La Misión del Intelectual Católico Hoy - P. Alfredo Sáenz
La Misión del Intelectual
Católico Hoy
R. P.
Dr. Alfredo Sáenz, SJ
Exposición completa del P. Alfredo Sáenz con
ocasión del Acto Académico donde la Universidad Católica de La Plata (UCALP) le
otorgó el “Doctorado Honoris Causa” – el lunes 22 de Octubre del 2012 –, en
reconocimiento por sus aportes a la cultura católica
Confrontados a una situación inédita, el
católico de hoy, sobre todo el intelectual católico, tiene una misión inédita y
debe, por consiguiente, dar una respuesta inédita. Antes de abocarnos al
contenido de tal respuesta, no dejará de ser útil un sucinto análisis histórico
de las distintas etapas de la cultura, para considerar la diversidad de
reacciones que caracterizaron a los católicos.
Es indudable que la Edad Media conoció una
admirable Weltanschauung, una cosmovisión muy esplendorosa del mundo. Durante
esa época, el orden natural y el orden sobrenatural eran, sí, órdenes distintos,
pero en modo alguno divorciados. Así como en Cristo la naturaleza humana y la
divina se unen en la Persona divina sin dejar de distinguirse, así lo temporal
se unió con lo eterno, lo carnal con lo espiritual, lo visible con lo invisible,
sin perder cada ámbito su límite de autonomía.
El mundo ofreció entonces un espectáculo
cultural verdaderamente arquitectónico, catedralicio. La filosofía, por ejemplo,
asumiendo todo lo que era valedero en el pensamiento tradicional de Platón,
Aristóteles, Plotino, etc., lo injertó en el cosmos de la revelación. Al fin y
al cabo aquella tradición no había sido sino una suerte de “preparación
evangélica”, como la calificaron lo Padres de la Iglesia. ¿Acaso no decía
Clemente de Alejandría: ¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego, como
queriendo afirmar que la verdad natural era coherente con la sobrenatural, ya
que ambas tenían, en última instancia, a Dios por autor? La arquitectura
medieval, concretada tan maravillosamente en las catedrales, románicas y
góticas, al tiempo que enseñaba al pueblo a orar en la belleza, insuflaba una
nostalgia de la Belleza sustancial. La música, sea la del órgano, sea la de las
voces humanas, esa música que rebotaba de arco en arco, llenando los recintos
sagrados, no era sino la parte humana de un concierto que reunía los ángeles y
los hombres, eco de la armonía trinitaria. La política conoció asimismo en
aquélla época uno de sus picos históricos, pudiendo verse en la imagen de San
Luis, rey de Francia, la encarnación del gobernante católico, aquel en quien la
fe era algo penetrante, algo que imbuía todo el orden temporal cuyo encargo
había recibido, en última instancia, del Emperador celeste, de quien era vicario
en el orden temporal. La literatura, en sus diversas expresiones, desde los
cantares de gesta hasta la Divina Comedia, constituía, en cierto modo, una
especie de prolongación de la Sagrada Escritura, en el sentido de que seguía
exponiendo el plan de Dios a través de las letras.
En fin, un orden temporal empapado de
sacralidad. El papel del intelectual católico de entonces no era sino concretar
esa visión temporal y trascendente en el marco de las instituciones, que tanto
lo ayudaban para dicho cometido.
Con la aparición del Evo moderno, poco a poco,
las cosas van a ir cambiando, pero en una dirección muy determinada, progresiva
y disolvente. La filosofía comienza a abrir caminos desconocidos, adentrando al
hombre en una interioridad cada vez más enclaustrada, en un distanciamiento
creciente entre la realidad conocida y el sujeto cognoscente, hasta quedar este
último encerrado en una total inmanencia; ruptura total del ser y del conocer.
