La Tercera que José María Pemán dedicó a Carlos V: «Con la boca cerrada»
En punto a efectismo, propaganda y buen ambiente, nuestro señor Carlos V partió de cero.
Tenía esa cara anhelante e inexpresiva que suelen tener los que, por haber padecido vegetaciones, alargan la mandíbula inferior con avidez de oxígeno. Luego, el romanticismo, amigo de valorar las cosas turbias y enfermizas, le sacó a esto también su gracia: la disnea asmática de Proust fue traducida como una expresión de anhelo y deseo que excitaba a sus admiradoras. Pero Carlos V fué contemporáneo de las viriles figuras armoniosas que adoraba el Renacimiento. Torpón de palabra, lento de consejo, chapurreando apenas el español, el nuevo Rey estaba en complejosa desventaja en medio de aquel mundo estatuario de Garcilaso y del Gran Capitán.
En Calatayud, un baturro irrespetuoso, español, sin temor ni cortesía, le gritó: «Majestad, cerrad la boca, que las moscas de esta tierra son insolentes». Y Carlos la cerró enérgicamente. No le entraron moscas en la boca. Habló poco y a tiempo, con más miedo ante los «procuradores» en Cortes que ante el Papa y su Curia. Cerró la boca, con el gesto decisivo que le pintó –ecuestre– el Tiziano: como si hubiera mordido la Historia. Porque eso poco que habló contenía el más generoso y grande diseño ideológico que la humanidad conoció en su hora. Carlos V entendió, profunda y tenazmente, que «imperar» no era, como quería Gatinara, ensanchar dominios y adquirir territorios, sino unificar a la Cristiandad en una grande y pacífica idea: «En la cual entiendo con la ayuda de Dios, emplear mi real persona».
La gran genialidad del Emperador –último Emperador total, sin reducciones «nacionalistas»– fué la suprema convicción de que «no hay que vencer del todo»No hay Imperio sin un mensaje que transmitir al orbe; sin una idea de «viajar». El Imperio Romano exportó Derecho; ciudadanía, administración. El Imperio inglés todavía exportó unas formas económicas y unas maneras sociales. Todavía Rusia quiere reproducir ese tipo de Imperio ideológico: una convicción nuclear que se extiende. Lo mismo quería Hitler. Esto mismo intentó, con mejor cama, Carlos V: «imperar», como una función radiante, a partir de ese núcleo sólido de la Fe y de las ideas de universalidad cristiana de la Salamanca de Victoria y Soto.
Pero Carlos V tuvo la desgracia de ser contemporáneo del nacimiento de la gran herejía moderna, la herejía protestante y maquiavélica de la «nación», como entidad autónoma y suficiente. La gran genialidad del Emperador –último Emperador total, sin reducciones «nacionalistas»– fué la suprema convicción de que «no hay que vencer del todo». Nada se ha hecho estable en la marcha política del universo sino aquello que ha contado con lo derrotado y ha enlazado con ello. El Imperio Romano conservó a su lado, como socio nominal y símbolo del pasado, al Senado republicano. El Parlamento inglés, vencedor en toda la línea conservó y respetó a la Corona y creó un equilibrio que fué una transacción de guerra, aunque parezca una fórmula jurídica y constitucional. Carlos V guerreaba a nombre de una Idea que había de «imperar», no de una España ávida de tierra. Sabía que nunca había que vencer del todo. Derrotaba a Francisco I y lo perdonaba. Su hijo llegaría a San Quintín y no llegaría a París. Porque no se trataba de poseer más tierras, sino de asegurar la Idea: y ya se había hecho lo suficiente para que en París no reinase un príncipe hugonote.
Pero la idea de «nación», la más descarada negativa de la «universitas christiana», le mordía, como la serpiente, los calcañeros. Era su hora. Los últimos chispazos de esa generosidad universalista hispánica están en nuestros romances moriscos: único capítulo de la época universal cuyo protagonista es el derrotado: Abenamán, Zulima; en nuestra «Araucana», cuyo héroe es el jefe indio; en nuestro cuadro de «Las lanzas», donde el vencido es abrazado de aquel modo por el vencedor. Luego ya la «nación» había de vivir su hora más impertinente. Hasta Roma llegaría su exclusivismo. Adriano, preconizado por Carlos V, fué el último Papa no italiano. Desde entonces todos han sido de aquella península (el texto fue escrito en 1958). Y todas las grandes ideas de congregación—'racismo, «proletarios del mundo único»— han acabado en ideas de estrecho dominio nacionalista de Alemania o Rusia.
A nombre de una Democracia, en la que cada uno se gobierna a sí mismo, y que acaba siempre quedándose sin contestaciones frente a las insolencias de un enemigo que está sencillamente haciendo su gustoSólo en nuestros días parece que se intenta, otra vez, ensayar la fecunda idea imperial de «no vencer del todo». Corea es, desde las campañas de nuestros primeros Austrias, la primera tierra pisada de arriba a abajo para restablecer un orden, sin concupiscencia de quedarse en ella. También en el Líbano, o en Jordania, parece que se desembarca no en una tierra, sino en una doctrina... Pero ¿a nombre de qué se hacen esos gestos ideológicos? A nombre de una organización de naciones, en la que la nación conserva su disociadora autonomía. A nombre de una Democracia, en la que cada uno se gobierna a sí mismo, y que acaba siempre quedándose sin contestaciones frente a las insolencias de un enemigo que está sencillamente haciendo su gusto.
Porque lo que falta, en definitiva, es aquella raíz de plenitud humana que era la idea de Cristiandad de Carlos V. Él proclamó unos sobrios principios –Fe, universalidad cristiana– y luego cerró la boca, su difícil boca de prognático, y montó a caballo con ánimo de vencer moderadamente. ¿Dónde están ahora los príncipes superiores capaces de impulsar la acción y luego moderarla? Una fotografía con veinte horcas en Nüremberg ha sustituido a «Las lanzas», de Velázquez. La «guerra fría» al romance fronterizo. Y la boca gritadora de la propaganda, a la boca cerrada.
Por eso el Emperador, que había anunciado que España sería «el huerto de sus placeres», se ha retirado al desnudo Yuste. Y sus «placeres» –moderados como sus victorias– consistirán en arreglar relojes y pescar truchas. Se ha recordado, frente a él, la «modestia principis», que Plinio alababa en aquel otro Emperador español: Trajano, el sevillano, que en vez de rumbo, exportó sencillez.
Así, en el retiro, murió el Emperador. Ya no le dirá más ningún baturro que cierre la boca. La cerró para siempre: y se le quedó dentro la gran lección de la verdadera universalidad.