DE
LOS DIOSES AZTECAS
A LA CRISTIANIZACION DE MÉXICO.
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SOMARRIBA
Actualmente prevalece una visión negativa de la labor
realizada por España en América: conquista, hispanización y evangelización. Con
demasiada frecuencia se olvidan los aspectos más positivos cargándose las tintas
sobre los acontecimientos más reprobables. Dicha negativa valoración tiene unas
largas raíces en el tiempo y ha sido alimentada desde sus orígenes por la
cultura anglosajona, que, de paso, ha sabido desviar la atención sobre el
genocidio sufrido por los pueblos indígenas que habitaban dentro de las
fronteras de los actuales EEUU.
Dejando de lado las polémicas, trataremos en este
artículo de aportar algunas luces, centrándonos en un espacio concreto, México,
y estableciendo las diferencias esenciales entre las creencias prehispánicas y
el cristianismo.
El Imperio azteca que conocieron los españoles en 1519
abarcaba un extenso dominio situado en el centro-sur del actual México, una zona
que desde antiguo había sido el solar de diferentes pueblos y
culturas.
Provenientes del norte, los aztecas o mexicas se
asentaron en este territorio entre los siglos XII y XIII, asimilando distintos
aspectos culturales y religiosos de sus vecinos y de las grandes civilizaciones
que les precedieron. En 1325 fundaron una ciudad, que se convirtió en su
capital, Tenochtitlán (la actual México), levantada sobre una isla del lago
Texcoco. El engrandecimiento y expansión de los mexicas tuvo lugar durante el
siglo XV y los primeros años del XVI, período en el cual construyeron un extenso
imperio, unido por la fuerza de las armas y el miedo, donde las ciudades y
pueblos conquistados, aunque conservaban su autonomía, debían entregar
regularmente cuantiosos tributos. El Imperio era regido por un soberano de
carácter electivo, el uei
tlatoani, con amplios poderes civiles, militares y
religiosos.
La sociedad azteca estaba fuertemente jerarquizada y
en su cima se encontraba una privilegiada élite dominante, formada por
aristócratas, nobles guerreros, sacerdotes y funcionarios. Había también
mercaderes, artesanos y campesinos. En la base de la pirámide social se
encontraban los esclavos.
Tanto los mexicas como los pueblos que sometieron
practicaban cultos religiosos que, al menos a los ojos de los europeos,
presentaban grandes semejanzas. Dos características sobresalían: el politeísmo y
los sacrificios humanos. También estaba muy extendido en Mesoamérica honrar a
las diferentes divinidades en lo alto de pirámides truncadas y
escalonadas.
La suprema deidad de los aztecas era Huitzilopochtli,
dios solar de la guerra. En el centro de México-Tenochtitlán existía un amplio y
espectacular recinto que reunía monumentales edificaciones, sobre todo templos,
entre los que sobresalía el Gran Teocali o Templo Mayor.
Dicha edificación era una pirámide escalonada de unos 60 metros de altura con
una doble escalinata frontal, la cual terminaba en una terraza con dos templos:
uno dedicado a Tláloc, dios de la lluvia, y otro al ya mencionado
Huitzilopochtli. Los sacerdotes eran de distintas categorías y solían mostrarse
con un aspecto terrible: tiznados de hollín y con una la larga cabellera untada
de tinta y sangre.
Se practicaban varios tipos de sacrificios humanos, si
bien el más generalizado era el que se realizaba por extracción del corazón.
Destacaban los sacrificios en honor de
Huitzilopochtli.
Por lo común, la víctima, tras ascender a lo alto de
la pirámide, era tumbada boca arriba sobre una piedra (techcatl) y sujetada por los brazos, las piernas y la cabeza.
Seguidamente, un sacerdote realizaba un rápido corte con el cuchillo -al
parecer, justo debajo de las costillas- e introducía la mano en las entrañas
para hacerse con el corazón, el cual era extraído y ofrecido a la divinidad. A
continuación, el preciado órgano era depositado en un recipiente llamado
cuauhxicalli. (1) Acabado todo, era normal que el cadáver fuese
arrojado escaleras abajo, sirviendo de alimento entre los asistentes:
«y tenían muchas ollas
grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa llenas de agua, que era allí
donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrificaban y que comían los
papas (^)» (2). El dios Tláloc
exigía que se le inmolaran niños, y el llanto de los inocentes camino de la
muerte era considerado como buen augurio para obtener lluvias ese año. Para
honrar al dios del fuego, Xiutecutli, las víctimas, luego de ser arrojadas a las
llamas, eran recuperadas para, todavía con vida, arrancarles el corazón
(3).
