Otumba, la victoria imposible
Por Fernando Díaz Villanueva
| La gesta de armas más asombrosa que un español haya        culminado con éxito en toda la historia la llevó a cabo Hernán Cortés a        principios de julio de 1520 en la llanura de Otumba, entonces todavía        parte del Imperio Azteca. Fue algo tan desigual que todavía hoy sorprende        comprobar que nuestros abuelos se alzasen con la victoria, siendo tan        pocos y frente a tantos enemigos. | 
De un lado estaban los españoles –no más de 400–, apoyados por un grupo de  aliados tlaxcaltecas –unos 200–; del otro, los aztecas en pleno con su caudillo  al frente, aproximadamente unos 40.000 hombres. Resumiendo, tocaban a cerca de  70 mexicas por cada español. Ni el mismísimo Hércules.
La pregunta que, inevitablemente, asalta a cualquier curioso es cómo se pudo  ganar aquella batalla. Y más aún sabiendo que el magro ejército de Cortés estaba  en las últimas. Apenas le quedaban caballos ni pólvora, que fueron las dos  armas-milagro que facilitaron la conquista de América. Habían salido huyendo con  lo puesto de Tenochtitlán, estaban agotados, malcomidos y desmoralizados, es  decir, en la peor de las condiciones para resistir el embate rabioso de todo un  imperio.
Aislados del mundo, a miles de kilómetros del español más cercano, cabía la  posibilidad de rendirse, pero en México no sucedía como en Europa, donde si uno  se rendía perdía el honor pero salvaba el pellejo. Allí las cosas funcionaban de  otra manera. Los soldados del tlatoani (emperador) de los mexicas  seguían una lógica la mar de sencilla: enemigo apresado, enemigo sacrificado,  probablemente por lento degollamiento en lo alto de una pirámide para solaz del  vulgo y aplacamiento de las iras divinas. Rendirse era sinónimo de degollina  infamante, así que a Cortés y los suyos no les quedaba otra que resistir hasta  el último suspiro, plantar batalla a cara de perro y morir como hombres. Es  decir, ser españoles; aunque eso, claro, los aztecas no lo sabían, no tenían ni  idea de los extremos de terquedad a que podían llegar los hijos de la remota  España.
Ganar no iban a ganar, pero tampoco iban a perder del todo, porque el  guerrero que resiste hasta la muerte al menos conserva el honor. Sabiendo que no  tenía oportunidad de llegar hasta la ciudad amiga de Tlaxcala, y que el segundo  del tlatoani, el llamado Cihuacóatl, les había cortado el paso, el  extremeño decidió pararse y combatir. La muerte era segura, así que Cortés se  puso tremendo y arengó a sus soldados para que muriesen dejando el pabellón bien  alto. A voz en cuello, y cuando ya se escuchaba el tumulto del enemigo, se  dirigió a ellos y les dijo:
Amigos, llegó el momento de vencer o morir. Castellanos, fuera toda debilidad, fijad vuestra confianza en Dios Todopoderoso y avanzad hacia el enemigo como valientes.
Los aztecas no sabían demasiado de estrategia bélica ni de sofisticados  planteamientos tácticos. Cuando vieron que los españoles eran tan pocos, les  rodearon. Aunque muchos y bravos combatientes, la intención de los aztecas no  era matar a los españoles, sino capturarlos para llevárselos presos y luego  sacrificarlos. Les traía sin cuidado cuántos de los suyos cayesen, lo importante  era satisfacer a los dioses. En una igual no se iban a encontrar, de modo que se  pusieron a ello, tratando de herir pero no matar a los españoles y de buscar la  salida para los cautivos entre la marabunta emplumada y saltarina que asediaba  el fortín de Cortés.