El artista, inspirando sus principios en la nueva filosofía, pretendió emular en
cierta manera la actividad creadora de Dios, pero no con el espíritu de humildad
intelectual que había caracterizado al período medieval, sino con un ímpetu de
soberbia y autonomía evidentes; en un largo proceso que comienza,
sintomáticamente, con la representación de un hombre desmesurado en su
musculatura, como nos legó el por otro lado admirable Renacimiento, llegamos a
la destrucción plástica del hombre en Picasso y su ulterior arbitraria
reconstrucción, con total independencia del Arquetipo supremo, a cuya imagen y
semejanza había sido hecho. La música se lanzó también a un proceso de
exaltación del hombre; buscando más “expresarse” que expresar la armonía divina,
acabó por destruirse a sí misma, reduciéndose a no ser sino puro ritmo,
estruendoso ruido, sin contenido, sin armonía, sin serenidad.
La política olvidó sus instancias superiores,
la autoridad se desvinculó del poder divino como de su fuente, y se lanzó por
las vías de un maquiavelismo creciente hasta llegar a la masificación
contemporánea o al esclavismo comunista. La literatura cortó amarras de las
Sagradas Letras, desembocando en sus últimas etapas de una poesía sin sentido y
una novelística pornográfica.
Por supuesto que sería injusto
decir que, desde el Renacimiento hasta acá, no ha habido aciertos filosóficos,
ni arte ni belleza. Baste para probar lo contrario el admirable Mozart, el sin
par Shakespeare, el inmortal Rodin. Lo que queremos decir es que, como lo ha
explicado admirablemente Berdiaeff, paso a paso el hombre ha ido transitando del
estado orgánico al estado mecánico, es decir se ha ido des-ligando,
des-vinculando, abandonando sus ligazones, para hacer, como el hijo pródigo, la
experiencia de la libertad. El resultado: apacentar puercos. Porque la buscada
“libertad” no era sino un espejismo. Cuando el hombre decidió romper sus lazos
naturales y sobrenaturales, no conquistó la libertad sino que se volvió servil,
esclavo. Cuando el hombre cae de Dios, decía S. Agustín, cae también de sí
mismo. El conjunto de estos hombres “emancipados” constituyen el mundo moderno.
Lo que el Magisterio Eclesiástico ha dado en llamar “mundo moderno”, más que una
designación cronológica, es una cualificación axiológica para designar a un
mundo independiente de Dios y de la verdad. Aquella unión de lo divino y de lo
humano, que tan bien caracterizó a la Edad Media, ha desaparecido. Subsiste lo
divino, sí, pero acosado, restringido a lugares y tiempos determinados, en una
palabra, marginado; subsiste lo humano, sí, pero exaltado, emancipado, hecho
absoluto. La unión hipostática se ha roto. Lo que Dios había unido, el hombre lo
ha desunido.
Si pasamos ahora a la consideración de lo acaecido en nuestra Patria
durante la última centuria, en relación con la materia que nos ocupa, debemos
señalar que, si bien hemos sufrido las consecuencias de ese pasado decadente,
sin embargo se han producido reacciones verdaderamente inteligentes. Entre
ellas, no podríamos dejar de nombrar los Cursos de Cultura Católica, donde se
intentó dar una respuesta integral a los problemas de nuestro tiempo. El
pensamiento de Chesterton, Belloc, el primer Maritain, de Koninck,
Garrigou-Lagrange, inspiró ese grupo, integrado por lo mejor de la inteligencia
argentina de aquel tiempo, no por pequeño menos influyente. Citemos a Casares,
Pico, Bernárdez, Ballester Peña, así como las revistas de gran nivel en las que
colaboraron, como Criterio, Ortodoxia, Sol y Luna. Pensamos que esa generación
supo dar una respuesta más adecuada al mundo moderno que la que ofreciera la
generación anterior, la de Estrada, Goyena y Felix Frías, valiente en sus
batallas, pero algo teñida de liberalismo de la época. La reacción de los Cursos
fue de veras integral, sin concesión alguna al adversario, sin temor alguno a la
impopularidad.
Además de los Cursos, y luego de su desaparición, se podría señalar otros
intentos de nuclear el pensamiento católico argentino. Por ejemplo, los
congresos del Instituto de Promoción Social Argentina, el brillante Primer
Congreso Mundial de Filosofía Cristiana (iniciativa del Dr. Alberto Caturelli)
que sin duda marcó un punto de referencia inobviable para el que algún día
escriba la historia del catolicismo en nuestra Patria; también organizaciones
como la UCA, que inició Mons. Derisi, el Ateneo de Cuyo, OIKOS, el Instituto de
Filosofía Práctica y revistas varias.
