En las tormentas
de la Iglesia,
alegres en la esperanza
José María Iraburu, sacerdote
Parte I
–Perdone,
pero no veo yo muchos motivos para estar alegres en la esperanza.
–La Santísima Trinidad
habita en usted como en un templo. Cristo lo atrae con su gracia hacia el
cielo, que está a la vuelta de la esquina… ¿Y no ve motivos para estar
alegre en la esperanza?… Necesita leer lo que sigue.
–La
Iglesia en la tierra está siempre en guerra con el mundo, precisamente para salvarlo de sus
gravísimos errores y pecados. «El mundo entero yace bajo el poder del Maligno»
(1Jn 5,19). Hay que combatirlo con la fuerza del Salvador para vencerlo y
liberar a los hombres. «Yo he vencido al mundo» (Jn
16,33). Pero lo ha vencido porque lo ha combatido. «No penséis –dice Cristo– que he venido a sembrar paz en la tierra; no
vine a sembrar paz, sino espada» (Mt 10,34).
Por
tanto, como dice el Vaticano II, «toda la vida humana, la individual y la
colectiva, se presenta como una lucha, y por
cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas» (GS 13b). «A través de
toda la historia humana existe una dura
batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los
orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 37b). Pero muchos ni se enteran de que estamos en guerra… Quizá
porque ellos, al menos, no lo están.
Sin
embargo el Señor anunció con toda claridad
esa batalla permanente entre la
Iglesia y el mundo: «Si el mundo os odia, sabed
que me odió a mí antes que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo
suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por esto
el mundo os aborrece… Si a mí me persiguieron, también a vosotros os
perseguirán» (Jn 15,18-20). Pero incluso anunció
también esa lucha dentro de la misma Iglesia:
«se levantarán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos» (Mt 24,11). Será la Iglesia como campo de trigo, en la que el diablo
siembra cizaña (Mt 13,25).
–Esta guerra se da hoy quizá con más gravedad que nunca.
No conocemos momentos anteriores de la historia en los que estuviera el mundo tan herméticamente cerrado a la predicación
del Evangelio –en China, en las naciones islámicas, en los
pueblos laicistas, antes cristianos y hoy apóstatas–.
Quizá nunca el diablo ha tenido tanto imperio
sobre el mundo. Pongo sólo un ejemplo: la pornografía, que todo lo
invade. Por muchos medios, por internet
especialmente, la mayoría de los niños y adolescentes actuales, sólo con hacer
un clic, en unos pocos años
(menos, en unas horas) ha visto mucha más pornografía que la gran mayoría
de sus abuelos en toda su vida. Ése es uno de los grandes poderes del príncipe
de este mundo, el diablo. Y como ese poder terrible tiene otros muchos.
Y en buena parte esa batalla se da dentro de la misma
Iglesia católica,
como ya lo anunció el Señor. Luz
y tinieblas combaten en su interior muy duramente. Es curioso. Nunca ha habido
en la Iglesia
un corpus doctrinal tan amplio y perfecto como en el tiempo actual; y nunca han
proliferado tanto dentro de ella las herejías. Prácticamente no hay actualmente
ninguna verdad de la fe católica que no se haya puesto en duda o negado
impunemente, al no ser suficientemente combatidos los errores por la Autoridad apostólica y
por los teólogos ortodoxos.
No
me alargo sobre el tema porque ya lo he tratado en este blog
en varias ocasiones: (39) Innumerables
herejías actuales; (40-41) La Autoridad apostólica
debilitada -I (y II); (45-46) Reprobaciones tardías de
graves errores -I
(y II), increíblemente tardías; (42) Teólogos católicos
ortodoxos, pero no combatientes.
San
Juan Pablo II reconocía: «Es necesario admitir con realismo, y con profunda y
atormentada sensibilidad, que los cristianos
de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos, e incluso
desilusionados. Se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la
verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias
herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones,
rebeliones. Se ha manipulado incluso la liturgia. Inmersos en el relativismo
intelectual y moral, y por tanto en el permisivismo, los cristianos se ven
tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por
un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva»
(discurso 6-II-1981). «Los cristianos de hoy, en gran parte»… (!).
–Con ocasión del Sínodo 2014-2015 este combate interno
de la Iglesia
se ha hecho público más que nunca. Luchas semejantes dentro de la
historia de la Iglesia
pueden hallarse quizá en la gran crisis del arrianismo,
y más recientemente durante el surgimiento del modernismo.
Pero, frenado éste en tiempos de San Pío X y en años posteriores, ha
permanecido siempre latente y ha crecido mucho en los últimos decenios, hasta
llegar a expresarse últimamente dentro de la Iglesia en grados nunca antes conocidos.
