CRISTINA FERNÁNDEZ, HUBRIS Y
COPPERFIELD
Se define a la dictadura como un sistema político en el que
una sola persona o un grupo gobierna con poder total, sin someterse a
leyes ni límites, impidiendo la intervención de otros y controlando todos los
aspectos del Estado y de sus ciudadanos. No reconoce ni respeta la vigencia de
la división de poderes y actúa con arbitrariedad. Prescinde del ordenamiento
jurídico según sus intereses y busca eliminar a la oposición. Cualquier
semejanza con quien rige los destinos de nuestra nación desde hace ocho
años, no parece antojadiza ni exagerada. Los hechos están a la vista y la
legitimidad de origen de un gobierno jamás puede avalar el atropello ni el
autoritarismo en su ejercicio.
A esta altura y observando por ejemplo la persecución feroz
y despiadada que el kirchnerismo viene orquestando
contra un prócer de la judicatura con la única intención de apoderarse de su
cargo en la Corte
Suprema para ubicar en su lugar a algún servil y obsecuente
delegado, sometido a los dictados del Poder Ejecutivo, no queda más remedio
que, de una vez por todas, llamar a las cosas por su nombre. Quienes conducen
una dictadura son dictadores (verdad de Perogrullo pero verdad al fin).
El ensañamiento con que legisladores oficialistas arremeten
contra el doctor Carlos Fayt se pretende afirmar en
su avanzada edad, colocando así a todas las personas longevas en estado
de sospecha por presunta insuficiencia mental y merecedoras
de desconfianza y resquemor. El actual ministro del más alto tribunal de la
nación, mantiene su lucidez (que es lo que más se requiere y se le valora) y
nadie puede negar sus aportes valiosísimos a la doctrina jurídica y al derecho
universal no sólo con sus sentencias sino también como tratadista a través de una
literatura vastamente reconocida y premiada en
todo el mundo. Y todo ello fruto de seguir manteniendo su capacidad y agudeza intactas y su moral bien alta. Hasta la iglesia
católica por vía de una carta del cardenal Mario Poli le dio su respaldo,
recordando el “don de la longevidad” y sosteniendo que la embestida
oficialista “vulnera no sólo el orden constitucional sino las normas
éticas fundamentales de la convivencia pacífica”.
Si debiera convalidarse este peregrino propósito depurador
que persiguen algunos que olvidan aquella vigente premisa de que las bancas no
honran por sí solas sino que ellas deben ser honradas por sus ocupantes, podría
apelarse al derecho ciudadano de reexaminar periódicamente a toda persona con
altas responsabilidades institucionales (sabido es que la salud presidencial es
prioritaria en todo el mundo).
A la luz de las reiteradas intervenciones de la presidente
no sólo por cadena nacional (el estandarte de sus desbordes retóricos) sino en
foros internacionales, no sería improcedente practicarle chequeos programados
para establecer si está realmente en condiciones óptimas para enfrentar cada
día tan altas y estresantes funciones. No se trata de prejuicios o presunciones
caprichosas como las que graciosamente utilizan legisladores del Frente para la Victoria mirando hacia la
calle Talcahuano, sino de un interés genuino sustentado –en este caso– en la simple lectura de los 14 síntomas
que a partir de eminentes especialistas determinan la existencia del Síndrome
de Hubris, definido así por los griegos.
En noviembre de 2014 se reunieron en la Royal Society
of Medicine de Londres, los más destacados
entendidos para analizar cuestiones relacionadas con la conducta de los líderes
políticos y económicos del mundo bajo el título de Liderazgo: estrés y Hubris”.
“El poder es dulce, es como una droga y el hábito
incrementa el deseo; el poder intoxica”, llegó a decir el filósofo Bertrand Russell (Premio Nobel de Literatura en 1950).
Se la considera “una propensión narcisista a ver su
mundo principalmente como un escenario donde ejercitar su poder y buscar la
gloria” (la presencia infaltable y disciplinada de una claque obsecuente
convocada para aplaudirla, impuesta por Cristina, es un rasgo de arrogancia que
históricamente muchos líderes han exhibido).
Es la “enfermedad del poder” que le atribuyera a
la mandataria el periodista y neurólogo Nelson Castro, tras analizar diversos
aspectos de su personalidad, incluyendo patologías y accidentes padecidos que
encendieron luces de alarma y ameritarían posar una respetuosa mirada sobre su
real estado de salud.
