A la ciudadanía europea, como a sus Gobiernos, le cogió muy por sorpresa la virulenta reacción de un amplio sector de la sociedad ucraniana ante la noticia de que su presidente Viktor Yanukóvich había decidido renunciar a un acuerdo de asociación con la Unión Europea. Les sorprendió más que el hecho en sí, los indicios de que el presidente ruso, Vladímir Putin, iba a convencer al presidente ucraniano para unirse a sus planes.
Desde hace ya muchos años habla Putin de la necesidad de buscar unas estructuras que sustituyan a la Unión Soviética, cuya desaparición él ha declarado la mayor desgracia del siglo XX. Peor que el Holocausto, peor que la invasión alemana de la U.R.S.S., peor que cualquier otra inmensa tragedia de un siglo XX cuajado de brutalidad y muerte, es para el presidente Putin el final de la más larga dictadura soviética.
Él sabe de la historia de la Unión Soviética. Y cuando la reivindica lo hace consciente de que así lanza una nueva propuesta totalitaria. Su proyecto de Eurasia tiene un manto de federación voluntaria de Estados, todos ellos antiguas repúblicas soviéticas. En realidad es el diseño de un nuevo imperio con capital en Moscú, cuyas partes gobernadas por autócratas serían obedientes a Moscú. A cambio de protección frente al exterior y a sus propias poblaciones. Sería una alianza en contra de la occidentalización y del ideal de la sociedad abierta. Que no ha dejado de avanzar hacia el este desde 1989. Y que pone en peligro al propio Putin.
En esa alianza, dictadores corruptos, como el bielorruso Viktor Lukashenko o el kasajo Nursultán Nazarbáyev, ayudarían a Putin a mantener juntos una forma y estilo de Gobierno, peso común e influencia fuera y dentro, para imponer su orden y sus intereses, frente a Occidente y frente a China. Pieza clave era aquí por supuesto el ucraniano Viktor Yanukóvich.
Ni ciudadanía ni Gobiernos occidentales parecen conscientes de lo que suponía para los ucranianos que sus líderes anunciaran haber decidido no proseguir con la occidentalización y el acercamiento a Europa. Que anunciaran por el contrario la decisión de entregar parte de la soberanía nacional, existente desde hace dos décadas, a Moscú, a la metrópolis de la que llegó tantísimo mal y sufrimiento. Cuando se va a cumplir en tres años el centenario de la revolución bolchevique, Víktor Yanukóvich poco menos que anunciaba a su pueblo el retorno de la historia, de la peor, la más oscura, dramática y sangrienta historia. Que es una historia para el espanto. Para comenzar sería bueno que se recordara que Moscú logró que en apenas dos años, 1932 y 1933, murieran entre seis y siete millones de ucranianos. Los nazis alemanes no lo lograron en tan poco tiempo pese a su genocidio industrializado. Fue más expeditiva la requisa de todo el cereal a los campesinos ucranianos.
Con motivos ideológicos. Se trataba de imponer la colectivización de la agricultura a la que los campesinos del inmenso granero del imperio se habían resistido en la década anterior. Para ello lanzó Stalin una guerra contra los «kulakos», los campesinos propietarios, que en realidad fue contra toda la población real. La hambruna devastó a la población rural y se extendió a las ciudades. Mientras millones morían, la URSS exportaba trigo. E invitaba a intelectuales franceses o británicos que volvían a sus países elogiando la buena comida de que habían gozado en Ucrania durante una visita guisada por sus anfitriones soviéticos. El cónsul italiano en Járkov, Sergio Gradenigo veía algo más y escribía a Roma: «Cada vez hay más campesinos que fluyen a la ciudad porque no tienen esperanza de sobrevivir. Traen a los niños a los que dejan abandonados en la esperanza de que se salven y regresan a morir a sus aldeas. Se ha movilizado a los “dvorniki” (porteros) con bata blanca que patrullan la ciudad y colectan a los niños. Se llevan en camiones a la estación de mercancías de Severo Donetz. Allí se selecciona. A los no hinchados se les dirige a unas barracas en Golodnaya Gora donde, en hangares, sobre paja, agonizan cerca de 8.000 almas, sobre todo niños. Los hinchados son transportados en trenes de mercancías hasta el campo y abandonados a 50 o 60 kilómetros de la ciudad para que mueran sin que se les vea. A la llegada a los lugares de descarga se excavan grandes fosas y se echa a quienes llegan muertos».
