COLUMNISTA
JORGE H. SARMIENTO GARCÍA
SOBRE LA CONCIENCIA
Hemos de abordar en esta nota un asunto esencial para el derecho: la conciencia, dado que frente a los que sostienen que la conciencia nos ha sido inculcada por la educación, externamente, creemos que ella forma parte del bagaje espiritual del hombre, lo que requiere ciertas explicaciones.
Bien se ha dicho que, en cierto modo, la dotación básica del ser humano está compuesta de cuerpo y alma, de cuerpo y espíritu; que a través de la persona, la materia se eleva al ámbito espiritual, y gracias a esta unión compatibiliza ambas cosas entre sí; que la unidad de la creación se manifiesta precisamente en la unión de ambas cosas en el ser humano, lo que le confiere una función muy destacada en la gran sinfonía global de la creación.
Igualmente se ha enseñado, que el espíritu o alma no se puede radicar ni en el corazón, ni en el cerebro, etc., sino que penetra en la persona entera: en rigor, todo el cuerpo está presente en las actividades espirituales, a la vez que sus órganos muestran que el cuerpo está animado por el espíritu.
La conciencia forma parte del alma y en su funcionamiento es algo vivo. Y parafraseando a Tomás de Aquino podemos decir que la promulgación de la ley natural –cuyos principios fundamentan la moral y el derecho– se realiza por la inserción de la misma en la conciencia. Esta inserción no hay que considerarla como algo extrínseco a la conciencia y sobre añadido, sino que ésta, al ser creada por Dios, lleva en sí lo necesario para conocer por sí misma sus preceptos. La promulgación de la ley natural no se hace sino de los principios más generales conocidos por sí mismos, de los cuales va sacando la razón las distintas consecuencias; por tanto, esta promulgación exige:
a) que estos principios más universales de la ley, en los cuales virtualmente están contenidos los demás, puedan ser conocidos por el hombre una vez llegado al uso de la razón, y
b) que el hombre esté dotado –como lo está– de la facultad de raciocinar, mediante la cual va sacando las conclusiones prácticas que de estos principios se deducen y que son aplicados a las diversas circunstancias de la vida.
La ley natural, entonces, se halla inserta en la conciencia de los hombres, en sus principios más generales, por lo que todo hombre dotado de razón es capaz de conocer esos principios universales, los que no pueden ser borrados de su conciencia, pero cabe que el hombre los malogre o niegue transitoriamente, si la pasión le impide a la razón aplicarlos al caso particular.
Ahora bien, frente a la aseveración de que la ley moral es universal, nos parece estar viendo –-dice Olgiati–-, en un rincón, a un pensador erudito e inteligente que se nos acerca con sonrisa mefistofélica, nos da unas palmadas en la espalda y nos susurra: “Amigo, ¿crees que la norma ética puede considerarse como absoluta?. En cada país que visitas encuentras una moral. Recuerda a los antropófagos, quienes, quizá para honrar a una divinidad, te devorarían devotamente”...
Mas ya los antiguos defensores de la filosofía del ser conocían bien la objeción, y nos basta con poner de manifiesto el equívoco sobre el que se asienta, a saber: confunde la realidad con el conocimiento de la realidad; sustituye el orden ontológico por el orden psicológico: una cosa son la aritmética y la geometría y otra cosa todos los errores matemáticos que los estudiantes, y a veces incluso los profesores, han cometido; una cosa es la América que existía antes de 1492 y otra el conocimiento del nuevo continente gracias al descubrimiento de Cristóbal Colón. De igual modo, no es lícito sustituir las normas de la ética que son mucho más absolutas que cualquier ley matemática, en cuanto se reducen al ente y a sus principios, por su conocimiento en los diversos tiempos, lugares y circunstancias. El conocimiento está influido por la pasión y la ignorancia. El hombre no es pura razón. Pero, lo mismo que los despropósitos matemáticos no dicen nada contra su valor, los errores individuales o sociales nada atestiguan contra lo absoluto de las normas éticas.
Cabe, entonces, que los principios éticos sean malogrados por el hombre transitoriamente, si –reiteramos– la pasión le impide a la razón aplicarlos al caso particular, como también que las conclusiones prácticas que de esos principios se deducen pueden quedar un día atrofiadas de la conciencia por torpeza mental –análogamente a lo que acontece en el orden especulativo– o por la perversidad de las costumbres.
Para concluir, ante el interrogante de si existen personas sin conciencia, ha respondido S. S. Benedicto XVI: "Me atrevo a decir que es imposible que un ser humano mate a cualquier otro y no sepa que eso está mal; de algún modo lo sabe. Es imposible que una persona que vea a otra en extrema necesidad no sienta que debería hacer algo. En el hombre existe una llamada primigenia, una sensibilidad primigenia para lo bueno y lo malo"; y Juan Pablo Magno decía que había "una conciencia que, cuando desaprueba, castiga y atormenta con los remordimientos"...