No hemos conocido, por ejemplo, un tiempo de la Iglesia en que se haya
hecho el elogio del adulterio, o al menos su exculpación. Pero actualmente hay Obispos y Cardenales,
y no digamos teólogos, que en declaraciones públicas afirman que el cónyuge
abandonado y divorciado se ve a veces en la necesidad de contraer un
«matrimonio» segundo, habiendo fracasado el primero, «por el bien de los
hijos», y que en conciencia debe «guardar fidelidad» a este nuevo vínculo
nupcial, estimándolo como un «regalo del cielo», como «un acercamiento personal
a Dios». Por eso, consolidado este segundo matrimonio en «un largo tiempo», la Iglesia no debe negar a
los esposos «la comunión eucarística», atendiendo a su bien espiritual y
también al bien de los hijos. Por otra parte, la Iglesia, como lo hacen los
Estados modernos, debe dar «reconocimiento» a todas las formas estables de
unión sexual…
Nunca
como hoy en algunas Iglesia locales habían recibido el adulterio y las otras
formas de convivencia, igualmente contrarias a la ley de Dios y al orden
natural, un «reconocimiento» tan respetuoso y benévolo; tanto que en ciertas
Iglesias locales ha llegado a tomar forma de celebración litúrgica. Y lo que es
más grave: no se producen todavía en la Iglesia rechazos públicos eficaces de semejantes
herejías.
***
–Todos los cristianos estamos obligados a «confesar y defender la fe católica»,
expresión clásica que rezábamos en la oración de los santos Cirilo
y Metodio, patronos de Europa (14 de febrero). Los
Obispos y teólogos, por supuesto, se ven especialmente obligados a esa
confesión y defensa. Pero, como ya he indicado, este grave deber hoy es cumplido
muy escasamente. La actual cultura predominante relativista y liberal hace que
muchos se sientan más obligados a respetar la libertad de expresión dentro de la Iglesia que a defender en
ella la sagrada ortodoxia.
En mi artículo Reformadores,
moderados y deformadores señalé en 2009 cómo reformadores y deformadores coinciden en apreciar
que muchas cosas están mal en la
Iglesia y exigen reforma. Pero unos y otros –piensen
por ejemplo en la enseñanza de la
Humanæ vitæ–
difieren luego mucho. –Los deformadores
exigen para la reforma que se cambien ciertas doctrinas y normas
católicas. –Los reformadores pretenden
que esas doctrinas y normas se reafirmen y se apliquen pastoralmente.
–Los moderados, por fin,
centristas en la plenitud del equilibrio, quieren el mantenimiento de las
doctrinas y normas, pero siempre que se silencien convenientemente, y sobre
todo que no se exijan ni en la confesión, ni en las cátedras y las
publicaciones, ni se impugnen en públicas argumentaciones apologéticas, para
evitar así en la Iglesia
divisiones públicas y tensiones
enojosas. Son éstos quizá los que más daño hacen, porque conociendo la verdad,
ni la proclaman ni la defienden.
Está claro que entre los católicos que mantienen la
ortodoxia hoy prevalecen ampliamente los moderados, que no dan la lucha por los motivos
aludidos y por otras razones que después señalaré. Lo eclesialmente correcto es
hoy un buenismo oficialista que obliga a pensar que
«vamos bien», aunque reconociendo sí, que hay deficiencias, sin duda, «luces y
sombras». Y esta actitud es considerada por
los moderados como virtuosa, prudente, caritativa, y la mantienen
muchas veces con buena conciencia. Incluso fundamentan
su actitud en piadosas consideraciones sobre la Providencia divina, la
virtud de la esperanza, la obediencia, la filial confianza que debemos a
nuestros Pastores sagrados, etc. Y a ello hay que añadir otra nota
caracterizadora muy elocuente:
Deformadores y moderados coinciden en el profundo desagrado
que les producen los combatientes defensores de la fe. Los primeros porque, acostumbrados al
silencio y la impunidad, se ven atacados fuerte y públicamente en sus errores.
Los segundos porque ven implícitamente denunciada su práctica neutralidad silenciosa
en los combates de la fe. Más aún: no pocos de los más identificados con los
defensores de la fe llegan incluso a veces a escandalizarse por los modos apologéticos cada vez más fuertes
que van empleando… Y es que no se dan cuenta de que la fuerza y dureza en la defensa de la fe está en
función de la fuerza y dureza de las agresiones contra la fe.
Intervenciones públicas tan fuertes, por ejemplo, como las recientes de los
Cardenales y Obispos Müller, De Paolis,
Caffarra, Burke, Brandmüller, Dolan, Pell, Gadecki o Schneider no se habían producido ni siquiera en los
momentos más efervescentes de las polémicas posteriores al Vaticano II. Y es
porque nunca como hoy se habían producido tan graves y públicas agresiones de
algunos Obispos y Cardenales modernistas contra verdades de la fe católica.
Los
moderados, quizá con buena voluntad, pero con discernimiento erróneo, estiman
que un verdadero amor a la Iglesia y a su jerarquía
exige un apoyo indiscriminado al presente católico. Y por otra parte
–todo hay que decirlo– tienen en cuenta,
quizá inconscientemente, que esa actitud no sólo les evita a ellos
persecuciones dentro de la comunidad cristiana, sino que les abre caminos
ascendentes de prosperidad eclesial… Dios los bendiga. Pero sus actitudes
son falsas, se eximen de los buenos combates de la fe, y no conducen a una
santa reforma de la Iglesia,
sino que la impiden, y llevan a una apostasía siempre creciente.
***