Santo Tomás Moro, mártir
En Londres, en Inglaterra, martirio de santo Tomás Moro, que es conmemorado, junto con san Juan Fisher, el día veintidós de junio.
Al
principio y al fin de la monarquía medieval en Inglaterra se yerguen
las figuras conmovedoras de dos mártires. El uno dio su vida para
mantener libre a la Iglesia de los ataques de la monarquía durante tres
siglos y medio. El otro murió por defender a la Iglesia de los ataques
del rey. Ambos se llamaban Tomás y los dos fueron cancilleres del reino,
favoritos de un monarca y ambos amaron a Dios más que al rey. Esta
serie de coincidencias es extraordinaria. Y, si la semejanza entre los
dos mártires se desvanece cuando se los estudia más de cerca, es sobre
todo, en razón de las diferencias que hay entre el siglo XII y el pleno
Renacimiento del siglo XVI, entre el estado clerical, al que pertenecía Tomás Becket y el estado laico de Tomás Moro.
Tomás
nació en Cheapside, el 6 de febrero de 1478. Era hijo de Sir John More,
abogado y juez, y de su primera esposa, Inés Grainger. Tomás estudió de
niño en la escuela de San Antonio. A los trece años le recibió en su
casa el arzobispo de Canterbury, el cual adivinó su inteligencia y le
envió a proseguir sus estudios en el Colegio de Canterbury de la
Universidad de Oxford. El padre de Tomás era muy estricto y sólo le
enviaba dinero para lo indispensable. Si el joven Tomás se quejó de
ello, como sin duda lo hizo, debió comprender más tarde la prudencia de
la conducta paterna, ya que la falta de dinero le impidió distraerse de
los estudios que tanto le gustaban. El padre de Tomás le sacó de Oxford a
los dos años. En febrero de 1496, cuando tenía dieciocho años, Tomás
entró a estudiar en la escuela de leyes de Lincoln's Inn; en 1501,
empezó a practicar la abogacía y, en 1504, pasó a formar parte del
Parlamento. Ya entonces era gran amigo de Erasmo y tenía por confesor a
Colet; con Guillermo Lilly tradujo al latín los epigramas de la
Antología Griega y dictó cursos sobre el "De Civitate Dei", de San
Agustín, en St. Lawrence Jewry. En una palabra, era un joven muy
brillante y a sus éxitos se añadía la simpatía personal.
Durante
algún tiempo, Tomás tuvo serias dudas sobre su vocación. Pasó cuatro
años en la Cartuja de Londres, puesto que tenía, sin duda, cierta
inclinación por la vida de los cartujos, aunque también se sentía
atraído por la Orden de San Francisco. Pero, como no estaba seguro de
que Dios le llamase a la vida monástica y no quería ser un sacerdote
mediocre, acabó por contraer matrimonio, a principios de 1505. Pero,
aunque era un hombre de mucho mundo, en el buen sentido de la expresión,
jamás compartió el desprecio del ascetismo que caracterizaba a tantos
personajes del Renacimiento. Muy al contrario: desde los dieciocho años
empezó a vestir una camisa de pelo (cosa que divertía enormemente a su
nuera, Ana Cresacre); se disciplinaba los viernes y la víspera de las
fiestas, iba a misa todos los días y rezaba el oficio parvo de Nuestra
Señora. Erasmo dijo de él: «Nunca en mi vida he visto a nadie a quien
interese menos la comida... Pero no es un hombre que desprecia las
buenas cosas de la vida».