Muchas veces el rito sacrificial se completaba con el
desollamiento, y las pieles humanas así conseguidas se usaban a modo de un
especial ropaje con el que recubrirse: «En México para este
día guardaban alguno de los presos en la guerra que fuese señor o persona
principal, y a aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de
México, Moctezuma, el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad,
pensando que hacía gran servicio al demonio que aquel día
honraban» (4). Igualmente, algunos huesos eran conservados por
los guerreros como trofeos.
Estos sangrientos rituales se realizaban con demasiada
frecuencia a lo largo del año y, en determinadas ocasiones, con un elevado
precio en vidas humanas. Así por ejemplo, en el reinado de Axayacatl
(1469-1482), cuando se inauguró el Calendario Azteca, fueron sacrificadas 700
víctimas. Aunque el mayor holocausto tuvo lugar en 1486, coincidiendo con la
consagración del Templo Mayor. En aquella ocasión, en catorce lugares distintos
y durante cuatro días, fueron inmoladas unas 20.000 personas. En la ciudad de
Tenochtitlán las calaveras se amontonaban en un monumento erigido dentro del
recinto ceremonial. Según los cálculos de Andrés Tapia, uno de los hombres de
Cortés, en aquel lugar había cerca de 136.000
cráneos.
La necesidad de obtener víctimas para los cultos
sacrificiales llegó a ser tan acuciante que muchas veces las campañas bélicas se
emprendían para obtener prisioneros que inmolar.
Los españoles, pese a ser hombres duros, acostumbrados
a las crueldades de la guerra, quedaron sobrecogidos por los atroces
espectáculos de muerte que encontraron en México. El escenario de aquellas
matanzas fue descrito más de una vez por Bernal Díaz del Castillo, uno de los
españoles que participó en la expedición de Cortés. Un buen ejemplo es el relato
de la visita al Templo Mayor de Tenochtitlán: «Y estaban
todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y
ansimismo el suelo, que todo hedía muy malamente.(^). Y allí tenían un tambor
muy grande en demasía, que cuando le tañían el sonido dél era tan triste y de
tal manera como dicen instrumento de los infiernos, (^). E en aquella placeta tenían tantas cosas muy
diabólicas de ver, de bocinas y trompetillas y navajones, y muchos corazones de
indios que habían quemado, con que sahumaron a aquellos sus ídolos, y todo
cuajado de sangre. Tenían tanto, que los doy a la maldición; y como todo hedía a
carnicería, no víamos la hora de quitarnos de tan mal hedor y peor
vista.» (5).
Hernán Cortés comenzó la conquista del Imperio azteca
en 1519, con 400 españoles, y la culminó en 1521. El éxito de aquella empresa,
en tan poco tiempo y con tan escasos medios, se debió a una combinación de
factores. Dos son las razones que mejor explican el rápido triunfo español. En
primer lugar, las leyendas de la religión mexica sobre el dios Quetzalcóatl, la
Serpiente Emplumada: un rey y sacerdote, de aspecto grave, blanco y barbado, que
volvería algún día, a través del mar, por Oriente, y pondría
fin al reinado de los dioses sanguinarios del mundo
azteca. La vuelta de Quetzalcóatl tendría lugar en un año de ce ácaltl (1- cañas), y dicha
circunstancia coincidió con el 1519. Desde el principio, el emperador Moctezuma
II (1502-1520) identificó a Cortés y a los españoles con la fatal profecía. En
segundo lugar, fue determinante y decisivo para conseguir la conquista la
estrategia adoptada por Cortés concertando alianzas con los pueblos enemigos o
directamente sometidos al opresivo yugo del Imperio azteca. De este modo el
conquistador español terminó poniéndose al frente de una gran rebelión indígena,
que logró reunir un imponente contingente de millares de
guerreros.
Después de fundar Veracruz, en la costa del golfo de
México, Cortés se dirigió tierra adentro en dirección a Tenochtitlán, a la que
llegó con su ejército de españoles e indios en noviembre de 1519, siendo
recibido por Moctezuma. Días más tarde, Cortés, que había sido hospedado en uno
de los palacios de la magnífica capital, se apoderó de la persona del soberano
azteca. En junio de 1520 la empresa española estuvo a punto de hundirse cuando
los conquistadores se vieron obligados a abandonar la capital a causa de un gran
levantamiento popular en el cual murió apedreado Moctezuma. Sin embargo, Cortés
se recuperó, volviendo al año siguiente, y, tras casi cuatro meses de asedio,
tomó Tenochtitlán, en agosto de 1521.
Los españoles que desembarcaron en México, en 1519,
por regla general eran hombres rudos que buscaban oro y fama. Eran también
católicos, y, aunque conocían los principios básicos de la Doctrina, no estaban
especialmente ejercitados en la siempre difícil lucha contra las pasiones,
sucumbiendo con frecuencia ante la soberbia, la ira, la lujuria o la avaricia. A
pesar de estas serias deficiencias, poseían una arraigada, sencilla y sincera fe
cristiana que, a su modo, les impulsó a sentar las bases de la evangelización,
objetivo siempre prioritario para la Corona
española.
