No han tenido que pasar sino horas para que la maniobra de mandar al Congreso la discusión de las retenciones móviles empiece a oler a gato encerrado. Una más en la incontinente boca de los falsificadores de la democracia, que vienen actuando así desde que nacieron a la retaguardia de la política montonera en los años setenta. Conste, porque son los grandes responsables del progresivo descrédito de un sistema republicano que no tendría por qué haber tenido tan poca suerte.
Pero lo que no se dice desde el gobierno y apenas se insinúa desde las por otra parte lúcidas filas del campo, es que la discusión que se avecina es la de la representatividad de los legisladores y la eficacia del sistema que les da origen. Un sistema cerrado alrededor de partidos políticos centralistas, que ya venía largamente golpeado, pero que sufrió su peor cristalización con la última Reforma Constitucional.
Ahora va a quedar en evidencia. Y, permítaseme la modesta profecía laica, vamos a vivir dramáticamente la necesidad de reemplazarlo por otro que garantice la representatividad inmediata –esto es, elegir a quien se conoce y se tiene cerca, más allá de las listas amañadas en los comités-, la reelección sólo posible desde el distrito original y el abandono del monopolio de los partidos, como paso imprescindible hacia un federalismo que ya no puede seguir esperando.
Si eso no sucede, vamos a volver eternamente al círculo acelerado de decadencia que transcurrimos: cada vez más violentamente rápido, cada vez más centrífugo.