jueves, diciembre 04, 2014

Se va cumplir un siglo desde que la Declaración Balfour oficializó el inicio del conflicto sin final aparente. El foco del nuevo conflicto mundial pasa por Oriente Medio, en donde las frustraciones tan largamente alimentadas dan paso a un extremismo islamista que amenaza seriamente nuestras propias sociedades

Árabes e israelíes, la guerra sin fin
Hace prácticamente un siglo que la De­claración Balfour oficializó el inicio del enfrentamiento entre árabes y ju­díos (en aquellos momentos aún no israelíes). Desde entonces, el conflic­to sigue enquistado, sin que nada permita esperar una solución, próxima, clara y justa del mismo. Ra­zones de economía, de geopolítica, de estrategia y de nacionalismos exacerbados no hacen más que reavivar periódicamente un problema que pasa de tensión a guerra y de guerra a tensión sin que na­die pueda o quiera poner remedio.
Aún antes de que el ministro de Exteriores bri­tánico que dio nombre a la declaración anunciara el apoyo oficial del gobierno de Londres a que se crease enPalestina un «hogar nacional judío», ya éste era el propósito de un creciente número de hebreos que aspiraban al retorno a Sión, a Jerusa­lén, al Israel bíblico. De hecho, desde finales del siglo XIX se había inicia­do hacia el territorio una tímida pero continuada emigración que la Prime­ra Guerra Mundial había ralentizado.
Sin embar­go, cuando en Londres, el conde de Balfour hace su solemne declaración se da la circunstancia de que Palestina, y en concreto Jerusalén, no están en manos de los británicos, sino que un ejército mandado por el general Allenby está intentando arrebatárselo a los turcos con ayuda de los árabes, a quienes se ha ofrecido el gobierno de sus propios territorios en cuanto estos hayan sido desalojados del enemigo común.

La piel del oso

Londres, que por medio de agentes como el famoso Lawrence había alentado el na­cionalismo de las tribus árabes en todo el Oriente Medio para fomentar su revuelta contra los oto­manos, no estaba, de hecho, repartiendo la piel del oso antes de cazarlo, sino que, con ventajismo, la ofrecía simultáneamente a uno y otro de los intere­sados…
Aunque, una vez cazado, como el trilero de las ferias, no se la entregará a ninguno. Con alivio para los judíos (cuyo número en el territorio era en ese momento aún pequeño comparado con el de árabes) y con la decepción de éstos por las prome­sas incumplidas, une Palestina a su propio imperio bajo el ambiguo status de Mandato.
A partir de ese momento, el conflicto se irá ali­mentando de forma continuada. Los excesos de la Revolución Rusa, el antisemitismo intermitente en muchos países de la Europa Oriental, las conse­cuencias de la Gran Depresión y el acceso al poder de Hitler en Alemania hacen que en el periodo de entreguerras se multipliquen las emigraciones y la creación de colonias hebreas en suelo pales­tino.
Los judíos siguen siendo minoritarios en el territorio, pero el au­mento de su presencia, y sobre todo sus objeti­vos, empiezan a alarmar a los árabes, rompiendo la coexistencia, más que convivencia, manteni­da hasta entonces entre ambas comunidades. Y la Segunda Guerra Mundial, con los judíos de todo el mundo decantándose lógicamente por los aliados, mientras los árabes, empezando por el Gran Mufti de Jerusalén, lo hacían en general por el Reich, exa­cerba aún más las posiciones enfrentadas.
Terminada la guerra, dos nuevos factores coadyuvan a que la situación se torne incontrola­ble: el Holocaustoy sus consecuencias, que mul­tiplicará las migraciones judías, cuando ya inútil­mente los británicos intentan frenarlas. A ello se une el proceso descolonizador, que obliga tanto a un rápido abandono del Mandato como a la crea­ción de varios estados árabes en la zona, en unos momentos en que Londres carece de fuerzas para imponerse en lo que aún resta de su vasto imperio.
Todo ello agravado por la decisión tanto de árabes como de judíos de pasar de contrincantes a com­batientes, con la creación de milicias armadas, que llevan a cabo acciones terroristas cada vez más san­grientas. Este es el marco en el que la ONU hará en 1948 un simulacro de reparto del territorio, que en absoluto se mostrará dispuesta a imponer. Un reparto no aceptado por los árabes y no acatado por los judíos una vez proclamado el Estado de Israel.

Goliat

Desde entonces van nada menos que cinco guerras, que forman parte de una única contienda que nunca ha cesado, porque con alto el fuego o sin él, con conversaciones de paz o con acuerdos más o menos respetados, la lucha es permanente.
Y si en un primer momento Israel contaba con todas las simpatías de quienes pretendían lavar con sangre árabe la culpa colectiva (por acción u omisión) en el genocidio perpetrado por los nazis contra los judíos, la opinión pública ha ido variando a lo largo de los años a la posición contraria.
Ello ha sido consecuencia tanto de la arrogancia del estado judío, en cuyo gobierno tienen cada vez más peso los partidos de ultraderecha, como de la evidencia de que la desproporción de fuerzas no viene dada por el número de habitantes, ni por la extensión del territorio. El desvalido David que muchos creyeron ver en 1948, en 1956 y aún en 1967 es percibido hoy como un Goliat que no aplica ya la ley del talión («ojo por ojo») sino que practica, inmisericorde, el principio de ciento por uno.
Y las consecuencias de todo ello resultan devas­tadoras, hasta el punto de que una vez acabada la Guerra Fría (que también incidió de forma direc­ta y grave en el enfrentamiento entre Israel y los árabes), el foco del nuevo conflicto mundial pasa incuestionablemente por Oriente Medio, en donde las frustraciones tan largamente alimentadas van dando paso a un extremismo islamista que se ex­tiende con rapidez, crece en crueldad, estimulado por nuestros errores, y empieza a amenazarnos seriamente dentro de nuestras propias sociedades.