A pesar de estos y otros intentos, sin embargo pareciera haber prevalecido
en no pocos ambientes católicos, una falsa apertura al mundo, mediante la cual
algunos buscaron hacer “simpática” la fe. El católico, en vez de iluminar las
tinieblas de nuestra Patria, renunciaba a ser luz y se ponía en el furgón de
cola de un tren que parece correr hacia su ruina. El católico, en vez de
convertir al mundo, se abría indebidamente al mundo, no para salvarlo sino, si
se me permite un dura expresión, para ser salvado por el mundo, ya socialista,
ya demoliberal.
Quisiéramos señalar también otra falsa actitud de algunos católicos. Por el
deseo de dar vitalidad a la fe católica, anhelo loable como el que más,
pretendieron propagar un catolicismo divorciado de la doctrina. Lo que importaba
no era tanto la doctrina cuanto la vida, o, como se decía con frecuencia, “la
vivencia”. Y así se fueron formando diversos grupos de católicos que agotaban su
actividad en encuentros, intercambios de experiencias, ruidosas manifestaciones
masivas, sin profundizar su fe. Un sacerdote brasileño, experto en grupos
juveniles, autor de libros y discos para jóvenes, el P. Zezinho, tras una larga
experiencia en esta actitud pastoral, constató dolorido que sus jóvenes: “le
habían dado a Cristo el corazón pero no le dieron la cabeza”.
Ninguna de estas soluciones es aceptable. Todas estas corrientes – las
tercermundistas, las vivencialistas – en última instancia, aceptan el mundo
contentándose con agregarse “un suplemento de espíritu”. No es esa la tarea.
Tras discernir lo que en el mundo es salvable, y lo que en el mundo es
irrescatable, como sería lo informado por “el espíritu del mundo”, el mundo
mundano, si se me permite la reiteración, es menester llevar a cabo aquello que
el Concilio Vaticano II llama “la consagración del mundo”. Pero antes de
bautizar el mundo contemporáneo es menester exorcizarlo de todos sus demonios,
porque como dice el mismo Concilio, es deber de los laicos coordinar “sus
fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, cuando incitan al
pecado” (Lumen Gentium 36). Pero, como dijimos, tras exorcizar hay que
consagrar, ya que, según dice el mismo Concilio: “Es obligación de toda la
Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer
rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo…para
instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales” (Apostolicam
Actuositatem 7).
Luego de estas ideas introductorias, tratemos de exponer ahora la labor que, a nuestro juicio, debe desarrollar en las actuales circunstancias el que quiere “iluminar” al mundo, la misión del intelectual católico. Porque se trata de una función “iluminatoria”. Parece propio de la inteligencia iluminar donde imperan las tinieblas. Y si esta función ha sido siempre necesaria, hoy lo es más que nunca ya que las tinieblas se han espesado. En el fondo no es otra cosa que una participación en la tarea iluminante de Aquel que dijo: “Yo soy la luz”, “he venido a traer la luz del mundo”. La luz sobrenatural, pero también, en cierto modo, la natural. Donde hay luz, allí en última instancia está Cristo, la luz del mundo.
¿Y cuáles son los ámbitos que el intelectual católico deberá iluminar con
su presencia y, sobre todo, con su sabiduría?
Ante todo el ámbito de la filosofía. En el campo de la filosofía, el
proceso de decadencia al que antes hemos aludido, se ha hecho más evidente que
en ningún otro terreno. El intelectual católico deberá conocer lo mejor posible
las distintas corrientes filosóficas que, partiendo de Descartes, han culminado
en el marxismo y el Nuevo Orden Mundial globalista. Pero deberá conocer mucho
mejor aún la filosofía perenne, que encuentra una magnífica concreción en el
pensamiento de S. Tomás. Tal será su punto de referencia, que le permitirá
pronunciar un “juicio” sobre toda filosofía que se aparte del recto camino hacia
el ser. Nada más lejos del eclecticismo que esta posición. Sabemos bien que en
la universidad el joven se forma en el conocimiento de las diversas filosofías,
no asignándoles más valor que el de su aparición cronológica. El filósofo
cristiano no puede ser un mero espectador del devenir filosófico, ni un
coqueteador de las filosofías en boga; debe ser un enamorado del ser, del ser
natural y del Ser sobrenatural. Su oficio no consistirá sólo en “conocer”
diversas filosofías sino “juzgarlas” desde el punto de vista inconmovible de la
verdad no solo conocida sino saboreada. Su oficio no consistirá tampoco en una
repetición mecánica de la ortodoxia escolástica, sino que valiéndose de la
vigencia perenne de sus principios, sabrá iluminar la realidad del hombre de hoy
y responder a sus acuciantes problemas. Es más importante saber responder las
objeciones de Marcuse o de Gramsci que las de Durando o de Abelardo.
