Fernando el Político, pionero de la razón de Estado
El 23 de enero de 1516 moría en Madrigalejo, Cáceres, el rey Fernando el Católico. Hace hoy 500 años. El rey Fernando ha sufrido historiográficamente una polarización que ha lastrado su imagen. Unos historiadores lo han asimilado tanto a Isabel, su mujer, con la que se casó en 1469, que han reducido su significación a la condición de marido de la reina de Castilla en el escenario del matrimonio feliz y armónico que tanto se ha idealizado y sublimado.
El arquetípico tanto monta, monta tanto, en realidad, era incumplido por estos historiadores que ahogaban la figura de Fernando en el fondo bajo el aura dorada de su esposa, Isabel, la candidata a la santidad, la piadosa, discreta, esposa enamorada, madre amantísima. El, en cambio, Fernando ha sido visto por esta historiografía como el marido infiel, mirada torva, egoísta, avaro… Siempre segundón en el retrato comparativo que hicieron los cronistas de ambos.
En el otro extremo ideológico, la historiografía nacionalista catalana lo ha fustigado sistemáticamente, como rey de la dinastía castellana de los Trastámara, absolutista, enfrentado a su hermanastro Carlos de Viana, el hijo mayor de Juan II de Aragón, convertido éste en mito romántico, por su muerte oscura y precoz en 1561. No importa que Vicens Vives ya en los años treinta del siglo XX, demostrara que esta imagen de Fernando era pura quimera. El arquetipo negativo del Rey Católico sigue vigente.
A la hora de juzgar al rey Fernando hay que precisar en primer lugar la dificultad de separar su reinado del de Isabel. Se casaron en 1469 y ella murió en 1504. Treinta y cinco años juntos. Una unión matrimonial que desde luego, no fue unidad nacional tal y como entendemos hoy el concepto de nación. Castilla y Aragón siguieron manteniendo sus propias peculiaridades políticas, sociales y económicas. Ni el uno ni la otra tuvieron plena jurisdicción sobre la Corona que representaba cada cónyuge. Una gran parte de la nobleza castellana, cuando murió Isabel, demostró tener más simpatía por Felipe el Hermoso, marido de Juana la Loca que por Fernando. Ello determinó, en buena parte, la decisión de éste de casarse con Germana de Foix en 1505 y dar un giro a su vida, proyectándose, intensamente hacia Italia.
A la hora de juzgar a Isabel y Fernando no podemos, por otra parte, entrar en el concurso de méritos en torno a los acontecimientos decisivos que protagonizaron ambos y que tienen en 1492 su referencia fundamental: la conquista de Granada, la expulsión de los judíos o el descubrimiento de América. En estos hitos históricos, ciertamente, Fernando tuvo un papel más trascendente de lo que tradicionalmente se ha dicho. En particular, respecto al apoyo fundamental para que Colón llevar adelante su proyecto, como estudió Manzano, Fernando tuvo una participación trascendente en la decisión final a través de muchos funcionarios y asesores suyos que intervinieron en la aprobación final del viaje colombino. Fernando, por otra parte, se ufanó, no pocas veces, de su participación decisiva en la gestación del descubrimiento. En 1508 dirigiéndose al capítulo general de la Orden de San Francisco, reunido en Barcelona, hacía constar: «Haber sido yo la principal cabeza de que aquellas islas se hayan descubierto».
Pero la figura de Fernando el Católico emerge, con un significado especial, al margen de Isabel, por su perfil de político, en toda la dimensión cóncava del término. Lo resaltó Maquiavelo que lo escogió su obra El príncipe (1513) y lo acabó ratificando Baltasar Gracián en El político (1640). Fernando el Católico ha pasado, en definitiva, a la historia, como el pionero de la razón de Estado. Como ha recorrido Ángel Sesma, Fernando fue, de hecho, el primer monarca hispano en eliminar de su firma el nombre y dejar su sello en un incuestionable: yo el rey. Un rey autosatisfecho, como superador de infinidad de trances. Su obsesión en el marco de una vida extraordinariamente agitada, en la que no le faltó hasta un atentado como el que sufrió por parte del payés de remensa Juan Canyamares el 7 de diciembre de 1492, fue el equilibrio, la conjunción de los extremos.
Aragonés de Sos de Aragón, se movió siempre entre Castilla, Navarra y Cataluña, conjugando absolutismo y foralismo, demostrando una increíble capacidad de adaptarse a todas las situaciones. Esa virtud ya la subrayó el cronista Pulgar cuando escribió su retrato de Fernando: «la fabla igual ni presurosa ni mucho espaciosa. Muy templado en su comer y beber y en los movimientos de su persona porque ni la ira ni el placer facían en él alteración. Tenía la comunicación amigable. Home era de verdad, como quiera que las necesidades grandes en que le pusieron las guerras le facían algunas veces variar».
Los valores individuales, la apelación a la fortuna (que el tiñó de providencialismo) y la invocación de la necesidad como justificación o aval legitimador, principios de Maquiavelo marcaron siempre el ejercicio político de Fernando. Su relativismo moral le hizo buscar la conciliación de intereses distintos y distantes.
En el marco de la revolución catalana de 1640 siglo y medio después de su muerte, un texto anónimo se refería a él nostálgicamente: «Quien mayor entendió esta razón finísima de Estado fue el católico rey Don Fernando que tenía como regla que siempre que la balanza de la satisfacción del rey y del Reino estuvieran iguales sería durable el rey y el Reino».
El sueño de todo buen rey, la satisfacción conjunta del rey y del Reino. La monarquía española después de la muerte de Fernando el Católico se proyectó hacia otros horizontes: salió, en buena parte, del Mediterráneo, soñó con imperios lejanos, olvidó el pragmatismo de Fernando. Curiosamente en esta misma semana conmemoramos el tercer centenario del nacimiento del mejor rey Borbón, Carlos III, y el quinto centenario de la muerte de Fernando el Católico. Aquel rey Borbón que volvió de Italia en 1759 después de ser rey de Nápoles-Sicilia durante 25 años, para reinar en España, se une en nuestra memoria a Fernando, el Rey Católico, que se fue a Italia, porque parecía que los españoles no sabían valorar sus méritos. La ida y la venida de dos grandes reyes.