiza fueron masacrados por las tropas imperiales en las escalinatas de la Basílica de San Pedro. Así, el sacrificio de 147 de los 189 componentes de la Guardia aseguró que Clemente VII escapara con vida aquel día, a través del Passetto, un corredor secreto que todavía une la Ciudad del Vaticano al Castillo Sant'Angelo. Cubierto de un manto morado para evitar ser reconocido por el característico hábito blanco de los sucesores de San Pedro, Clemente VII permaneció un mes recluido en el castillo junto a 3.000 personas de toda clase y condición que llegaron huyendo de un ejército que estaba completamente fuera de control.
Después de tres días de estragos, Filiberto de Chalons, el Príncipe de Orange, se elevó como nueva cabeza del ejército en sustitución del fallecido Borbón y ordenó que cesara el saqueo, pero pocos soldados obedecieron. No en vano, la decisión de situar su residencia en la Biblioteca Vaticana salvó el lugar y sus valiosos textos del saqueo. Poco a poco, el ejército recuperó la disciplina y los gritos de desesperación cesaron en Roma.
Carlos I fue rápidamente consciente de las graves consecuencias que para su imagen de campeón del Catolicismo iba a tener el suceso El día 5 de junio, el Emperador –que se dejó ver durante unos meses con ropa de luto por lo ocurrido en Roma– firmó con la Santa Sede un tratado que puso fin momentáneamente al conflicto. Aunque una de las condiciones del tratado fue violada poco después cuando Clemente VII se escapó de la custodia imperial para refugiarse en Orvieto, lo cierto es que la actitud del Papa cambió radicalmente a partir del oscuro suceso. Como muestra de ello, el 24 de febrero de 1530 (fecha del aniversario de su nacimiento del Monarca) el Papa accedió a imponer la corona del imperio a Carlos V de Alemania en una pomposa ceremonia celebrada en Bolonia. Además, tras muchos titubeos y vacilaciones, denegó el divorcio de Enrique VIII de Inglaterra, que deseaba casarse con Ana Bolena, y declaró válido su primer matrimonio con Catalina de Aragón, la sobrina del Emperador.