DOBLE Y SILENCIADA AFRENTA
Por Antonio Caponnetto
El pasado 12 de diciembre, cuando la Cristiandad celebra el día de Nuestra Señora de Guadalupe, la plana mayor de la masonería vernácula -esto es, de la Sinagoga de Satanás, según impericlitable sentencia de León XIII- presidida por un sujeto que dice responder al nombre de Sergio Nunes, ingresó a la Catedral de Buenos Aires para rendirle homenaje,según se dijo, al Gral. José de San Martín.
De acuerdo con la información proporcionada por los mismos interesados fue la "primera vez en la historia [que] un grupo de masones ingresó en la Catedral, en un hecho [...] casi sin antecedentes en el mundo". "Con traje oscuro", "reencontrándose como hermanos", con "todas las manos en el corazón", aquellos invasores escucharon el "breve discurso" de Nunes o Nones, y tras celebrar la memoria de quien consideran "el más ilustre iniciado", se retiraron del lugar para seguir con sus estropicios ordinarios (cfr. Justo y postergado homenaje , en Símbolo-net, n.69, diciembre de 2007. Publicación digital de la Secretaría de Prensa de Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones).
La gravedad notoria y pública del sacrilegio, obliga a las siguientes consideraciones:
1.- Son responsables de esta grotesca profanación las autoridades religiosas naturalmente a cargo de custodiar el templo mayor de la Ciudad, quienes en vez de impedirles el acceso a los malditos y condenados sectarios,les franquearon las puertas con complicidad manifiesta y escandaloso beneplácito. Es responsable el Cardenal Primado, Arzobispo de Buenos Aires a la vez, el Nuncio Apostólico, y todos aquellos miembros de la Jerarquía que, por acción u omisión, han consentido o callado frente a tan provocador atropello.
2.- Todavía rige la condena terminante a la masonería, firmada al menos en dos ocasiones, de puño y letra, por el actual Pontífice Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger, cuando el 17 de febrero de 1981 primero, y el 26 de noviembre de 1983 después, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe que lo tenía por Prefecto, ratificó no sólo la incompatibilidad entre catolicismo y masonería, sino la pena de excomunión prevista para quien tenga inserción en tan nefasta conjura. Rige asimismo el canon 1374, que establece condignos castigos a los que prestan su concurso a cualquier "asociación que maquina contra la Iglesia"; y el canon 1376 que señala similares penas a "quien profana una cosa sagrada". Caben estos drásticos sayos no primeramente a los inmundos enmandilados, que son enemigos visibles y explícitos de la Fe, sino a todos aquellos que, por razón de su ministerio, deberían proteger a la Cruz y se comportan en cambio como coautores de su vejamen.
3.- No es la primera vez en estos tiempos recientes, que nos toca presenciar con dolor el ultraje de algunos de nuestros más venerados templos. Sólo al pasar, y recordando lo sucedido en los meses postrimeros de este año que se esfuma, apuntamos los penosísimos episodios de la Basílica de Luján, de San Francisco, de San Ignacio, de la Santa Cruz o de San Patricio. En un caso fue cedido el altar mayor como podio proselitista a la infame dupla de los Kirchner y sus secuaces; en otro el espacio sacro todo, como solaz para un grupo de estólidos que conforman un club privado; en otros la parroquia entera como escenario y emblema del odio marxista presidido por las Madres, las Abuelas, los Hijos y cuanta parentela homicida y depredadora ejerce hoy poder en la patria estaqueada; y en otro caso, el de nuestro templo más antiguo, como tinglado cabalístico para alimentar la mentira judaica del holocausto.
4.- Muchas y crueles profanaciones de sus espacios sagrados ha padecido la Santa Madre Iglesia en veinte largos siglos. Pero es el nuestro un caso desdichadamente único, de templos que son entregados por los propios pastores a las hordas marxistas, a las bandas talmúdicas, a las logias masónicas y a las bacanales del mundo. En tiempos heroicos, los obispos morían mártires junto a sus sacerdotes y feligreses, para impedir la horrenda blasfemia. Ahora, andan compitiendo presurosos para recibir los halagos de los peores verdugos de la Fe. En tierras sojuzgadas por el comunismo, creció en estatura y en bizarría el legendario Cardenal de Hierro. Aquí, cuando los acomodados clérigos se entregan ostensiblemente a la masonería –como lo hizo a la vista de todos Estanislao Karlic el 12 de abril de 2000- los nombran Cardenales.
5.- El Gral. José de San Martín no fue "el más ilustre iniciado" de sus endemoniadas filas, como fementidamente repiten los trespunteados agentes. Sobran las pruebas para demostrar que los masones fueron sus pertinaces enemigos, dentro y fuera del país; para demostrar que los caudillos federales –con sus pendones altivos que gritaban ¡Religión o Muerte!- fueron en cambio sus camaradas y amigos. Para probar, en suma, que el hombre que persiguió con vara implacable a los masones, haciéndolos hocicar y rendir, fue el heredero de su sable corvo, y el destinatario de los mayores elogios. "Los pueblos" –le escribió San Martín a Quiroga el 20 de diciembre de 1834- "están en estado de agitación contaminados todos de unitarios, de logistas, de aspirantes de agentes secretos de otras naciones, y de las grandes logias que tienen en conmoción a toda Europa".
Una doble profanación se ha consumado, aunque entre la una y la otra haya una distancia que sabemos calibrar. A Dios y a la Patria, a los Santos y a los Héroes, a la Cruz y a la Espada, al Sagrario y al Soldado, al Altar y a la Historia.
Tal vez quede en esta tierra yerma alguna guardia de granaderos desvelados, leales a la misión que se les impuso de tutelar los restos del prócer en la Catedral de Santa María de los Buenos Aires. Si así fuera, bueno sería que en la próxima ocasión desalojaran a mandoblazos limpios a estos apátridas y amorales, usurpadores insolentes de la Casa del Padre. Y aplicaran contra ellos el merecido castigo previsto por el Libertador para "todo aquel que blasfemare el nombre de Dios y el de su adorable Madre", como rezaba el artículo primero del Código de Deberes militares y penas para sus infractores.
Por si alguien lo ha olvidado, el tal castigo suponía la mordaza primero y la horadación de la lengua después, con un hierro al rojo vivo. Tanta rudeza, explicaba San Martín, para que la patria no resultase "abrigadora de crímenes".