Pero aquella extravagancia, aunque no lo pareciese, constituía una ventaja.  Los hombres de Cortés pronto se percataron de que el enemigo tenía fines  distintos a los suyos y supieron ponerlo a su favor. De entrada, la tropa  española se cerró en banda, colocando a los piqueros en la parte exterior del  círculo para ir repeliendo los ataques. Los infantes se pusieron morados a matar  aztecas, que se cuidaban muy mucho de no matarlos. Disponían, además, de una  ventaja tecnológica: las armaduras. El armamento azteca era muy poco efectivo  contra los cascos y corazas de los barbudos castellanos, que estaban  especialmente motivados para jugársela porque sabían la suerte que les aguardaba  si caían prisioneros.
Cortés sabía por sus aliados de Tlaxcala que, según las costumbres de aquella  gente, cuando caía el capitán, las tropas, ayunas de mando y sin importar cuán  numerosas fuesen, huían en desbandada. El problema era burlar el cerco. Cortés  convocó a sus cinco capitanes para hacerles partícipes de su idea. Si conseguían  cabalgar hasta el Cihuacóatl y matarle de una lanzada, la batalla estaría  ganada. Como no había mucho donde escoger, serían los cinco capitanes los  encargados de realizar la carga. Sólo habría una oportunidad. Su fracaso  marcaría la derrota final y el fin de la aventura que hoy conocemos como la  Conquista de México.
Los capitanes eran Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid,  Alonso Dávila y Juan de Salamanca. Se colocaron en fila, se miraron entre sí y,  espada en mano, gritaron al unísono "¡Santiago!" para, acto seguido, lanzarse  como fieras sobre los aztecas que les cercaban. Esa fue la primera carga de  caballería de la historia de América. Ciertamente, algo modesta en dimensiones  pero no en intenciones.
Tras superar el corto trecho que les separaba del campamento azteca, sin  perder un solo segundo los cinco se dirigieron hasta el lugar desde el que el  Cihuacóatl observaba la batalla.
A los aztecas los caballos les daban pánico, más si cabe cuando llevaban  encima un tipo con casco, armadura y cara de, como les había pedido Cortés,  vencer o morir. La escolta del Cihuacóatl huyó despavorida, dejando a su jefe  desvalido y a merced de los jinetes. El azteca trató de huir junto a sus más  fieles, pero Cortés, que se las sabía todas, ya lo había previsto y salió en su  búsqueda. Le alanceó desde lejos, provocando que se cayese de la litera. Al  incorporarse para continuar la huida a la carrera se dio de bruces con Juan de  Salamanca, listo para darle la estocada definitiva y arrebatarle el  estandarte.
Fue todo uno. Según cayó el Cihuacóatl y el estandarte pasó a las manos de  Cortés, la desbandada de los aztecas fue inmediata. Imponente. Los pocos  españoles que quedaban combatiendo en el llano se apresuraron a acelerar la  matanza, con idea de escarmentar al enemigo en estampida. Persiguieron a los  fugitivos en todas direcciones, dándoles muerte sin compasión. Al caer la tarde  el llano de Otumba era un gigantesco cementerio, donde yacían los cuerpos sin  vida de 10.000 aztecas y de sólo unas decenas de españoles. La victoria  imposible se había consumado.
Cortés, sin llegar a creérselo del todo, se dirigió a Tlaxcala, desde donde  planificaría el asalto final a Tenochtitlán. Pero eso aún era una incógnita. Sus  hombres, sin llegar a ser conscientes de la proeza que acababan de realizar, se  limitaron a agradecer al Altísimo la victoria. Bernal Díaz del Castillo lo  consignó así en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva  España:
Todos dimos muchas gracias a Dios que escapamos de tan gran multitud de gente, porque no se había visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya dado tan gran número de guerreros juntos, porque allí estaba la flor de México y de Tezcuco y todos los pueblos que están alrededor de la laguna, y otros muchos sus comarcanos, y los de Otumba, Tepetezcuco y Saltocán, ya con pensamiento de que aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros.
Y es que la heroicidad nunca ha estado reñida con la modestia.