miércoles, junio 17, 2015

CRISTINA FERNÁNDEZ, HUBRIS Y COPPERFIELD


Se define a la dictadura como un sistema político en el que una sola persona o un  grupo gobierna con poder total, sin someterse a leyes ni límites, impidiendo la intervención de otros y controlando todos los aspectos del Estado y de sus ciudadanos. No reconoce ni respeta la vigencia de la división de poderes y actúa con arbitrariedad. Prescinde del ordenamiento jurídico según sus intereses y busca eliminar a la oposición. Cualquier semejanza con quien rige los destinos de nuestra nación desde hace ocho  años, no parece antojadiza ni exagerada. Los hechos están a la vista y la legitimidad de origen de un gobierno jamás puede avalar el atropello ni el autoritarismo en su ejercicio.

A esta altura y observando por ejemplo la persecución feroz y despiadada que el kirchnerismo viene orquestando contra un prócer de la judicatura con la única intención de apoderarse de su cargo en la Corte Suprema para ubicar en su lugar a algún servil y obsecuente delegado, sometido a los dictados del Poder Ejecutivo, no queda más remedio que, de una vez por todas, llamar a las cosas por su nombre. Quienes conducen una dictadura son dictadores (verdad de Perogrullo pero verdad al fin).

El ensañamiento con que legisladores oficialistas arremeten contra el doctor Carlos Fayt se pretende afirmar en su avanzada edad, colocando así a todas las personas longevas en  estado de sospecha por presunta insuficiencia mental y merecedoras de desconfianza y resquemor. El actual ministro del más alto tribunal de la nación, mantiene su lucidez (que es lo que más se requiere y se le valora) y nadie puede negar sus aportes valiosísimos a la doctrina jurídica y al derecho universal no sólo con sus sentencias sino también como tratadista a través de una literatura vastamente reconocida  y premiada en todo el mundo. Y todo ello fruto de seguir manteniendo su capacidad y agudeza intactas y su moral bien alta. Hasta la iglesia católica por vía de una carta del cardenal  Mario Poli le dio su respaldo, recordando el “don de la longevidad” y sosteniendo que la embestida oficialista “vulnera no sólo el orden constitucional sino las normas éticas fundamentales de la convivencia pacífica”.

Si debiera convalidarse este peregrino propósito depurador que persiguen algunos que olvidan aquella vigente premisa de que las bancas no honran por sí solas sino que ellas deben ser honradas por sus ocupantes, podría apelarse al derecho ciudadano de reexaminar periódicamente a toda persona con altas responsabilidades institucionales (sabido es que la salud presidencial es prioritaria en todo el mundo).

A la luz de las reiteradas intervenciones de la presidente no sólo por cadena nacional (el estandarte de sus desbordes retóricos) sino en foros internacionales, no sería improcedente practicarle chequeos programados para establecer si está realmente en condiciones óptimas para enfrentar cada día tan altas y estresantes funciones. No se trata de prejuicios o presunciones caprichosas como las que graciosamente utilizan legisladores del Frente para la Victoria mirando hacia la calle Talcahuano, sino de un interés genuino sustentado –en este caso–  en la simple lectura de los 14 síntomas que a partir de eminentes especialistas determinan la existencia del Síndrome de Hubris, definido así por los griegos.

En noviembre de 2014 se reunieron en la Royal Society of  Medicine de Londres, los más destacados entendidos para analizar cuestiones relacionadas con la conducta de los líderes políticos y económicos del mundo bajo el título de Liderazgo: estrés y Hubris”.

“El poder es dulce, es como una droga y el hábito incrementa el deseo; el poder intoxica”, llegó a decir el filósofo Bertrand Russell (Premio Nobel de Literatura en 1950).

Se la considera “una propensión narcisista a ver su mundo principalmente como un escenario donde ejercitar su poder y buscar la gloria” (la presencia infaltable y disciplinada de una claque obsecuente convocada para aplaudirla, impuesta por Cristina, es un rasgo de arrogancia que históricamente muchos líderes han exhibido).

Es la “enfermedad del poder” que le atribuyera a la mandataria el periodista y neurólogo Nelson Castro, tras analizar diversos aspectos de su personalidad, incluyendo patologías y accidentes padecidos que encendieron luces de alarma y ameritarían posar una respetuosa mirada sobre su real estado de salud.