La
primera esposa de Moro se llamaba Juana y era hija de Juan Colt, vecino
de Netherhall de Essex. El yerno de Moro, Guillermo Roper, cuenta a
este propósito que Moro «se inclinaba más bien a casarse con la segunda
hija de Colt, que era más hermosa y mejor dotada que la primogénita,
Juana; pero, al caer en la cuenta que ésta sufriría mucho y se
avergonzaría de ver que su hermana menor se casaba antes que ella, Moro,
movido a compasión, empezó a hacerle la corte y contrajo matrimonio con
ella». Este hecho nos revela, a la vez, la alta calidad moral de Tomás
Moro y lo que se consideraba en su época como la quintaesencia de la
caballerosidad. Tomás y Juana fueron felices y tuvieron cuatro hijos:
Margarita, Isabel, Cecilia y Juan. En la casa de Tomás Moro se
practicaba fielmente el deber y se cultivaba amorosamente el saber; como
el diletantismo no tenía cabida en ella, en nuestra época se habría
dicho probablemente que los Moro eran un poco «tiesos». Tomás se
inclinaba por la educación de las mujeres, no por feminismo doctrinal,
sino simplemente porque lo encontraba razonable y porque lo recomendaban
varios santos de la antigüedad, como san Jerónimo y san Agustín, «por
no hablar de otros». La familia y los criados se reunían para las
oraciones de la noche y, en las comidas, se leía una perícopa de la
Escritura y un breve comentario. Uno de los hijos del santo se encargaba
de la lectura, a la que seguía habitualmente una discusión; las cartas y
los dados estaban prohibidos. Tomás hizo una donación para una capilla
en la parroquia de Chelsea y aun cuando era canciller del reino, no
tenía reparo en ir a cantar ahí con el coro, revestido de sobrepelliz.
«Cuando Moro se enteraba de que alguna mujer de los alrededores iba a
dar a luz, acostumbraba ponerse en oración hasta que le avisaban que el
niño había nacido felizmente... También tenía por costumbre ir
personalmente a informarse acerca de las necesidades de las familias
pobres... Con frecuencia invitaba a su mesa a sus vecinos pobres, a
quienes recibía con gran sencillez y bondad; en cambio, rara vez
invitaba a los ricos y casi nunca a los miembros de la nobleza»
(Stapleton, "Tres Thomae"). Pero, si bien los ricos iban rara vez a casa
de Moro, éste recibía con frecuencia la visita de humanistas como
Grocyn, Linacre, Colet, Yilly, Fisher y en general, de todos los
personajes distinguidos por su cultura y religiosidad, tanto de
Inglaterra como del continente. Tal vez el personaje más asiduo en sus
visitas y a quien Moro recibía con mayor gusto, era Erasmo de Rotterdam.
Algunos autores han intentado desfigurar esa amistad; los protestantes
exageran la pretendida falta de ortodoxia de Erasmo, y los católicos
minimizan los lazos que le unían con Moro. Pero el mejor testimonio es
el del propio Tomás: «Si hubiese yo visto en mi querido Erasmo los bajos
propósitos que encuentro en Tyndale, no sería ya mi querido Erasmo.
Pero mi querido Erasmo detesta y aborrece los errores y herejías que
Tyndale enseña y practica abiertamente; por consiguiente, Erasmo seguirá
siendo mi querido Erasmo».
En
sus primeros años de vida matrimonial, Tomás Moro vivió en Bucklesbury,
en la parroquia de San Pedro Walbrook. En 1509, murió Enrique VII. Moro
se había opuesto en el Parlamento a la política económica de dicho
monarca con tanto éxito, que su propio padre había sido encarcelado en
la Torre de Londres y había tenido que pagar cien libras de multa. La
entronización de Enrique VIII inauguró un período de prosperidad para el
joven abogado, quien al año siguiente fue nombrado profesor en
Lincoln's Inn y asistente del alcalde de Londres. Pero, por la misma
época, la «pequeña Utopía de Moro» se desmoronó con la muerte de su
querida esposa, Juana Colt. El santo contrajo matrimonio unas cuantas
semanas más tarde con Alicia Middleton. Se han escrito muchas tonterías
acerca de ese matrimonio tan rápido, pero la cosa no tiene nada de
extraño: Moro era un hombre de gran sentido común y no carecía de
sensibilidad; como tenía cuatro hijos, se casó con una viuda siete años
mayor que él, que sabía gobernar una casa y era locuaz, bondadosa y de
mucho sentido común. Algunos autores han hablado del matrimonio de Moro
como si se tratase de un segundo martirio. Pero no se puede censurar a
Alicia Middleton por no haber estado a la altura de su marido; Alicia no
era una Xantipas y, probablemente, su único defecto, si así puede
llamarse realmente, era que no sabía apreciar las bromas de su esposo.