Se sostiene que cuando el pueblo delega el poder en alguien
por varios años –cuarto oscuro mediante–
no es disparatado establecer un sistema de controles sobre el cuadro
psicofísico y emocional en tanto ese poder desgasta sin piedad, proyectando
modos de comportamiento talvez desconocidos antes de asumirse tan altos cargos
pero que en el ajetreo suelen aflorar. “Existe un cambio de personalidad
de la gente que ejerce el poder, pero no sería correcto considerarlo una
enfermedad”, se dijo. Pero no obstante puede causar estragos.
Entre los más famosos panelistas estaba especialmente
invitado el inglés David Owen, ex ministro de Salud británico, quien expone sus
estudios en su libro El síndrome de Hubris. Bush, Blair
y las intoxicaciones del poder. Se expresó (aludiendo a los líderes)
que existe un exceso de confianza en su capacidad de decisión, su rechazo a las
críticas, su desconexión con la realidad y su propensión a ver el mundo como un
lugar en el cual ellos dejarán huella. Se manifestó también que reducir los
mandatos a 4 años “sería una forma de minimizar los efectos del Síndrome
de Hubris, del que por lo general pueden recuperarse de
sus problemas quienes renuncian o se retiran del poder. Volver a ser lo que se
era antes”. En la
Argentina sucede al revés: la obsesión apunta a extender los
mandatos si es posible con carácter vitalicio. Claro que ello mucho tiene que
ver con la necesidad de mantener fueros protectores que salven a los corruptos
de ir a la cárcel.
¿Sería errado conectar esta patología con el fenómeno del
relato prefabricado que se termina asumiendo como veraz y que en el fondo es
una muestra de surrealismo? Lo sucedido durante el último viaje a Europa de
Cristina Fernández, donde fue distinguida por la FAO por su lucha contra el hambre y en cuya
ocasión aseveró que en nuestro país la pobreza está por debajo del 5 %,
ha originado azoramiento por su carácter falaz y desde luego absolutamente
indemostrable.
Su delirio alcanzó niveles intolerables cuando explicó que
la reducción de la pobreza fue consecuencia de “una combinación de
políticas muy fuertes y muy activas”. Claro que la verdad no tardó en
salir a la luz, al aferrarnos a las mediciones más serias y vastas en las que
coinciden laboratorios de la deuda social y centrales sindicales abocadas al
estudio minucioso de los índices de pobreza y desnutrición, cuyas cifras casi
sextuplican a los dibujos del kichnerismo (no es lo
mismo 5 por ciento que 28 por ciento). Si el organismo de las Naciones Unidas
se afirmó en datos del Indec (que hace varios años
abandonó las mediciones cuyos resultados fueron calificados de estigmatizantes por el ministro Axel
Kicillof), poco favor le hace a su credibilidad. Y no
menos lamentable es la serenidad con que la presidente recibió la distinción a
sabiendas de que lo que sucede en su país dista diametralmente de lo que ella
con todo desparpajo pronunció (desde el Episcopado nacional y Cáritas se reafirmó que los pobres superan el 27 por
ciento).
La misma actitud exhibida por Cristina Fernández en Roma
ocultando la verdad, es la que acostumbramos a observar mediante el empleo de
la cadena nacional. Ella tendría que haber declinado humildemente la inmerecida
distinción pero no lo hizo, porque forma parte del relato.
Como con la mentira se puede llegar muy lejos pero sin
ninguna posibilidad de retornar, el modelo gastado e imposible de remendarse se
acerca a su final. La necesidad del kirchnerismo de
eternizarse en el ejercicio del mando, no toma en cuenta ninguna regla escrita
ni ética. El aumento de la pobreza, para el poder, pareciera ser sólo un hecho
no deseado de la dinámica política o un involuntario error de cálculo durante
la autodefinida “década ganada”.
Al mejor estilo del ilusionista estadounidense David Copperfield, Cristina Fernández hizo desaparecer 10
millones de pobres de las estadísticas. Pero ellos siguen estando, sufrientes,
como lacerante realidad. Una realidad que el exacerbado ego gobernante arroja a
la banquina despreocupadamente. Si ello no fuera así, no habría motivos para
falsear tan groseramente las estadísticas.