San Millán de la Cogolla, la cuna del castellano
La evolución de la lengua se asemeja a un río que, tras brotar puro, termina ramificándose en varios afluentes y adaptándose al terreno que atraviesa. Vivo ejemplo de ello fue lo que le ocurrió al latín de los políticos y los legionarios romanos que arribaron a Hispania. Que, gracias al paso del tiempo, sus principem acabaron convirtiéndose en nuestros «príncipes». Encontrar el momento exacto en el que esta transformación se empezó a forjar es, por lo general, casi imposible. Pero no en España. En nuestras tierras, uno de los dos monasterios de San Millán de la Cogolla (La Rioja) se convirtió, alrededor del siglo X, en un testigo de excepción del nacimiento de las primeras palabras escritas en castellano.
Este municipio riojano emana literatura. Sus habitantes pueden presumir de pisar las mismas calles que, entre los siglos XII y XIII, transitó Gonzalo de Berceo, el primer poeta castellano reconocido. Es de suponer que este genio de las letras se perdió también por los verdes senderos que rodean el pueblo y se deleitó escuchando otra de sus atracciones: la berrea (el singular sonido que emiten en época de celo los ciervos).
El nacimiento del pueblo está ligado a unas pequeñas cuevas ubicadas en la sierra donde residió San Millán, un ermitaño alrededor de quien se creó una ferviente comunidad religiosa entre los siglos V y VI. Durante su vida, el santo fundó el hoy monasterio de Suso (cuyo significado en latín es «arriba»). Fue precisamente en su scriptorium donde, allá por el siglo X, un monje dio forma a las primeras palabras puestas sobre papel en romance (posteriormente, nuestro castellano). Lo hizo en un códice emilianense escrito en latín, y en forma de glosas. Unas pequeñas anotaciones al margen de las páginas para aclarar, en la lengua que entonces comenzaba a hablar el pueblo llano, lo que quería decir el texto original. Por ello son conocidas como Glosas Emilianenses. El autor se permitió, además, escribir alguna aclaración en vascuence.
Suso fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997. Este es un honor que comparte con su hermano menor, el monasterio de Yuso («abajo»), fundado en 1053 y levantado en una zona más accesible para albergar los restos de San Millán. A día de hoy, el edificio custodia una treintena de cantorales cuyo peso llega (en algunos casos) hasta los 60 kilogramos.