Por lo demás, debemos reconocer que las bromas de Moro hubiesen colmado
la paciencia a cualquiera. Moro se trasladó entonces de Bucklesbury a
Crosby Place; la casa de Chelsea no la ocupó sino hasta unos doce años
más tarde.
En
1516, Moro acabó de escribir la «Utopía». No vamos a discutir aquí el
sentido profundo de esa obra. Baste con citar la opinión de Sir Sidney
Lee, según el cual «hay que buscar en los otros escritos de Moro sus
ideas prácticas sobre la religión y la política». El Rey y Wolsey habían
decidido llamar a la corte a Moro. El santo no lo deseaba
particularmente, pues conocía lo suficiente a los reyes y sus cortes
para saber que la felicidad no se encontraba ahí. A pesar de ello, no
rehusó sus servicios al soberano y ascendió rápidamente en categoría
hasta ser nombrado, en octubre de 1529, canciller del reino, en lugar de
Wolsey, quien había caído en desgracia. Los testimonios de la época nos
permiten considerar a Moro desde un doble punto de vista. Erasmo
escribía: «En las cosas serias, no hay mejor consejo que el de Moro y,
si el rey quiere divertirse un poco, no encontrará una conversación más
amena que la de su canciller. Con frecuencia se presentan asuntos
complicados y difíciles; en tales casos Moro da muestras de tal
prudencia, que ambas partes quedan satisfechas. Sin embargo, Moro no se
ha dejado ganar jamás por los regalos. ¡Dichoso país aquel cuyos
monarcas pueden escoger a hombres con las cualidades de Moro!... El
nombramiento no ha afectado en nada su sencillez... Se diría que el rey
le ha nombrado defensor de los pobres». El cartujo Juan Bouge, que
conocía a Moro todavía más íntimamente, escribía en 1535: «Por lo que
toca a Sir Thomas More, perteneció en una época a mi parroquia de
Londres... Fue, además, mi hijo espiritual. Sus confesiones eran tan
nítidas, tan claras y tan a fondo, que rara vez me ha sido dado oír
otras como las suyas. Es un caballero muy versado en leyes, artes y
teología...» Tomás Moro era tan buen cortesano como puede serlo un
cristiano y un santo, es decir, muy bueno. Por otra parte, su amistad
con Enrique VIII no le cegaba acerca de los defectos del monarca. Moro
supo ganarse el cariño del soberano y jamás le fue desleal; pero no se
hacía ilusiones sobre él, como lo prueba lo que decía a su yerno: «Te
aseguro que no puedo enorgullecerme de la amistad del rey, porque si
pudiese comprar un castillo de Francia al precio de mi cabeza, no
vacilaría en hacerlo».
Cuando
fue nombrado canciller del reino, Moro estaba escribiendo contra el
protestantismo y particularmente contra las doctrinas de Tyndale.
Algunos de sus contemporáneos se quejaban de que el estilo de Moro en
sus controversias no era bastante solemne, y la posteridad le acusa de
no haber escrito con suficiente aliño; como quiera que fuese, lo cierto
es que su tono era más moderado del que se acostumbraba en el siglo XVI.
La integridad y la rectitud caracterizaban las polémicas del santo, el
cual prefería ridiculizar a sus adversarios en vez de clamar contra
ellos, cuando comprendía que la argumentación seria no serviría de nada.
Pero, en la controversia con Tyndale, por mucha razón que tuviese Moro,
era incapaz de igualar la perfección, la claridad y la tersura del
estilo de su adversario. Moro empleaba seis páginas para decir lo que
Tyndale era capaz de explicar en una. Pero, aunque algunos autores no
piensan así, la actitud de Moro respecto de los herejes era muy leal y
moderada. El santo se oponía a la herejía, no a los que la sostenían.
