Mons. Héctor Aguer
El derecho a blasfemar
Artículo de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, publicado en el diario "El Día" el 17 de febrero de 2015
El espantoso crimen cuyas víctimas fueron los redactores del semanario Charlie Hebdo ha pasado a un segundo plano, o más bien digamos que el periodismo local ha tenido que ocuparse de la enigmática muerte del fiscal Nisman. Sin embargo, me parece oportuno sumarme al debate suscitado hace algunas semanas sobre lo sucedido en París: el asesinato de los autores del periódico, bien conocido por sus punzantes sátiras. ¿Es legítimo burlarse de todo? ¿Es absoluta la libertad de expresión o debe reconocer fronteras a respetar?
La discusión que se ha entablado sobre los límites que sería posible marcar a la libertad de expresión, conlleva asimismo una consideración sobre la blasfemia, ya que éste ha sido el pretexto del crimen. De la blasfemia, en ese caso, según el islamismo. En el ámbito de la fe cristiana, la enseñanza de la Iglesia es, en este punto, bien clara; se trata de un pecado grave. El Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por San Juan Pablo II, expresa en el número 2.148: “La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento (del Decálogo). Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltar el respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios… la prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas”. Es oportuno señalar que en el mismo parágrafo se califica de blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, para torturar o dar muerte. Según esta extensión del concepto, el atentado contra Charlie Hebdo, cometido en nombre de Alá, configura un caso de blasfemia. Notemos de paso que la primera acepción de este sustantivo en el Diccionario de la Real Academia coincide con la definición del Catecismo.
Dos derechos
Volvamos al debate sobre la libertad de expresión, que es un derecho humano fundamental. Pero esta condición, no sólo jurídica sino también ética, no puede extenderse indefinidamente sin avanzar sobre otro derecho de idéntica entidad: aquel del que goza toda persona a que se respeten sus convicciones religiosas. El reconocimiento de este derecho, que debe ser asumido en el ordenamiento legal, es imprescindible para asegurar la convivencia democrática. No se la puede vulnerar impunemente. Digo impunemente refiriéndome a la necesidad de que lo castiguen las leyes. El Papa Francisco lo ha expresado gráficamente durante el vuelo a Filipinas con una analogía que no tenía por qué despertar las reacciones que se hicieron oír; era fácil entender que se trataba de una comparación. Piña, si usó esta palabra, es un argentinismo; el Santo Padre quiso rubricar, diría yo, con un espontáneo escape de porteñismo, con una boutade bien nuestra, lo que él mismo estaba enseñando sobre la libertad de expresión y sus fronteras éticas. Tal derecho no puede erigirse en un absoluto. Lo que dijo Francisco es pura doctrina católica: la libertad de expresión tiene límite, que no constituyen un menoscabo, sino que le otorgan su pleno sentido en una recta concepción del hombre, de su naturaleza y sus derechos.
Cualquiera puede atribuirse la libertad de blasfemar pero no tiene derecho a hacerlo; no puede ofender la libertad y el derecho de los demás. Tiene que atenerse a las consecuencias; en un régimen democrático ese límite deben marcarlo las leyes con las penas correspondientes a quienes lo violen. Proclamar la blasfemia como un derecho implica la seguridad de hacer lo que a uno le venga en ganas, de reírse de todo, de denostar las convicciones religiosas de una porción o aun de la mayoría de los ciudadanos, cualquiera sea la religión que profesen.
El caso de Charlie Hebdo representa un malogro de la famosa laicité, de la cual Francia se enorgullece, y asimismo la crisis de la cultura iluminista. Sin negar sus posibles valores, me parece que la laicidad -en castellano se llama laicismo- desconoce el carácter natural del hecho religioso. El hombre es, por naturaleza, un ser religioso; la fenomenología de la religión lo ha demostrado abundantemente. Cito a G. van der Leeuw: “El sentido religioso de las cosas es aquel al que no puede seguir otro más amplio o más profundo… la religión implica que el hombre no toma sin más la vida que se le ha dado”.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata