Una muerte que no debió provocarse
LA Junta andaluza puede invocar a su favor todos los dictámenes que crea oportuno en relación con la muerte de Inmaculada Echevarría, pero la única ley que contempla lo que se ha hecho con esta enferma es el Código Penal. Al retirarle el respirador artificial se ha provocado directamente su muerte y esto no es eutanasia pasiva ni ortotanasia. No había encarnizamiento terapéutico, ni estaba fatalmente resignada a una muerte inmediata. Es cierto que Inmaculada Echevarría quería morir, pero tal voluntad no debió ser atendida por los poderes públicos, porque estaban en juego valores trascendentes a toda la sociedad. La disposición sobre la propia vida es un acto moralmente rechazable -a salvo las instrucciones de los testamentos vitales para evitar la prolongación artificial de una vida naturalmente acabada- y la participación directa en la provocación de esa muerte, un delito perseguible de oficio. Entre el asesinato y el auxilio al suicidio hay una serie de delitos en los que se podría encajar este trágico desenlace en un hospital de Granada.
El caso de Inmaculada Echevarría se ha presentado como un dilema entre una muerte digna y una vida insoportable. Quizá sea un recurso de propaganda para provocar un movimiento general de apoyo a la eutanasia. Pero lo seguro es que se ha conseguido relanzar el equivocado mensaje de que la dignidad de la vida humana depende directamente del estado de salud. No se trata, en absoluto, de juzgar la conciencia de Inmaculada Echevarría, sino de poner límites a la actuación de los poderes públicos en relación con la vida de los enfermos. El presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, declaró ayer que la decisión de aceptar la petición de la paciente «era conforme a la ley y a la ética». ¿A qué ley y a qué ética se refería el presidente andaluz? Porque no hay ley que autorice a ningún equipo a interrumpir un tratamiento que garantizaba la continuidad de la vida de Inmaculada Echevarría, quien ayer aparecía retratada en la portada de este periódico mientras leía un libro. ¿Era esta una vida prescindible o carente de dignidad? Y sobre todo, ¿quién ha decidido lo que era ético y legal en este caso? Ni el Consejo Consultivo de Andalucía, ni la Comisión Autonómica de Ética e Investigación Sanitaria son órganos competentes para eximir de responsabilidad penal a quienes han participado en la muerte de una persona. Además, es arriesgado que el Gobierno andaluz haya dado este paso sin control judicial alguno, que es ahora cuando deberá producirse para depurar las responsabilidades penales pertinentes. Habría que recordar que cuando Ramón Sampedro solicitó de los Tribunales autorización para ser auxiliado en su suicidio, tanto el Juzgado de Primera Instancia como la Audiencia Provincial de La Coruña se la denegaron. Y, finalmente, su muerte fue investigada como un delito contra la vida de cuyas consecuencias se libró la presunta responsable gracias a la prescripción del crimen.
Es inaceptable el curso que está tomando en España el debate sobre la eutanasia y, en general, sobre el respeto debido a la vida humana. La tesis de que el Estado debe ser neutral acaba convirtiendo a los poderes públicos en una fuente de franquicias para toda propuesta que, al amparo de la modernidad y del respeto a la libertad individual, acaba traduciéndose en una nueva forma de extinción de la vida. Y esto es así a pesar de que la experiencia demuestra no sólo los riesgos de emulación en pacientes que pueden sentirse sugestionados por la muerte de Inmaculada Echevarría o Ramón Sampedro, sino también en la imposibilidad de poner límites al abuso, como está sucediendo con el aborto en España, convertido en una práctica libre que ha desbordado los ya de por sí amplios supuestos legales en los que está despenalizado. Es preocupante comprobar cómo el pensamiento políticamente correcto está despojando a la sociedad de referencias morales imprescindibles para desenmascarar la raíz profundamente desviada de este relativismo sobre la vida humana. Y hoy son casos aislados, pero mañana pueden ser la norma que tase el valor de la vida humana en función de criterios ajenos a su dignidad intrínseca.