Otra rama de la cultura la constituye el mundo del derecho. Las épocas de
plenitud cultural supieron distinguir el derecho divino, el derecho natural y el
derecho positivo. Tras negarse el derecho divino, los hombres pretendieron
establecer justicia en base al derecho natural y positivo. En un paso ulterior
sólo quedó el derecho positivo, ya que se afirmó lisa y llanamente la
inexistencia de todo derecho anclado en la naturaleza humana. Hoy asistimos a la
negación del mismo derecho positivo. Sólo queda el derecho del más fuerte. El
papel del jurista católico es pues ingente en medio de la sociedad, debiendo
remontar de manera inversa los jalones de la destrucción. Será menester recrear
todo el derecho positivo, anclándolo en el derecho natural, y éste entendiéndolo
como participación en el hombre del derecho divino. Sólo así la sociedad volverá
a encontrar la jurisprudencia que merece.
El intelectual católico deberá asimismo iluminar el campo de las ciencias.
Campo especialmente privilegiado por los enemigos de Cristo y de la Iglesia. No
en vano numerosos exponentes del proceso destructivo proclaman un “materialismo
científico”. Será preciso volver a ubicar este campo del conocimiento en su
verdadero lugar, en dependencia de Aquel que es el comienzo y el fin de toda ley
física, de toda propiedad química. Einstein, nada menos, llegó a sostener que
“la ciencia sin la religión está renga, y la religión sin la ciencia es ciega…Yo
no estoy interesado en este o en otro fenómeno, ni en el espectro de un elemento
químico. Quiero conocer el pensamiento de Dios; lo demás es un detalle”. Si el
universo canta la gloria de su Creador, si este mundo, con sus leyes admirables
es, al decir de S. Agustín, “el gran poema del inefable modulador”, tocará al
científico católico hacer cantar a la ciencia un cántico siempre nuevo. Los
descubrimientos científicos ya no constituirán pretendidos argumentos contra la
fe, sino un trampolín hacia Dios, en continuidad con la visión que nos ofrece la
Sagrada Escritura despertando en nosotros la admiración por el orden, la
hermosura y la sabiduría que resplandecen en la creación.
Otro campo que el intelectual católico tendrá que iluminar es de la
política. Este ámbito de la actividad humana – y cuán humana – está
evidentemente herido. La expresión misma ha acabado por convertirse en sinónimo
de acomodo, de latrocinio, de inmoralidad. Pero en sí la política tiene toda la
nobleza que corresponde a una de las más elevadas actividades del hombre, e
incluso puede dar ocasión de practicar lo que Pío XI llamaba “la caridad
política”; nos atreveríamos a decir que, bien entendida, es una de las forma más
altas de caridad que el cristiano puede ejercitar en el orden temporal. Caridad
política porque el gobernante católico, al procurar a sus súbditos el bienestar
temporal, pone en cierta manera las bases naturales de su destino trascendente,
y así el ciudadano, sin enzarzarse en los bienes de la tierra, no pierde de
vista su fin esjatológico. Es evidente que el hombre puede salvarse aun cuando
viva bajo un régimen de terror, bajo el régimen del Anticristo. Pero en ese caso
su salvación se hará extremadamente difícil, altamente heroica. En cambio,
cuando un gobierno se aboca a la consecución del bien común, no sólo cuida
directamente de la felicidad terrena de sus súbditos, sino que de algún modo
facilita, aun cuando indirectamente, su salvación eterna. Iluminar, pues este
campo tan entenebrecido, explicar lo que se ha llamado “la concepción católica
de la política” es otro de los objetos de especulación del intelectual
católico.
