¿IRRUMPE TRUMP?
Hugo Esteva
Para ir haciéndose una idea de qué cosas juegan en la próxima elección
presidencial norteamericana, vale la pena tomar en cuenta la opinión de
los que ponen plata en las campañas. He aquí la de Michael K. Vlock, un
inversor de Connecticut que ha dado a los republicanos, en el orden
federal, unos cinco millones de dólares desde 2014. Respecto de Donald
Trump dice: "Es un ignorante, amoral, deshonesto y manipulador,
misógino, mujeriego, hiper-litigioso, aislacionista, proteccionista
fanfarrón". Por eso esta vez le va a dar a Hillary Clinton, a quien
describe como "el demonio que conocemos" (The New York Times, 22/5/16,
pág. 17).
No es el único gran financista republicano que se le borra al inefable
candidato, ya que entre ellos se cuenta hasta nuestro "amigo" Paul E.
Singer, el de los fondos-buitre. Pero también es cierto que Trump es
una personalidad fuera de lo común cuyo rápido ascenso provoca sorpresa
tras sorpresa, a la vez que interés, en un país que no gana para sustos
desde el comienzo del siglo XXI.
La prensa corriente lo trata uniformemente mal: "No, no es Hitler. Sin
embargo..." titula Justin Smith, un profesor de Filosofía de la
Universidad de París que publica en el N Y Times (Sunday Review,
5/6/16), para concluir no sin sesgo que si "no está activamente buscando
probar que es erróneo (que se lo compare con Hitler), eso muestra qué
grave es la crisis y apunta a qué negro puede ser el futuro".
Publican con detalle la abultada cantidad de juicios en que ha litigado a
lo largo de su vida comercial y, aunque no pueden ocultar que ganó la
mayoría (450 ganados, 38 perdidos, sobre unos 1300 que se diluyeron,
según USA Today del 2/6/16, pág 1) terminan dibujando un carácter
obstinado, necio, incapaz de aceptar el propio error y, por eso,
altamente peligroso para asumir responsabilidades públicas. Por lo demás
y aunque la figura se las trae, lo retratan en sus poses más ridículas,
exagerando un aspecto que probablemente sea menos extraño para el
norteamericano medio que para nosotros.
Tuve la inesperada oportunidad de estar en el acto partidario del 27 de
mayo en San Diego. California, estado izquierdista por antonomasia, dio
lugar entre otras a esta importante convocatoria. Orden y austeridad
llamaban la atención (escaneo de metales tipo aeropuerto incluído) en un
enorme centro de convenciones donde hubo que soportar todo el largo
acto de pie porque no estaba previsto ni un solo asiento. Afuera, y
perfectamente separados de los concurrentes por la policía, dos pequeños
grupos disidentes: los de la "interna religiosa" entre republicanos y,
algo más numerosos, los que (al grito, en castellano, de "el pueblo,
unido, jamás será vencido") enarbolaban banderas mejicanas y quemaron
carteles muy parecidos a la norteamericana. Pero la concurrencia era
mucho más heterogénea de lo que un ingenuo observador sudamericano
hubiera podido imaginar: muchos veteranos de las fuerzas armadas,
numerosos latinos, algunos negros y una variedad de clases sociales
norteamericanas, configuraban una multitud entusiasta y respetuosa.
Antes que Trump habló una suerte de relator muy preciso que destruyó
literalmente todas las posiciones de los demócratas. Y luego apareció
"la figura" (traje negro, camisa blanca, corbata colorada), despertando
el discreto fervor de la audiencia, a la que se dirigió con singular
afecto. Habló de todo, improvisando desordenadamente, dejándose llevar
sin precisión por cada idea. Se tomó demasiado tiempo para meterse en
pormenores de un juicio que le han hecho a su fallida Universidad para
emprendedores inmobiliarios (creo que sus ex-alumnos le echan en cara no
haber aprendido a ser tan exitosos como él); pero alegró a sus
seguidores cuando prometió "arreglar" a la nación, recrear a las fuerzas
armadas, volver a originar trabajo e independizarse de Wall Street. No
aclara cómo lo va a lograr, pero el mensaje está y gusta: "Hacer grande a
Norteamérica otra vez".
Por su parte, los demócratas son los mimados de los medios. Acerca de
Obama van construyendo una leyenda de equidad y limitaciones debidas a
su minoría en el Congreso. Sanders es pintado como el adalid de la
juventud izquierdista que apunta al futuro, aunque haya perdido ahora.
Hilary Clinton es la imagen del equilibrio que, aunque parezca mentira
por el quietismo que eso significa entre los "progresistas", garantiza
la continuidad. Muchos la van a votar "para que nada cambie".
La imagen de la señora demócrata no sólo suma kilos disimulados bajo la
ropa amplia. Acumula los "clichés" propios de la época. Últimamente sale
siempre rodeada de mujeres: eso sí, de todos colores (negras,
asiáticas, latinas y hasta alguna que otra blanca), opinando con
moderación, actuando con poca gracia, asegurando que nada de lo que
promete el otro loco va a pasar.
Todo esto sucede en una Estados Unidos que no ha salido de la crisis de
los "commodities" del 2008, de la que se salvaron los bancos pero no los
ahorristas ni quienes perdieron trabajos que no existen más. En una
Estados Unidos donde la Universidad de Miami está por inaugurar su
cátedra de Ateísmo (The New York Times, 22/5/16 pág. 16), donde los
demócratas amplían las posibilidades de que voten los ex convictos (The
New York Times 6/5/16, pág.12), donde avanza el suicidio asistido (San
Francisco Chronicle, 5/6/16 pág. 1) y donde las chicas van a tener que
aceptar bañarse delante de los transexuales que adquieran el "derecho"
de meterse en sus "toilets" escolares (The New York Times, 22/5/16 pág.
1). Pero sobre todo en una Estados Unidos donde ser blanco es el peor
estigma; donde no hay propaganda en la que la persona blanca no sea
puesta en segunda fila, casi como si tuviera que pedir perdón.
En ese ambiente, y aunque Trump inquiete, todo parece indicar que, gane quién gane, no hay cambios verdaderos en el horizonte.