Se sostiene que cuando el pueblo delega el poder en alguien por varios años –cuarto oscuro mediante– no es disparatado establecer un sistema de controles sobre el cuadro psicofísico y emocional en tanto ese poder desgasta sin piedad, proyectando modos de comportamiento talvez desconocidos antes de asumirse tan altos cargos pero que en el ajetreo suelen aflorar. “Existe un cambio de personalidad de la gente que ejerce el poder, pero no sería correcto considerarlo una enfermedad”, se dijo. Pero no obstante puede causar estragos.

Entre los más famosos panelistas estaba especialmente invitado el inglés David Owen, ex ministro de Salud británico, quien expone sus estudios en su libro El síndrome de Hubris. Bush, Blair y las intoxicaciones del poder. Se expresó (aludiendo a los líderes) que existe un exceso de confianza en su capacidad de decisión, su rechazo a las críticas, su desconexión con la realidad y su propensión a ver el mundo como un lugar en el cual ellos dejarán huella. Se manifestó también que reducir los mandatos a 4 años “sería una forma de minimizar los efectos del Síndrome de Hubris, del que por lo general pueden recuperarse de sus problemas quienes renuncian o se retiran del poder. Volver a ser lo que se era antes”. En la Argentina sucede al revés: la obsesión apunta a extender los mandatos si es posible con carácter vitalicio. Claro que ello mucho tiene que ver con la necesidad de mantener fueros protectores que salven a los corruptos de ir a la cárcel.

¿Sería errado conectar esta patología con el fenómeno del relato prefabricado que se termina asumiendo como veraz y que en el fondo es una muestra de surrealismo? Lo sucedido durante el último viaje a Europa de Cristina Fernández, donde fue distinguida por la FAO por su lucha contra el hambre y en cuya ocasión aseveró que en nuestro país la pobreza está por  debajo del 5 %, ha originado azoramiento por su carácter falaz y desde luego absolutamente indemostrable.

Su delirio alcanzó niveles intolerables cuando explicó que la reducción de la pobreza fue consecuencia de “una combinación de políticas muy fuertes y muy activas”. Claro que la verdad no tardó en salir a la luz, al aferrarnos a las mediciones más serias y vastas en las que coinciden laboratorios de la deuda social y centrales sindicales abocadas al estudio minucioso de los índices de pobreza y desnutrición, cuyas cifras casi sextuplican a los dibujos del kichnerismo (no es lo mismo 5 por ciento que 28 por ciento). Si el organismo de las Naciones Unidas se afirmó en datos del Indec (que hace varios años abandonó las mediciones cuyos resultados fueron calificados de estigmatizantes por el ministro Axel Kicillof), poco favor le hace a su credibilidad. Y no menos lamentable es la serenidad con que la presidente recibió la distinción a sabiendas de que lo que sucede en su país dista diametralmente de lo que ella con todo desparpajo pronunció (desde el Episcopado nacional y Cáritas se reafirmó que los pobres superan el 27 por ciento).

La misma actitud exhibida por Cristina Fernández en Roma ocultando la verdad, es la que acostumbramos a observar mediante el empleo de la cadena nacional. Ella tendría que haber declinado humildemente la inmerecida distinción pero no lo hizo, porque forma parte del relato.

Como con la mentira se puede llegar muy lejos pero sin ninguna posibilidad de retornar, el modelo gastado e imposible de remendarse se acerca a su final. La necesidad del kirchnerismo de eternizarse en el ejercicio del mando, no toma en cuenta ninguna regla escrita ni ética. El aumento de la pobreza, para el poder, pareciera ser sólo un hecho no deseado de la dinámica política o un involuntario error de cálculo durante  la autodefinida “década ganada”.

Al mejor estilo del ilusionista estadounidense David Copperfield, Cristina Fernández hizo desaparecer 10 millones de pobres de las estadísticas. Pero ellos siguen estando, sufrientes, como lacerante realidad. Una realidad que el exacerbado ego gobernante arroja a la banquina despreocupadamente. Si ello no fuera así, no habría motivos para falsear tan groseramente las estadísticas.