La religión que traían los conquistadores presentaba
llamativas ventajas que pronto fueron apreciadas por el pueblo mexicano. En
contraste con los opresivos y lúgubres cultos centroamericanos, Jesucristo, el
Dios del amor, se presentaba como la luz liberadora de miedos y tinieblas. Este
nuevo Dios no exigía la vida de los seres humanos. Todo lo contrario, en el más
importante rito de la Iglesia, en el centro de la Misa, el único Dios se hacía
presente e invitaba a los hombres a comer su carne y a beber su sangre. Más aún,
la población indígena descubrió con sorpresa que Jesucristo era padre, y un
padre muy cercano, ante el cual no había diferencias entre ricos y pobres,
libres y esclavos.
En el proceso evangelizador, la Virgen María ocupó,
desde los primeros pasos, un puesto privilegiado. Su imagen de mujer sencilla,
amorosa y dulce, portando en brazos al Niño, no podía dejar indiferentes a los
mexicanos.
También fue relevante el papel jugado por la
iconografía de ambas religiones. Aun entendiendo las diferencias en cuanto a
mentalidad y cánones de belleza entre las dos civilizaciones, las
representaciones del arte católico de la primera mitad del siglo XVI resultan
objetivamente mucho más atractivas que las imágenes de los dioses mexicanos.
Aquellos ídolos de aspecto terrible espantaron a los españoles, los cuales,
atendiendo también al derramamiento de sangre, los identificaron muchas veces
con demonios: «eran de manera de dragones espantables,
tan grandes como becerros, y otras figuras de manera de medio hombre y de perros
grandes y de malas semejanzas;»
(6).
Si Cortés, sus soldados y capellanes dieron los
primeros pasos de la cristianización, fueron los frailes misioneros que llegaron
muy poco tiempo después los que acometieron dicha labor de manera organizada y
eficiente. Sobre esta cuestión hay que recordar que, gracias a diversas medidas
reformistas, el clero español del siglo XVI se caracterizaba por su buena
formación, calidad humana y elevada espiritualidad. Los primeros en desembarcar
fueron los franciscanos, en 1523 y 1524, seguidos de los dominicos (1526) y
agustinos (1533). Por estas fechas se establecía el obispado de México (1527),
que tuvo como primer titular a fray Juan de Zumárraga. Ya en un período
posterior llegarán los jesuitas (1572).
Estos misioneros supieron ganarse la confianza y el
cariño de la población amerindia que sintió natural inclinación hacia aquellos
hombres humildes y mansos que andaban descalzos, vestían de sayal viejo y
compartían su misma pobreza. Apreciaban también el ejemplo y la coherencia entre
lo que enseñaban y lo que practicaban, la entrega desinteresada de sus vidas, el
trato amoroso que con ellos tenían y el valor que demostraban defendiéndoles
ante los abusos de algunos españoles.
Paralelamente a la evangelización y construcción de
iglesias y conventos, el clero misional levantó numerosas escuelas para
indígenas y hospitales. Además, los eclesiásticos de Nueva España manifestaron
un destacado interés por aprender con prontitud las lenguas del país, en
especial el náhuatl, que era la más difundida. Se escribieron gramáticas y
vocabularios de dichas lenguas, e Igualmente fueron elaborados tratados en los
que se recopiló minuciosamente la historia, religión, cultura y costumbres de
Mesoamérica, quedando de este modo preservado dicho patrimonio hasta
hoy.
Según fray Toribio Motolinía, uno de los primeros
franciscanos, después de quince años, hacia 1537, se contaban por cientos de
miles -hasta varios millones- los indios que habían recibido el bautismo (7).
Aquella monumental labor apostólica fue tempranamente recompensada con
reconocidos frutos de santidad indígena: los tres niños mártires de Tlaxcala
(1527-1529), y el indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin, testigo de las apariciones
de Nuestra Señora de Guadalupe (1531), canonizado por Juan Pablo II en
2002.
Luis
Somarriba.
Santander, febrero del
2013.
(1)
BENAVENTE
MOTOLINÍA, Fray Toribio,
Historia de los indios
de la Nueva España, I,
6.
(2)
DÍAZ DEL CASTILLO, Bernal,
Historia verdadera de
la conquista de la nueva España, Espasa-Calpe,
Madrid, 1992, XCII, p. 227.
(3)
BENAVENTE
MOTOLINÍA, op. cit. I,
7.
(4)
Ibid., I,
6.
(5)
DÍAZ DEL CASTILLO, op.
cit., XCII, p. 225.
(6)
Ibid., LI, p. 129. El autor se refiere en este caso a los ídolos
de los totonacas, vasallos y tributarios de los
aztecas.
(7)
BENAVENTE
MOTOLINÍA, op. cit., II, 2 y
3.
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