Un ámbito privilegiado para la actuación del católico militante es sin duda
el de la educación. El hecho de que los enemigos de Cristo, de la Iglesia y de
la Patria dediquen tantos esfuerzos a este menester nos muestra, por la astucia
que tan bien caracteriza a los perversos, la importancia del mismo. Urge una
investigación teórica y concreta acerca de lo que es la educación, sus fines,
sus medios, lo que debe ser un colegio, una Universidad. Gracias a Dios en los
últimos decenios se han escrito notables libros sobre el tema, obras que honran
el nivel alcanzado por la cultura católica Argentina. Sin embargo se trata de un
trabajo nunca terminado. El Santo Padre, y en América Hispana el documento de
Puebla, exhortan una y otra vez a lo que denominan “la evangelización de la
cultura”. Más importante quizá que la toma del poder – anhelo que los que se
dedican a la política deben tener como sustancial – es la toma de la cultura.
Entendemos esta palabra en un sentido amplio, incluyendo los medios de
comunicación, que quieras que no, van haciendo el modo de pensar de los
argentinos. Creemos que en este ramo se necesita, como quizás en ningún otro,
espíritu e imaginación creadores. Hay que hacer buenos colegios, buenas
Universidades, buenas revistas de cultura, grupos de sólida
formación.
Interesa asimismo atender al campo del arte. Bajo este nombre encerramos todo lo que comúnmente se entiende por “bellas artes”, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura, es decir aquellas manifestaciones humanas que dicen tener relación con lo que a veces se denomina “estética”. He aquí otro campo ambicionado por el enemigo. Las artes, que de por sí no deberían ser sino el esplendor de la verdad, se han visto trágicamente heridas y bastardeadas. Asistimos al espectáculo de una pintura que encierra al hombre en su subjetividad, lo oniriza, lo destruye. Conocemos una literatura que no sólo atenta contra la belleza del idioma sino también contra la verdad ética y a fortiori la metafísica. Llegan asimismo cotidianamente a nuestros oídos los sonidos de una música desfalleciente. Porque no hay que olvidar que la música hace al hombre. Los diversos tipos de música hacen los distintos tipos de hombre: el hombre sensual, el hombre materialista, el hombre superficial, el hombre erótico, el hombre virtuoso. Hoy, más que nunca, hoy cuando la música parece rendir culto a la fealdad, al ruido ensordecedor que hace prácticamente imposible todo intento de vida interior, se impone la aparición de músicos católicos, capaces de transmitir no sólo el sentido de las armonías sensibles, sino también el sentido de las verdades profundas, sobre todo las que dicen relación con el misterio, y esto no sólo en el ámbito de la música profana sino también en el herido mundo de la música sacra. Necesitamos la aparición de músicos, de pintores, de escultores marcados por la impronta católica, que está hecha de fidelidad al ser y a la gracia. A través de ellos el arte logrará irradiar, a través de lo sensible, el esplendor de la verdad.
Interesa asimismo atender al campo del arte. Bajo este nombre encerramos todo lo que comúnmente se entiende por “bellas artes”, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura, es decir aquellas manifestaciones humanas que dicen tener relación con lo que a veces se denomina “estética”. He aquí otro campo ambicionado por el enemigo. Las artes, que de por sí no deberían ser sino el esplendor de la verdad, se han visto trágicamente heridas y bastardeadas. Asistimos al espectáculo de una pintura que encierra al hombre en su subjetividad, lo oniriza, lo destruye. Conocemos una literatura que no sólo atenta contra la belleza del idioma sino también contra la verdad ética y a fortiori la metafísica. Llegan asimismo cotidianamente a nuestros oídos los sonidos de una música desfalleciente. Porque no hay que olvidar que la música hace al hombre. Los diversos tipos de música hacen los distintos tipos de hombre: el hombre sensual, el hombre materialista, el hombre superficial, el hombre erótico, el hombre virtuoso. Hoy, más que nunca, hoy cuando la música parece rendir culto a la fealdad, al ruido ensordecedor que hace prácticamente imposible todo intento de vida interior, se impone la aparición de músicos católicos, capaces de transmitir no sólo el sentido de las armonías sensibles, sino también el sentido de las verdades profundas, sobre todo las que dicen relación con el misterio, y esto no sólo en el ámbito de la música profana sino también en el herido mundo de la música sacra. Necesitamos la aparición de músicos, de pintores, de escultores marcados por la impronta católica, que está hecha de fidelidad al ser y a la gracia. A través de ellos el arte logrará irradiar, a través de lo sensible, el esplendor de la verdad.
