¿Quién asesinó al sangriento dictador Josef Stalin?
En sus memorias, Nikita Jrushchov afirma que Beria, jefe de la policía y el servicio secreto, confesó a los líderes soviéticos: «Yo lo maté, lo maté y os salvé a todos». La causa oficial sigue siendo un ataque cerebrovascular, pese a los muchos interrogantes en torno a sus últimos días
«El miedo y el odio contra el viejo tirano casi podían olerse en el aire», escribió el embajador americano sobre los últimos meses de vida del que fue durante más de 30 años Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética. El ascenso al poder de Josef Stalin se caracterizó por los brutales métodos empleados contra cualquier persona crítica con su figura. Poco tiempo antes de fallecer, el propio Lenin hizo un llamamiento para frenar al «brusco» Stalin, que terminó elevado, posiblemente, al genocida más sangriento de la historia.
La salud y la memoria de Stalin fallan
Con millones de muertos a su espalda y terminada la II Guerra Mundial, la salud de Stalin empezó a declinar a partir de 1950, cuando la Guerra Fría iba tomando su forma más característica. Durante su vida, Stalin había padecido numerosos problemas médicos. Nació con sindactilia (la fusión congénita de dos o más dedos entre sí) en su pie izquierdo. A los 7 años padeció la viruela, que le dejó cicatrices en el rostro durante toda su vida. Con 12 años tuvo un accidente con un carro de caballos, sufriendo una rotura en el brazo, que le dejó secuelas permanentes. A todo ello había que añadir que su madre y él fueron maltratados a manos de su padre. Siendo adulto, Stalin además padeció de psoriasis (una enfermedad de la piel que causa descamación e inflamación).A los 70 años de edad, su memoria comenzó a fallar, se agotaba fácilmente y su estado físico empezó a decaer. Vladímir Vinográdov, su médico personal, le diagnosticó una hipertensión aguda e inició un tratamiento a base de pastillas e inyecciones. A su vez, recomendó al dirigente comunista que redujese sus funciones en el gobierno. Pero apreciando una conspiración, Stalin se negó a tomar medicinas y despidió a Vinográdov. Su desconfianza, sobre todo contra los médicos, se incrementó en los siguientes años. Una nueva purga política amenazaba con brotar del ya ensangrentado panorama ruso.
Sus problemas de salud, de hecho, coincidieron con uno de los pocos reveses políticos que sufrió durante su rígida dirección del Partido Comunista. Pocos meses antes de su muerte, en octubre de 1952, se celebró el XIX Congreso del PCUS, donde Stalin dejó entrever sus deseos de no intervenir militarmente fuera de sus fronteras. Frente a esta opinión, Gueorgui Malenkov –colaborador íntimo del dictador y Presidente del Consejo de Ministros de la URSS a su muerte– hizo un discurso en el cual reafirmó que para la URSS era vital estar presente en todos los conflictos internacionales apoyando las revoluciones socialistas, lo que después sería una constante de la Guerra Fría. Como un hecho inédito tras décadas de un férreo marcaje, el Congreso apoyó las intenciones de Malenkov y no las de Stalin.
La doctora Lidia Timashuk le alertó de que los médicos trataban de envenenarle
Lavrenti Beria, la posible mano ejecutora
Una vez descubierto al dictador tendido sobre el suelo de su habitación, su hombre más fiel entre los fieles, Lavrenti Beria, fue el primero en asistirle, pero lo hizo con cierta parsimonia. No convocó a los doctores hasta pasadas 24 horas del ataque. Ya fuera por la antipatía de Stalin hacia los médicos (los del Kremlin estaban presos) o por el poco empeño que tenían sus hombres en que saliera vivo de aquella situación, la agonía de Stalin se alargó varios días más sin que ninguno de los cirujanos se atreviera a intervenirle o a proponer algún tratamiento específico. Según el testimonio de su hija Svetlana Alliluyeva, en ocasiones el dictador abría los ojos y miraba furibundamente a quienes lo rodeaban, entre los que estaba Beria –jefe de la policía y el servicio secreto (NKVD)–, quien le cogía de la mano y le suplicaba que se recuperase, pero cuando volvía a desvanecerse lo insultaba y le deseaba una dolorosa muerte.El día 4 de marzo pareció por un momento que estaba recuperándose y una enfermera comenzó a darle de beber leche con una cuchara. En ese instante, sufrió un nuevo ataque y entró en coma. Los médicos que atendían a Stalin le practicaron reanimación cardiopulmonar en las diversas ocasiones en que se le detuvo el corazón, hasta que finalmente a las 22:10 del día 5 de marzo no consiguieron reanimarlo. Los enfermeros siguieron esforzándose hasta que su sucesor, Jrushchov, dijo: «Basta, por favor... ¿No ves que está muerto?». No en vano, 90 minutos antes de su último aliento, a las 20:40, representantes del Comité Central del PCUS, el gobierno y la presidencia del parlamento habían celebrado una reunión conjunta para decidir la sucesión del dirigente comunista. Había demasiada prisa por enterrarlo y cerrar su sucesión como para esperar a que estuviera definitivamente muerte.
El primero en propagar la teoría del envenenamiento fue su alcoholizado hijo Vasily, que desde el principio denunció las negligencias médicas que rodearon la muerte de su padre. Sin embargo, el máximo sospechoso, más allá de los médicos a los que el propio Stalin acusó de conspiradores, siempre ha sido Beria. Según las memorias de Nikita Jrushchov, que se alzó como el líder principal del país e inició un proceso de desestalinización, Beria llegó a confesar ante el Politburó: «Yo lo maté, lo maté y os salvé a todos». Ciertamente, si alguien podía frenar los planes de purga del dictador ese era el jefe de la policía y el NKVD. Un día después de la muerte de Stalin, Beria puso fin a la investigación del «Complot de Médicos», junto al reconocimiento de que las acusaciones habían sido inventadas.