AUTOR DE BUENOS LIBROS, HERALDO DE LA VERDAD Discurso inaugural de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en la VIII Exposición del Libro Católico en La Plata (30 de octubre de 2006) Si hay alguien que puede ser llamado heraldo de la verdad –título que este año atribuimos al buen libro– ése es el Papa. Todos los miércoles, una multitud se reúne en la plaza de San Pedro o en el aula de las audiencias para escucharlo, para aprender. Parece que una especie de instinto popular lo identifica como el maestro, y quienes asisten al encuentro, superando la emoción que conmueve a todo católico en una situación como ésa, están dispuestos a participar de una lección de sabiduría. El profesor sabe hacerse entender. Vittorio Messori, el destacado intelectual y periodista italiano, ha observado recientemente que algunos no se limitan a escuchar con atención sino que toman nota en una libreta, con el propósito de poder reflexionar luego con tranquilidad sobre la enseñanza papal. El profesor, he dicho con todo respeto, porque temporalmente hablando, en efecto, la figura profesoral está detrás de la personalidad pontificia. Se puede advertir que en el estilo y lenguaje de Benedicto XVI no se impone una retórica de tipo clerical, sino que se manifiesta una poderosa inteligencia, capaz de expresarse con claridad, sencillez y hondura. En su magisterio se puede reconocer que la Iglesia representa hoy en el mundo el baluarte de la razón ante el “pensamiento débil”, ante el cultivo enfermizo de la incerteza y del relativismo. El actual pontífice es un autor de libros; lo ha sido y, probablemente, lo será aún. Me pareció oportuno, en esta jornada inicial de la Exposición del Libro Católico, presentarles una aproximación al itinerario bibliográfico de Joseph Ratzinger; una lista incompleta de sus libros, excluyendo los innumerables artículos y colaboraciones en obras colectivas. Comencemos. Los estudios académicos para el doctorado en teología y para la habilitación como profesor en la universidad estatal dieron por fruto dos libros, publicados respectivamente en 1954 y 1959: Pueblo y casa de Dios en la doctrina de San Agustín sobre la Iglesia y La teología de la historia de San Buenaventura. En ellos, el joven sacerdote demostró su pericia en la interpretación de dos fuentes relevantes de la tradición teológica latina; descubría también dos filones temáticos que fueron desarrollados en trabajos posteriores. El primer ensayo personal lleva por título La fraternidad cristiana (1960); el asunto es abordado desde el Antiguo y el Nuevo Testamento, en diálogo con la problemática secular. Desde los estoicos hasta el marxismo, se examinan las fórmulas filosóficas, ideológicas y utópicas de instauración de la fraternidad universal. Lo específico de la fraternidad cristiana, concluye el autor, es el conocimiento de la paternidad de Dios y una pertenencia vital a Cristo en la unidad de la gracia; la Iglesia, mediante la misión, la caridad y el sufrimiento martirial, ejercita una responsabilidad salvífica respecto de toda la humanidad. A medida que se cumplían las sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II, en las que participó como consultor del Cardenal Frings, arzobispo de Colonia, el teólogo Ratzinger anotó sus opiniones ante los principales acontecimientos en cuatro opúsculos que ofrecen un balance de cada período conciliar. Además, en estudios publicados en 1966 y 1967, se detuvo con especial atención en la doctrina sobre la colegialidad episcopal y sobre la revelación, a la que el Concilio dedicó una constitución dogmática. Una obra muy difundida entre nosotros ha sido la Introducción al Cristianismo, que recoge un ciclo de lecciones tenidas en la Universidad de Tübingen en 1967, dedicadas a estudiantes de teología, pero dirigidas, en realidad, a un público más amplio, como que asistieron alumnos de todas las facultades. Es un intento bien logrado de “decir” la fe al hombre de hoy, desarrollado como un comentario al Credo eclesial. Aquí el profesor Ratzinger presenta ya una síntesis de su pensamiento teológico, que se enfrenta a la exigencia de expresar la esencia del cristianismo, como lo hicieron anteriormente en el mismo ámbito germánico Karl Adam, Schmaus y Guardini. Los aportes del actual pontífice a la eclesiología se sumaron a la bibliografía teológica de los años 70, cuando arreciaban las discusiones posconciliares. Señalo dos títulos de esa época: El nuevo pueblo de Dios y La unidad de las naciones. Una visión de los padres de la Iglesia. Años más tarde volvió a encarar el tema eclesiológico en Iglesia, ecumenismo y política (1987) y en un estudio sobre la comprensión de la Iglesia como comunidad de los llamados que se encuentra siempre en camino; este libro, que yo sepa, no ha sido traducido al castellano. No quiero dejar de mencionar otra obra de los años 70, el tratado sobre las realidades últimas; se llama Escatología. Muerte y vida eterna. El Cardenal Ratzinger ya había sido llamado a Roma como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe cuando se publicó en Munich su Teoría de los principios teológicos, que en la edición alemana lleva por subtítulo Piedras de construcción para la Teología Fundamental. El autor aborda allí problemas cruciales de la reflexión teológica