Finalmente, y sin pretender agotar todos los ramos donde debe desplegar sus
talentos el intelectual católico, no podemos dejar de referirnos a la
investigación de la historia. Y en ello nos detendremos algo más que en los
otros campos, porque lo consideramos de especial relevancia. Solamente la
memoria fiel del pasado hace posible el análisis atendible del presente y la
prospectiva seria del futuro. De ahí que, si en algo debe ejercitarse la tarea
iluminante del intelectual católico, lo es en el ámbito de la interpretación de
la historia. Cuántas veces nos hemos encontrado con personas que al considerar
los problemas de nuestro tiempo, lo hacen como si se tratase de problemas de
fresca data, de problemas que acaban de aparecer, y cuyas soluciones les parece
estar consiguientemente al alcance de las manos. Y así erran en los remedios. Si
queremos que nuestra época se nos haga inteligible, es absolutamente necesario
que la ubiquemos sobre el talón de fondo de la historia universal, en ese amplio
abanico que corre del Génesis al Apocalipsis. Los problemas de nuestro tiempo no
acaban de nacer, tienen a sus espaldas un largo período de gestación, a veces de
siglos. En este sentido, cuán provechoso será al militante católico la lectura
de los análisis históricos de Berdiaeff, de Gonzaga de Reynold, de Belloc, de
Solzhenitsyn, y entre nosotros, de Diaz Araujo y Caturelli. Allí vamos a
encontrar la explicación de ese gran proceso de apostasía, abierto a fines de la
Edad Media, proceso que comenzó por la negación de la Iglesia con el
protestantismo, siguió con la negación de Cristo en el deísmo racionalista, y
culminó con el rechazo de Dios mismo en el marxismo ateo. Los problemas de hoy
no han nacido, pues, aquí y ahora, sino que son los colofones, los coletazos de
un largo proceso histórico. De ahí la necesidad de que el intelectual católico
tenga bien estructurada en su mente lo que se ha dado en llamar la “la filosofía
de la historia”, aunque más habría que denominarla “teología de la historia”.
Para esta visión global nada mejor que la meditación de la inmortal obra de S.
Agustín “De Civitate Dei” donde el Santo Doctor desarrolla el devenir histórico
a la luz del conflicto teológico entre dos ciudades, la Ciudad de Dios y la
Ciudad de Satán, la radicada en el amor de Dios hasta el desprecio de sí, y la
fundada en el amor de sí hasta el desprecio de Dios. En esa obra, el Doctor de
Hipona nos ofrece las claves de la historia. Pero se trata de una obra
inconclusa, por las limitaciones insuperables del gran maestro, ya que,
naturalmente, sólo podía analizar el curso de la historia hasta el siglo que
vivió. Toca a nosotros proseguir su tarea, siempre de acuerdo a las claves que
él nos ha ofrecido, pero aplicándolas a los nuevos acontecimientos que se vayan
sucediendo.
Hemos recorrido así, diversos ámbitos donde debe refractarse el trabajo
esclarecedor de quien quiere ser dirigente católico en el campo de la
inteligencia.
La amplitud de la tarea puede suscitar cierto temor. Advertimos que el
mundo de la cultura va por otro lado, que la verdad no es aceptada por la
multitud. Y el complejo mayoritario – de la mitad más uno –, saliendo del cauce
en donde ha cristalizado, que es el de la política electoral, amenaza con
invadir también el campo de los defensores de la verdad. Hoy se va propagando,
peligrosamente, una suerte de escepticismo doctrinal. Se habla de “mi verdad”,
de “tu verdad”, cada uno tiene “su verdad”. El querer afirmar no “mi” verdad ni
“tu” verdad sino “la” verdad es condenarse al ostracismo. Pero no tememos la
soledad: la verdad nunca está sola. La verdad está con el ser, y por tanto con
la verdadera universalidad. Cristo tuvo razón, aun cuando la mitad más uno
prefiriese a Barrabás. Nada es más pernicioso para un intelectual católico que
el deseo de quedar bien con el mundo, diluyendo inconsideradamente la verdad,
retaceando la verdad, aunque lo haga con la intención de que ésta sea aceptada.