Según su propia confesión, «en el ejercicio de mi cargo, jamás he
mandado torturar ni azotar a un solo hereje, ni he permitido que se les
toque un pelo de la ropa. Dios es testigo de que no he hecho más que
encarcelarlos para evitar que difundan la herejía». Vale la pena
estudiar un poco la actitud de Moro respecto de la cuestión, entonces
candente, de la publicación de la Biblia en las lenguas vulgares. Moro
sostenía que había que traducir algunos libros de la Sagrada Escritura;
la traducción de los otros debía dejarse a la discreción de cada
ordinario, ya que, según el santo, un ordinario «no tendría tal vez
dificultad en permitir que una persona leyese los Hechos de los
Apóstoles, sin permitir por ello que leyese el Apocalipsis». Exactamente
como «un buen padre determina quiénes de sus hijos poseen suficiente
discreción para servirse de un cuchillo para cortar la carne y quiénes
correrían peligro de cortarse los dedos. Así pues, en la cuestión de la
lectura de la Sagrada Escritura, yo opino (con el debido respeto a la
opinión ajena), que algunos pueden leerla sin gran peligro y no sin gran
provecho en inglés; pero ello no significa que debamos divulgarla en
inglés en todo el mundo... Y puedo decir que algunos de los clérigos más
distinguidos que he conocido compartían esta opinión».
Cuando
Enrique VIII impuso al clero la obligación de reconocerle como
«Protector y Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra» (cosa que el Acta
de Convocación corrigió un tanto con la frase «en cuanto la ley de
Cristo lo permite»), Moro, según cuenta Chapuys, el embajador del
emperador francés, trató de renunciar a su cargo; pero el monarca le
convenció para que siguiese a su servicio y le encargó de estudiar «el
gran asunto», que no era otro que el proceso de anulación del matrimonio
de Enrique con Catalina de Aragón. El asunto era, en realidad, muy
complicado, tanto desde el punto de vista de los hechos como desde el
punto de vista legal, de suerte que no tiene nada de extraño que los
hombres de buena voluntad se hayan dividido en sus opiniones. Moro, que
sostenía la validez del matrimonio, obtuvo permiso del rey para no
participar en la controversia. En marzo de 1531, tuvo que anunciar el
estado en que se hallaba el proceso a las dos Cámaras del Parlamento;
algunos aprovecharon la ocasión para preguntarle su opinión sobre el
asunto, pero el santo se rehusó a manifestarla. La situación empeoró. En
1532, el rey propuso que se prohibiese al clero perseguir a los herejes
y organizar reuniones sin su permiso. En mayo del mismo año, se
introdujo en el Parlamento una moción para suprimir el pago de las
anatas o primicias de los obispados a la Santa Sede. Tomás Moro se opuso
abiertamente a todas esas medidas, lo cual enfureció al rey. El 16 de
mayo, el monarca aceptó la renuncia de su canciller, quien había
ejercido el cargo menos de tres años.
La
pérdida de sus emolumentos dejó a Moro casi en la pobreza. Al verse
obligado a reducir su tren de vida, reunió a toda su familia y le expuso
con buen humor la situación, como lo demuestran las palabras con que
puso fin a la reunión: «Por consiguiente, tal vez nos veremos obligados a
reunir todas las bolsas que hay en la casa para ir juntos a pedir
limosna, con la esperanza de que algunas buenas gentes se compadezcan de
nosotros. O si no, para mantenernos unidos y contentos, podremos cantar
de puerta en puerta la Salve Regina». Moro vivió en la oscuridad
dieciocho meses, entregado a la composición de sus obras, y se negó a
asitir a la coronación de Ana Bolena. Pero sus enemigos no perdían
ninguna ocasión de molestarle y lograron complicarle en el caso de
Isabel Barton, "la santa doncella de Kent", de suerte que el nombre de
Moro figuró en el acta de acusación. Los lores decidieron entonces oír
la defensa de Moro; pero Enrique VIII, a quien no convenía esa
perspectiva, mandó suprimir las acusaciones contra el santo. Sin
embargo, no estaba lejano el día de la prueba definitiva. El 30 de marzo
de 1534, se publicó el Acta de Sucesión, que obligaba a todos los
subditos del rey a reconocer los derechos al trono de los hijos que
tuviese con Ana Bolena. Poco después, se añadió en la misma Acta que el
matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón había sido invalidado,
que el matrimonio con Ana Bolena era el único válido y que «ninguna
autoridad extranjera, así príncipe como potentado» tenía derecho a
inmiscuirse en el asunto. Quien se opusiera a dicha Acta, era reo de
alta traición. Por otra parte, apenas una semana antes, el Papa Clemente
VII había declarado la validez del matrimonio de Enrique VIII y
Catalina de Aragón. Muchos católicos prestaron el juramento apoyados en
la cláusula restrictiva: "en cuanto la ley de Cristo lo permite". El 13
de abril, en Lambeth, una comisión presentó el juramento a Tomás Moro y
al obispo Juan Fisher para que lo firmasen; pero ambos se rehusaron a
hacerlo. Sir Thomas fue confiado a la custodia del abad de Westminster.