contemporánea y reúne materiales que serían desarrollados después de nuevos ensayos. Entre éstos descuella el publicado en 1993 Naturaleza y tareas de la teología. En este estadio de su pensamiento, Ratzinger critica la indebida reducción de la teología a la historia, que pone en riesgo la expresión dogmática del hecho cristiano. Examina la relación entre historia y dogma y la noción teológica de tradición; presenta a ésta como la explicación, en la historia de fe de la Iglesia, del acontecimiento de Cristo testimoniado en la Escritura. Una mención especial merece el conjunto de trabajos dedicados a mostrar que únicamente una sólida teología litúrgica puede servir de fundamento a una correcta praxis de la oración eclesial. El cardenal ha brindado, en numerosos artículos y conferencias, razones luminosas, convincentes, apoyadas en la Escritura y en la tradición, para revertir la decadencia de la praxis litúrgica que sobrevino en las últimas décadas como consecuencias de una errónea interpretación del Concilio y de un concepto arbitrario de inculturación. Por no hablar del secularismo y de la crisis de fe, que han invadido de contrabando el recinto de la Iglesia. Quiero citar tres libros fundamentales: La fiesta de la fe. Ensayos de teología del culto divino (1981), Un nuevo canto para el Señor. Fe cristiana y liturgia en la actualidad (1995) y más recientemente la preciosa Introducción al espíritu de la liturgia. Otro sector de la bibliografía de nuestro autor cubre las relaciones entre la fe y la cultura, especialmente en su verificación histórica en la Europa moderna. Ratzinger examina las consecuencias de la Ilustración tal como éstas aparecen agravadas en la reducción de todo saber racional al orden de la ciencia empírica y al pensamiento de dominio, en la ideología secularista y en la negación de las raíces cristianas de la cultura occidental. Los nuevos problemas sobre el pluralismo religioso y las vertientes irracionalistas de la cultura contemporánea encuentran también en los estudios del eminente teólogo una respuesta crítica, a la vez comprensiva y valiente, que puede servir de fundamento y estímulo a la apertura de un nuevo ciclo de inculturación de la fe cristiana. Destaco dos títulos: Fe, verdad, tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, obra publicada en 2003 y La Europa de San Benito en la crisis de las culturas, de 2005. En el mismo ámbito temático hay que señalar un libro de 1996: El camino de la fe. Ensayos sobre la ética cristiana en la época actual; en él presenta escritos que han madurado a lo largo de varios años y que enfocan especialmente la referencia de la libertad a la verdad. Ratzinger había estudiado las relaciones entre dogma y predicación en una obra publicada en 1973; El título es, precisamente, Dogma y predicación. En ella afirmaba que el sujeto último de la predicación no es la experiencia y la identidad del individuo, sino las de la Iglesia, lugar en el que habita la Palabra. Felizmente, disponemos también de varios libros en los que se recoge su ministerio de predicador. Son un tesoro de espiritualidad; en esos volúmenes dispensa a los oyentes–lectores las aguas frescas de la Sagrada Escritura y de una meditación fundada contemplativamente en ella y en la tradición eclesial. Algunos textos de la bibliografía ratzingeriana fueron el resultado de entrevistas o coloquios con destacados periodistas. El primero de ellos tuvo enorme repercusión; se llamó Informe sobre la fe. Vittorio Messori compila las respuestas del cardenal a los temas propuestos, que eran objeto de polémica y causa de división veinte años después de concluído el Vaticano II. Ese libro hizo mucho bien, como que era un ejercicio de equilibrio superior, de sensatez católica y amplitud de miras; hizo bien singularmente a los fieles desconcertados por las interpretaciones arbitrarias del Concilio y las aplicaciones consiguientes que traicionaban su letra y su espíritu. Luego, en 1996 y en 2000, las conversaciones con Peter Seewald se concretaron en dos títulos: La sal de la tierra y Dios y el mundo, en los que se abordan los grandes temas de hoy y se va trazando un camino hacia el futuro para una comprensión profunda y viva de la fe cristiana. Hasta aquí llega la reseña. Advertí al principio que no tenía la pretensión de abarcar una bibliografía completa de Joseph Ratzinger; tampoco hubiera sido ésta la circunstancia adecuada. Sólo he querido sugerir que toda esta “obra de autor” pone de manifiesto el vigor intelectual, la cultura vastísima, la finura espiritual y la fidelidad de un gran teólogo contemporáneo, que es, sobre todo, un hombre de Dios y un celoso pastor de la Iglesia. Su servicio a la verdad se ha ejercido multiplicadamente mediante la redacción de buenos libros, de libros católicos que están a nuestro alcance. Por ese trabajo se ha hecho acreedor a nuestra admiración y gratitud. Pero hoy ese hombre es mucho más. Se llama Benedicto XVI; es el sucesor de Pedro y vicario por excelencia de Cristo. Como tal es el maestro de la verdad que nos guía, al que queremos escuchar, del que deseamos y esperamos aprender, al que debemos brindar nuestra obediencia filial y nuestro amor. Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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