“No os hagáis semejantes al mundo, enseña Juan Pablo II, no tratéis de haceros
semejantes al mundo. Lo que debéis hacer es tratar de hacer al mundo semejante a
la Palabra Eterna” (Disc. al IV Cap. General de la Pía Sociedad de San Pablo,
31/3/1980). En última instancia, a la larga, nada atrae tanto como la
integralidad de la verdad, la verdad sin ambages.
Más aún, el intelectual católico deberá estar dispuesto a arrastrar la
animadversión. S. Agustín, ese acuñador de frases inmortales, lo dijo de manera
incisiva: “la verdad engendra el odio”. Es cierto que Cristo, por su gesta
redentora, ha sido amado como nadie lo ha sido en la historia. Pero, al mismo
tiempo, al concentrar en sí, encarnándola, la plenitud de la verdad –“Yo soy la
verdad” – concentró también sobre sí el odio del mundo, del espíritu del mundo,
que no sólo lo llevó a la cruz sino que lo sigue persiguiendo hasta el fin de
los siglos. Y no sólo a Él sino a todos los que quieren afirmar en alto la
verdad; lo persigue a Él en ellos. Persigue el mundo a los que defienden la
verdad porque los ve distintos, y su misma presencia ya constituye una especie
de reproche implícito al mundo. Citemos también aquí unas esclarecedoras
consignas de Juan Pablo II: “Aprended a pensar, a hablar y a actuar según los
principios de la claridad evangélica: Sí, si; no, no. Aprended a llamar blanco a
lo blanco, y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar
pecado al pecado, y no lo llaméis liberación o progreso, aun cuando toda la moda
y la propaganda fuesen contrarias a ello” (Disc. a universitarios de Roma,
26/3/1981).
Quizás la gran misión del intelectual católico de nuestro tiempo sea
mantener íntegro, en medio de un ambiente caótico y subversivo, el patrimonio de
la tradición, la acción de entregar algo en este caso, la antorcha de la cultura
a la próxima generación. No de otra manera obraron los católicos más
clarividentes cuando en los siglos oscuros acaeció la invasión de los bárbaros.
Hoy nuevas oleadas de barbarie se lanzan sobre los restos de la civilización
cristiana. Como otrora en los monasterios, mantengamos viva la llama de la
cultura, aun cuando sea en pequeños cenáculos o grupos de formación, para que
puedan conocerla nuestros hijos y a su vez transmitirla.
En una palabra, se trata de rehacer la Cristiandad, no volviendo, como es
obvio, a los aspectos anecdóticos de la Edad Media, pero sí a los principios que
la gestaron. Se trata de que Cristo reine en la universalidad del orden
temporal. Todos los filones de la cultura deben expresar o reflejar a Cristo, la
Realeza de Cristo. Que la filosofía refleje a Cristo en cuanto sabiduría
encarnada; que las ciencias reflejen a Cristo, perfección de la exactitud; que
la historia refleje a Cristo, Señor de los espacios y de los tiempos; que la
política refleje a Cristo, Soberano de las sociedades y Rey de las naciones; que
la educación refleje a Cristo, supremo Pedagogo; que las artes reflejen a
Cristo, la belleza encarnada. Filosofía, ciencias, historia, política,
educación, arte, tantas maneras de reflejar a Cristo verdad, a Cristo exactitud,
a Cristo Señor de la historia, a Cristo soberano, a Cristo maestro, a Cristo el
más hermoso de los hijos de los hombres.
Aperite portas Redemptori! exclamaba Juan Pablo II. Contribuyamos a que no
quede una sola puerta cerrada, al menos en este mundo de la cultura en que nos
toca actuar. Para que un día sea realmente verdadero aquello de que Cristo ha
llegado a ser todo en todos.
P. Alfredo Sáenz