Escenas similares se repitieron por toda la geografía ucraniana. El canibalismo llegó a ser común incluso en las familias. La policía política coincide con el cónsul en otra escena de Járkov. «Cada noche traen unos 250 cadáveres entre los que un número muy elevado no tiene hígado. Les ha sido quitado a través de un corte muy ancho. La policía acaba de atrapar a algunos “amputadores” que confiesan que con esa carne confeccionaban un sucedáneo de pirozki (empanadillas) que vendían inmediatamente en el mercado». En la primavera de 1934 las gentes morían en las calles a un ritmo que no daba tiempo a limpiarlas.
«Ucranofobia» de Stalin
El escritor Mijail Sojolov, célebre por la novela «El Don apacible» escribió dos cartas llenas de espanto a Stalin. En el que pedía, iluso, que interviniera contra las torturas que se aplicaban a los campesinos para que revelaran el escondite de grano. «Con el método del frío se desnuda al koljoziano y se le deja en un hangar. A menudo sufren desnudas brigadas enteras. El método del calor es rociar keroseno en los pies y las faldas de las koljosianas. Después se apaga y vuelta a empezar». Las deportaciones adquirieron dimensiones bíblicas. Centenares de miles de campesinos fueron deportados en programas de colonización a Siberia en muchos de los cuales la mortandad en el primer año superaba el 70%. Antes de la hambruna ya había quedado patente lo que Andrei Sajarov llamó la «ucraniofobia» de Stalin.
Las depuraciones en la intelectualidad sospechosa de nacionalismo habían diezmado las elites urbanas como preludio del horror. Todo esto fue cinco años antes del Gran Terror desatado por Stalin en toda la URSS. Con inmensos efectos en Ucrania. Y también habrían de llegar los decenas de capítulos de desvertebración de la sociedad ucraniana con fusilamientos masivos, como el deKatyn contra élite y oficialidad polaca. Y el acuerdo Hitler- Stalin de 1939 que supuso la anexión a la Ucrania soviética de parte de Polonia, trajo consigo la ejecución de decenas de miles de polacos pero también el exterminio sistemático de los restos de los sectores ucranianos formados.
Y después de Stalin se sucedieron cuarenta años de dictadura y silencio. Nadie podía esperar en Europa, en América o Rusia, que tras veinte años de independencia, los ucranianos ahora se resignaran a volver al redil de Moscú. No sin actos de desesperación y por encima de mucho cadáver. Que confirman al mundo que los planes de incorporar a Ucrania al proyecto de Eurasia de Putin, solo podrían lograrse con métodos muy similares a los aplicados por el Kremlin en los años treinta. Y eso hoy, queremos creer, es totalmente imposible.
Horrores para todos los gustos
Los ucranianos reclaman, con sus seis millones de muertos en el Holodomor, ser la mayor víctima de Josef Stalin, como el pueblo judío en el Holocausto lo fue de Adolf Hitler. Cuando los alemanes llegaron en el año 1941, los ucranianos sufrían quince años de horror estalinista. Muchos vieron en la Wehrmacht su forma de vengarse. Ese hecho y el antisemitismo de la región llevaron a muchos ucranianos a simpatizar con los nazis. También ocurrió en el Báltico. Hoy en las tres democracias bálticas, miembros de la Unión Europea y la OTAN, hay menos peligro extremista que en algún país occidental. Stalin, que era georgiano, exterminó rusos, ucranianos, judíos y gitanos igual que Hitler en aquella esquina de Europa. Nadie osa reivindicar a la Alemania de Hitler. Pero Vladimir Putin sí evoca con admiración la URSS de Stalin. Pedir a los ucranianos que repitan suerte bajo Moscú es un sinsentido. Llamarlos nazis por negarse, también. Como lo es generar alarma entre la población rusa. La historia explica, pero no suple las leyes. Y las fronteras de Ucrania, Crimea incluida, fueron reconocidas por Rusia en acuerdo del año 1997.