Cranmer trató de persuadir al rey de que negociase un compromiso, pero
el monarca se negó a ello. Como Tomás Moro se negase por segunda vez a
firmar el juramento, fue encarcelado en la Torre de Londres, a pesar de
la ilegalidad de dicho procedimiento.
Tomás
Moro pasó quince meses en la Torre de Londres. Dos cosas le
distinguieron en ese período: la serenidad con que sobrellevó la
injusticia del soberano y el tierno amor que mostró por Margarita, la
mayor de sus hijas. Ambos rasgos aparecen en cada línea de las cartas
que escribió a su hija y en las que recibió de ella. Citemos un hermoso
pasaje que nos transmite Roper: «En realidad, Margarita, estoy aquí tan
bien como en mi casa, porque Dios, que me hizo un niño travieso, me
guarda contra su corazón y me acaricia como a un pequeñuelo». La familia
de Moro trató de obtener el perdón del rey, pero todo fue inútil. Como
se le prohibiese recibir visitas, Moro empezó a escribir el «Diálogo del
consuelo en la tribulación», que es la mejor de sus obras espirituales.
Un escritor francés, el P. Brémond, le considera como un predecesor de
san Francisco de Sales, y W. H. Hutton ve en él un antecesor de Jeremías
Taylor. En noviembre, se aprobó la acusación de traición que se le
había hecho y la Corona confiscó todas las tierras que le había
concedido. Moro quedó, pues, reducido casi a la miseria, pues su única
renta era una pensión muy modesta de la Orden de San Juan de Jerusalén.
La esposa del santo tuvo que vender sus vestidos para procurarle lo
necesario y en vano pidió dos veces clemencia al rey, alegando la
pobreza y mala salud de su marido. El l de febrero de 1535, entró en
vigor el Acta de Supremacía, la cual declaraba al rey «único jefe
supremo de la Iglesia de Inglaterra» y reos de traición a los que
negasen esa supremacía. En abril, Cromwell fue a visitar en la prisión a
Tomás Moro para preguntarle su opinión sobre el Acta, pero el santo se
negó a responder. El 4 de mayo, Margarita fue a visitar por última vez a
su padre y juntos vieron partir al cadalso a los tres primeros cartujos y
a sus compañeros. Moro dijo a su hija: «¡Mira qué contentos van al
martirio esos santos, Margarita! Al verlos tan felices se creería que
son novios que van a casarse... En cambio a tu padre, como Dios sabe la
vida de pecado que ha llevado, no le llama todavía a la eterna
felicidad, sino que le deja un poco más en el sufrimiento de las
miserias de esta vida». Unos cuantos días después, Cromwell volvió a la
Torre de Londres, acompañado de otros funcionarios para interrogar de
nuevo a Moro acerca del Acta. Como el santo se negase a responder,
Cromwell le echó en cara su falta de valor. Moro respondió: «Como no he
llevado la vida de santidad que debería haber llevado, no me atrevo a
ofrecerme espontáneamente a la muerte, no sea que Dios castigue mi
presunción dejándome caer».
