Lunes , 09-11-09
Cuando Erich Honecker y otros prebostes de la antigua Alemania del Este comenzaron a desfilar ante la Justicia por sus crímenes durante la dictadura, los más animosos se saludaban entonando viejos cantos comunistas. Se hacían la ilusión de que aún eran luchadores antifascistas y no camastrones con la conciencia como una sentina. La ilusión era omnipresente en aquella República Democrática Alemana (una mentira en su propio nombre). La ilusión, que también era la manera de disfrazar la mentira.
La RDA presumía de ser una de las primeras potencias industriales. Y para justificarlo, falsificaba todas las cuentas de su economía. Los regímenes comunistas sufrían de la incurable «paranoia del millón». La primera página de los periódicos era siempre para el millón de camiones fabricados por la Carlos Marx Fábrica de Autos Socialistas. Para el millón de lavadoras que habían llegado al distrito de los Komsomoles Entusiastas. El millón de remolachas de la cosecha récord de Pomerania. El millón de sacas de carbón extraídas por el obrero condecorado Thomas Sputnik.
Luego resultaba que a la Carlos Marx Autos Socialistas se la comían las ratas. Que las lavadoras eran tecnología punta del siglo XIX. Que el millón de remolachas se habían extraviado en un misterioso barco en el Ártico. Y que el obrero condecorado Thomas Sputnik hace un mes que está en cura de desintoxicación etílica y sin dar ni golpe.
Pero el régimen se creía sus mentiras. Y sus camastrones, mientras entonaban cánticos de resistencia antifascista, se hacían la ilusión de que estaban a punto de conquistar el mundo y de llevar el comunismo a los más remotos habitantes de la galaxia. La mentira no es un pecado venial en política. Es una droga que exige una dosis más fuerte cada día. Quienes conocieron aquel régimen saben que no hay político más peligroso que el que se cree sus mentiras.