El 19 de junio, sufrieron el martirio otros tres cartujos. El 22, fiesta de san Albano, protomártir de Inglaterra, san Juan Fisher fue
decapitado en Tower Hill. Tomás Moro fue convocado a juicio en
Westminster Hall nueve días más tarde. Como estaba muy débil, se le
permitió sentarse. Se le acusó de haberse opuesto al Acta de Supremacía
en sus conversaciones con los miembros del consejo real que habían ido a
visitarle en la prisión y en una charla imaginaria con el procurador
general Rich. Tomás respondió que jamás había hablado con nadie de su
opinión sobre el Acta y que Rich juraba en falso. Termino su defensa con
estas palabras: «Vuestras Señorías deben comprender que, en las cosas
de conciencia, todo subdito leal y bueno del rey tiene que pensar en su
conciencia y en su alma por encima de todas las cosas del mundo...» El
tribunal le declaró culpable y le condenó a muerte. Entonces Moro se
decidió a hablar con claridad: empezó por negar categóricamente que «un
señor temporal pudiese o debiese ser el jefe espiritual» y terminó por
decir que, así como san Pablo había perseguido a san Esteban «y sin
embargo los dos son santos del cielo y serán eternamente amigos, así yo
pido y espero que, aunque Vuestras Señorías hayan sido mis jueces en la
tierra y me hayan condenado, nos reunamos un día en el cielo para toda
la eternidad». De vuelta a la Torre de Londres, se despidió de su hijo y
de su hija. Roper nos dejó una conmovedora descripción de la escena.
Cuatro días más tarde, envió a Margarita su camisa de pelo y una carta
que decía entre otras cosas: «Me da gusto que tu amor filial y tu
caridad no hayan hecho caso de la vana cortesía mundana» (La mayor parte
de la reliquia que acabamos de mencionar se halla en el convento de las
Canonesas de San Agustín de Newton Abbot, que fundó en Lovaina
Margarita Clement, nieta de Moro).
En
la madrugada del martes 6 de julio, Sir Thomas Pope fue a comunicar al
santo que su ejecución tendría lugar a las nueve de aquella mañana (el
rey había conmutado la setencia de la horca y el descuartizamiento por
la decapitación). Tomás dio las gracias a su antiguo amigo, le consoló
como pudo y le dijo que pediría por el rey. Vestido con su mejor traje,
Moro caminó a pie hasta Tower Hill. En el camino habló con varias
personas y, al subir al cadalso, dijo unas palabras graciosas al jefe de
la guardia. En seguida rogó al pueblo que orase por él y declaró que
moría por la Iglesia católica y que era «un buen súbdito del rey pero,
ante todo, de Dios». Después recitó el «Miserere», besó y alentó al
verdugo, se vendó los ojos y acomodó su barba. La cabeza del santo rodó
al primer golpe. Tomás Moro tenía entonces cincuenta y siete años. Su
cuerpo fue enterrado en la iglesia de San Pedro ad Vincula, en el
interior de la Torre de Londres. Su cabeza estuvo expuesta en el Puente
de Londres. Después la reclamó Margarita Roper, quien la depositó en el
sepulcro de la familia en la iglesia de San Dunstano.
Moro
fue beatificado con otros mártires ingleses en 1886. Su canonización
tuvo lugar en 1935. Como lo ha hecho notar más de un autor, si Moro no
hubiese sido mártir, habría merecido la canonización como confesor.
Algunos santos han llegado al honor de los altares por haber lavado con
su sangre una vida de indiferencia y aun de pecado. No así Tomás Moro,
quien fue durante toda su vida un hombre de Dios y vivió su propia
oración: «Concédeme, Señor, el deseo de estar contigo, no para evitar
las penas de este valle de lágrimas, ni para librarme de las penas del
pugatorio y del infierno, ni para gozar egoístamente del cielo
prometido, sino simplemente por amor a Ti». Así vivió Moro, no en la
quietud del claustro, sino en pleno mundo, en su casa, con su familia,
entre humanistas y abogados, en los tribunales, en las cortes de
justicia y en la corte real.
E.
V. Hitchcock y R. W. Chambers editaron, en 1932 la más antigua de las
biografías de Moro, escrita por Nicolás Harpsfield. En 1935, Hitchcock
editó, además, la biografía escrita por el yerno de Moro, Guillermo
Roper. La primera biografía impresa fue la de Tomás Stapleton en Tres
Thomae (1588; trad. ingl. 1928). Hablando en términos generales, la
mejor biografía es la de R. W. Chambers, Thomas More (1935); cf. la
reseña de Analecta Bollandiana, vol. LIV (1936), p. 245. La obra de E.
E. Reynolds (1953) es excelente. No podemos mencionar aquí toda la
bibliografía sobre Tomás Moro, que es muy extensa.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI