jueves, noviembre 01, 2012

La Misión del Intelectual Católico Hoy - R. P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ

La Misión del Intelectual Católico Hoy - P. Alfredo Sáenz

La Misión del Intelectual Católico Hoy
R. P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ


Exposición completa del P. Alfredo Sáenz con ocasión del Acto Académico donde la Universidad Católica de La Plata (UCALP) le otorgó el “Doctorado Honoris Causa” – el lunes 22 de Octubre del 2012 –, en reconocimiento por sus aportes a la cultura católica
 
Confrontados a una situación inédita, el católico de hoy, sobre todo el intelectual católico, tiene una misión inédita y debe, por consiguiente, dar una respuesta inédita. Antes de abocarnos al contenido de tal respuesta, no dejará de ser útil un sucinto análisis histórico de las distintas etapas de la cultura, para considerar la diversidad de reacciones que caracterizaron a los católicos.
 
Es indudable que la Edad Media conoció una admirable Weltanschauung, una cosmovisión muy esplendorosa del mundo. Durante esa época, el orden natural y el orden sobrenatural eran, sí, órdenes distintos, pero en modo alguno divorciados. Así como en Cristo la naturaleza humana y la divina se unen en la Persona divina sin dejar de distinguirse, así lo temporal se unió con lo eterno, lo carnal con lo espiritual, lo visible con lo invisible, sin perder cada ámbito su límite de autonomía.
 
El mundo ofreció entonces un espectáculo cultural verdaderamente arquitectónico, catedralicio. La filosofía, por ejemplo, asumiendo todo lo que era valedero en el pensamiento tradicional de Platón, Aristóteles, Plotino, etc., lo injertó en el cosmos de la revelación. Al fin y al cabo aquella tradición no había sido sino una suerte de “preparación evangélica”, como la calificaron lo Padres de la Iglesia. ¿Acaso no decía Clemente de Alejandría: ¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego, como queriendo afirmar que la verdad natural era coherente con la sobrenatural, ya que ambas tenían, en última instancia, a Dios por autor? La arquitectura medieval, concretada tan maravillosamente en las catedrales, románicas y góticas, al tiempo que enseñaba al pueblo a orar en la belleza, insuflaba una nostalgia de la Belleza sustancial. La música, sea la del órgano, sea la de las voces humanas, esa música que rebotaba de arco en arco, llenando los recintos sagrados, no era sino la parte humana de un concierto que reunía los ángeles y los hombres, eco de la armonía trinitaria. La política conoció asimismo en aquélla época uno de sus picos históricos, pudiendo verse en la imagen de San Luis, rey de Francia, la encarnación del gobernante católico, aquel en quien la fe era algo penetrante, algo que imbuía todo el orden temporal cuyo encargo había recibido, en última instancia, del Emperador celeste, de quien era vicario en el orden temporal. La literatura, en sus diversas expresiones, desde los cantares de gesta hasta la Divina Comedia, constituía, en cierto modo, una especie de prolongación de la Sagrada Escritura, en el sentido de que seguía exponiendo el plan de Dios a través de las letras.
 
En fin, un orden temporal empapado de sacralidad. El papel del intelectual católico de entonces no era sino concretar esa visión temporal y trascendente en el marco de las instituciones, que tanto lo ayudaban para dicho cometido.
 
Con la aparición del Evo moderno, poco a poco, las cosas van a ir cambiando, pero en una dirección muy determinada, progresiva y disolvente. La filosofía comienza a abrir caminos desconocidos, adentrando al hombre en una interioridad cada vez más enclaustrada, en un distanciamiento creciente entre la realidad conocida y el sujeto cognoscente, hasta quedar este último encerrado en una total inmanencia; ruptura total del ser y del conocer. El artista, inspirando sus principios en la nueva filosofía, pretendió emular en cierta manera la actividad creadora de Dios, pero no con el espíritu de humildad intelectual que había caracterizado al período medieval, sino con un ímpetu de soberbia y autonomía evidentes; en un largo proceso que comienza, sintomáticamente, con la representación de un hombre desmesurado en su musculatura, como nos legó el por otro lado admirable Renacimiento, llegamos a la destrucción plástica del hombre en Picasso y su ulterior arbitraria reconstrucción, con total independencia del Arquetipo supremo, a cuya imagen y semejanza había sido hecho. La música se lanzó también a un proceso de exaltación del hombre; buscando más “expresarse” que expresar la armonía divina, acabó por destruirse a sí misma, reduciéndose a no ser sino puro ritmo, estruendoso ruido, sin contenido, sin armonía, sin serenidad.
 
La política olvidó sus instancias superiores, la autoridad se desvinculó del poder divino como de su fuente, y se lanzó por las vías de un maquiavelismo creciente hasta llegar a la masificación contemporánea o al esclavismo comunista. La literatura cortó amarras de las Sagradas Letras, desembocando en sus últimas etapas de una poesía sin sentido y una novelística pornográfica.
 
Por supuesto que sería injusto decir que, desde el Renacimiento hasta acá, no ha habido aciertos filosóficos, ni arte ni belleza. Baste para probar lo contrario el admirable Mozart, el sin par Shakespeare, el inmortal Rodin. Lo que queremos decir es que, como lo ha explicado admirablemente Berdiaeff, paso a paso el hombre ha ido transitando del estado orgánico al estado mecánico, es decir se ha ido des-ligando, des-vinculando, abandonando sus ligazones, para hacer, como el hijo pródigo, la experiencia de la libertad. El resultado: apacentar puercos. Porque la buscada “libertad” no era sino un espejismo. Cuando el hombre decidió romper sus lazos naturales y sobrenaturales, no conquistó la libertad sino que se volvió servil, esclavo. Cuando el hombre cae de Dios, decía S. Agustín, cae también de sí mismo. El conjunto de estos hombres “emancipados” constituyen el mundo moderno. Lo que el Magisterio Eclesiástico ha dado en llamar “mundo moderno”, más que una designación cronológica, es una cualificación axiológica para designar a un mundo independiente de Dios y de la verdad. Aquella unión de lo divino y de lo humano, que tan bien caracterizó a la Edad Media, ha desaparecido. Subsiste lo divino, sí, pero acosado, restringido a lugares y tiempos determinados, en una palabra, marginado; subsiste lo humano, sí, pero exaltado, emancipado, hecho absoluto. La unión hipostática se ha roto. Lo que Dios había unido, el hombre lo ha desunido.
     
Si pasamos ahora a la consideración de lo acaecido en nuestra Patria durante la última centuria, en relación con la materia que nos ocupa, debemos señalar que, si bien hemos sufrido las consecuencias de ese pasado decadente, sin embargo se han producido reacciones verdaderamente inteligentes. Entre ellas, no podríamos dejar de nombrar los Cursos de Cultura Católica, donde se intentó dar una respuesta integral a los problemas de nuestro tiempo. El pensamiento de Chesterton, Belloc, el primer Maritain, de Koninck, Garrigou-Lagrange, inspiró ese grupo, integrado por lo mejor de la inteligencia argentina de aquel tiempo, no por pequeño menos influyente. Citemos a Casares, Pico, Bernárdez, Ballester Peña, así como las revistas de gran nivel en las que colaboraron, como Criterio, Ortodoxia, Sol y Luna. Pensamos que esa generación supo dar una respuesta más adecuada al mundo moderno que la que ofreciera la generación anterior, la de Estrada, Goyena y Felix Frías, valiente en sus batallas, pero algo teñida de liberalismo de la época. La reacción de los Cursos fue de veras integral, sin concesión alguna al adversario, sin temor alguno a la impopularidad.
 
Además de los Cursos, y luego de su desaparición, se podría señalar otros intentos de nuclear el pensamiento católico argentino. Por ejemplo, los congresos del Instituto de Promoción Social Argentina, el brillante Primer Congreso Mundial de Filosofía Cristiana (iniciativa del Dr. Alberto Caturelli) que sin duda marcó un punto de referencia inobviable para el que algún día escriba la historia del catolicismo en nuestra Patria; también organizaciones como la UCA, que inició Mons. Derisi, el Ateneo de Cuyo, OIKOS, el Instituto de Filosofía Práctica y revistas varias.
 
A pesar de estos y otros intentos, sin embargo pareciera haber prevalecido en no pocos ambientes católicos, una falsa apertura al mundo, mediante la cual algunos buscaron hacer “simpática” la fe. El católico, en vez de iluminar las tinieblas de nuestra Patria, renunciaba a ser luz y se ponía en el furgón de cola de un tren que parece correr hacia su ruina. El católico, en vez de convertir al mundo, se abría indebidamente al mundo, no para salvarlo sino, si se me permite un dura expresión, para ser salvado por el mundo, ya socialista, ya demoliberal.
 
Quisiéramos señalar también otra falsa actitud de algunos católicos. Por el deseo de dar vitalidad a la fe católica, anhelo loable como el que más, pretendieron propagar un catolicismo divorciado de la doctrina. Lo que importaba no era tanto la doctrina cuanto la vida, o, como se decía con frecuencia, “la vivencia”. Y así se fueron formando diversos grupos de católicos que agotaban su actividad en encuentros, intercambios de experiencias, ruidosas manifestaciones masivas, sin profundizar su fe. Un sacerdote brasileño, experto en grupos juveniles, autor de libros y discos para jóvenes, el P. Zezinho, tras una larga experiencia en esta actitud pastoral, constató dolorido que sus jóvenes: “le habían dado a Cristo el corazón pero no le dieron la cabeza”.
 
Ninguna de estas soluciones es aceptable. Todas estas corrientes – las tercermundistas, las vivencialistas – en última instancia, aceptan el mundo contentándose con agregarse “un suplemento de espíritu”. No es esa la tarea. Tras discernir lo que en el mundo es salvable, y lo que en el mundo es irrescatable, como sería lo informado por “el espíritu del mundo”, el mundo mundano, si se me permite la reiteración, es menester llevar a cabo aquello que el Concilio Vaticano II llama “la consagración del mundo”. Pero antes de bautizar el mundo contemporáneo es menester exorcizarlo de todos sus demonios, porque como dice el mismo Concilio, es deber de los laicos coordinar “sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, cuando incitan al pecado” (Lumen Gentium 36). Pero, como dijimos, tras exorcizar hay que consagrar, ya que, según dice el mismo Concilio: “Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo…para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales” (Apostolicam Actuositatem 7).

Luego de estas ideas introductorias, tratemos de exponer ahora la labor que, a nuestro juicio, debe desarrollar en las actuales circunstancias el que quiere “iluminar” al mundo, la misión del intelectual católico. Porque se trata de una función “iluminatoria”. Parece propio de la inteligencia iluminar donde imperan las tinieblas. Y si esta función ha sido siempre necesaria, hoy lo es más que nunca ya que las tinieblas se han espesado. En el fondo no es otra cosa que una participación en la tarea iluminante de Aquel que dijo: “Yo soy la luz”, “he venido a traer la luz del mundo”. La luz sobrenatural, pero también, en cierto modo, la natural. Donde hay luz, allí en última instancia está Cristo, la luz del mundo.
 
¿Y cuáles son los ámbitos que el intelectual católico deberá iluminar con su presencia y, sobre todo, con su sabiduría?
 
Ante todo el ámbito de la filosofía. En el campo de la filosofía, el proceso de decadencia al que antes hemos aludido, se ha hecho más evidente que en ningún otro terreno. El intelectual católico deberá conocer lo mejor posible las distintas corrientes filosóficas que, partiendo de Descartes, han culminado en el marxismo y el Nuevo Orden Mundial globalista. Pero deberá conocer mucho mejor aún la filosofía perenne, que encuentra una magnífica concreción en el pensamiento de S. Tomás. Tal será su punto de referencia, que le permitirá pronunciar un “juicio” sobre toda filosofía que se aparte del recto camino hacia el ser. Nada más lejos del eclecticismo que esta posición. Sabemos bien que en la universidad el joven se forma en el conocimiento de las diversas filosofías, no asignándoles más valor que el de su aparición cronológica. El filósofo cristiano no puede ser un mero espectador del devenir filosófico, ni un coqueteador de las filosofías en boga; debe ser un enamorado del ser, del ser natural y del Ser sobrenatural. Su oficio no consistirá sólo en “conocer” diversas filosofías sino “juzgarlas” desde el punto de vista inconmovible de la verdad no solo conocida sino saboreada. Su oficio no consistirá tampoco en una repetición mecánica de la ortodoxia escolástica, sino que valiéndose de la vigencia perenne de sus principios, sabrá iluminar la realidad del hombre de hoy y responder a sus acuciantes problemas. Es más importante saber responder las objeciones de Marcuse o de Gramsci que las de Durando o de Abelardo.
 
Otra rama de la cultura la constituye el mundo del derecho. Las épocas de plenitud cultural supieron distinguir el derecho divino, el derecho natural y el derecho positivo. Tras negarse el derecho divino, los hombres pretendieron establecer justicia en base al derecho natural y positivo. En un paso ulterior sólo quedó el derecho positivo, ya que se afirmó lisa y llanamente la inexistencia de todo derecho anclado en la naturaleza humana. Hoy asistimos a la negación del mismo derecho positivo. Sólo queda el derecho del más fuerte. El papel del jurista católico es pues ingente en medio de la sociedad, debiendo remontar de manera inversa los jalones de la destrucción. Será menester recrear todo el derecho positivo, anclándolo en el derecho natural, y éste entendiéndolo como participación en el hombre del derecho divino. Sólo así la sociedad volverá a encontrar la jurisprudencia que merece.
 
El intelectual católico deberá asimismo iluminar el campo de las ciencias. Campo especialmente privilegiado por los enemigos de Cristo y de la Iglesia. No en vano numerosos exponentes del proceso destructivo proclaman un “materialismo científico”. Será preciso volver a ubicar este campo del conocimiento en su verdadero lugar, en dependencia de Aquel que es el comienzo y el fin de toda ley física, de toda propiedad química. Einstein, nada menos, llegó a sostener que “la ciencia sin la religión está renga, y la religión sin la ciencia es ciega…Yo no estoy interesado en este o en otro fenómeno, ni en el espectro de un elemento químico. Quiero conocer el pensamiento de Dios; lo demás es un detalle”. Si el universo canta la gloria de su Creador, si este mundo, con sus leyes admirables es, al decir de S. Agustín, “el gran poema del inefable modulador”, tocará al científico católico hacer cantar a la ciencia un cántico siempre nuevo. Los descubrimientos científicos ya no constituirán pretendidos argumentos contra la fe, sino un trampolín hacia Dios, en continuidad con la visión que nos ofrece la Sagrada Escritura despertando en nosotros la admiración por el orden, la hermosura y la sabiduría que resplandecen en la creación.
 
Otro campo que el intelectual católico tendrá que iluminar es de la política. Este ámbito de la actividad humana – y cuán humana – está evidentemente herido. La expresión misma ha acabado por convertirse en sinónimo de acomodo, de latrocinio, de inmoralidad. Pero en sí la política tiene toda la nobleza que corresponde a una de las más elevadas actividades del hombre, e incluso puede dar ocasión de practicar lo que Pío XI llamaba “la caridad política”; nos atreveríamos a decir que, bien entendida, es una de las forma más altas de caridad que el cristiano puede ejercitar en el orden temporal. Caridad política porque el gobernante católico, al procurar a sus súbditos el bienestar temporal, pone en cierta manera las bases naturales de su destino trascendente, y así el ciudadano, sin enzarzarse en los bienes de la tierra, no pierde de vista su fin esjatológico. Es evidente que el hombre puede salvarse aun cuando viva bajo un régimen de terror, bajo el régimen del Anticristo. Pero en ese caso su salvación se hará extremadamente difícil, altamente heroica. En cambio, cuando un gobierno se aboca a la consecución del bien común, no sólo cuida directamente de la felicidad terrena de sus súbditos, sino que de algún modo facilita, aun cuando indirectamente, su salvación eterna. Iluminar, pues este campo tan entenebrecido, explicar lo que se ha llamado “la concepción católica de la política” es otro de los objetos de especulación del intelectual católico.
 
Un ámbito privilegiado para la actuación del católico militante es sin duda el de la educación. El hecho de que los enemigos de Cristo, de la Iglesia y de la Patria dediquen tantos esfuerzos a este menester nos muestra, por la astucia que tan bien caracteriza a los perversos, la importancia del mismo. Urge una investigación teórica y concreta acerca de lo que es la educación, sus fines, sus medios, lo que debe ser un colegio, una Universidad. Gracias a Dios en los últimos decenios se han escrito notables libros sobre el tema, obras que honran el nivel alcanzado por la cultura católica Argentina. Sin embargo se trata de un trabajo nunca terminado. El Santo Padre, y en América Hispana el documento de Puebla, exhortan una y otra vez a lo que denominan “la evangelización de la cultura”. Más importante quizá que la toma del poder – anhelo que los que se dedican a la política deben tener como sustancial – es la toma de la cultura. Entendemos esta palabra en un sentido amplio, incluyendo los medios de comunicación, que quieras que no, van haciendo el modo de pensar de los argentinos. Creemos que en este ramo se necesita, como quizás en ningún otro, espíritu e imaginación creadores. Hay que hacer buenos colegios, buenas Universidades, buenas revistas de cultura, grupos de sólida formación.

Interesa asimismo atender al campo del arte. Bajo este nombre encerramos todo lo que comúnmente se entiende por “bellas artes”, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura, es decir aquellas manifestaciones humanas que dicen tener relación con lo que a veces se denomina “estética”. He aquí otro campo ambicionado por el enemigo. Las artes, que de por sí no deberían ser sino el esplendor de la verdad, se han visto trágicamente heridas y bastardeadas. Asistimos al espectáculo de una pintura que encierra al hombre en su subjetividad, lo oniriza, lo destruye. Conocemos una literatura que no sólo atenta contra la belleza del idioma sino también contra la verdad ética y a fortiori la metafísica. Llegan asimismo cotidianamente a nuestros oídos los sonidos de una música desfalleciente. Porque no hay que olvidar que la música hace al hombre. Los diversos tipos de música hacen los distintos tipos de hombre: el hombre sensual, el hombre materialista, el hombre superficial, el hombre erótico, el hombre virtuoso. Hoy, más que nunca, hoy cuando la música parece rendir culto a la fealdad, al ruido ensordecedor que hace prácticamente imposible todo intento de vida interior, se impone la aparición de músicos católicos, capaces de transmitir no sólo el sentido de las armonías sensibles, sino también el sentido de las verdades profundas, sobre todo las que dicen relación con el misterio, y esto no sólo en el ámbito de la música profana sino también en el herido mundo de la música sacra. Necesitamos la aparición de músicos, de pintores, de escultores marcados por la impronta católica, que está hecha de fidelidad al ser y a la gracia. A través de ellos el arte logrará irradiar, a través de lo sensible, el esplendor de la verdad.
 
Finalmente, y sin pretender agotar todos los ramos donde debe desplegar sus talentos el intelectual católico, no podemos dejar de referirnos a la investigación de la historia. Y en ello nos detendremos algo más que en los otros campos, porque lo consideramos de especial relevancia. Solamente la memoria fiel del pasado hace posible el análisis atendible del presente y la prospectiva seria del futuro. De ahí que, si en algo debe ejercitarse la tarea iluminante del intelectual católico, lo es en el ámbito de la interpretación de la historia. Cuántas veces nos hemos encontrado con personas que al considerar los problemas de nuestro tiempo, lo hacen como si se tratase de problemas de fresca data, de problemas que acaban de aparecer, y cuyas soluciones les parece estar consiguientemente al alcance de las manos. Y así erran en los remedios. Si queremos que nuestra época se nos haga inteligible, es absolutamente necesario que la ubiquemos sobre el talón de fondo de la historia universal, en ese amplio abanico que corre del Génesis al Apocalipsis. Los problemas de nuestro tiempo no acaban de nacer, tienen a sus espaldas un largo período de gestación, a veces de siglos. En este sentido, cuán provechoso será al militante católico la lectura de los análisis históricos de Berdiaeff, de Gonzaga de Reynold, de Belloc, de Solzhenitsyn, y entre nosotros, de Diaz Araujo y Caturelli. Allí vamos a encontrar la explicación de ese gran proceso de apostasía, abierto a fines de la Edad Media, proceso que comenzó por la negación de la Iglesia con el protestantismo, siguió con la negación de Cristo en el deísmo racionalista, y culminó con el rechazo de Dios mismo en el marxismo ateo. Los problemas de hoy no han nacido, pues, aquí y ahora, sino que son los colofones, los coletazos de un largo proceso histórico. De ahí la necesidad de que el intelectual católico tenga bien estructurada en su mente lo que se ha dado en llamar la “la filosofía de la historia”, aunque más habría que denominarla “teología de la historia”. Para esta visión global nada mejor que la meditación de la inmortal obra de S. Agustín “De Civitate Dei” donde el Santo Doctor desarrolla el devenir histórico a la luz del conflicto teológico entre dos ciudades, la Ciudad de Dios y la Ciudad de Satán, la radicada en el amor de Dios hasta el desprecio de sí, y la fundada en el amor de sí hasta el desprecio de Dios. En esa obra, el Doctor de Hipona nos ofrece las claves de la historia. Pero se trata de una obra inconclusa, por las limitaciones insuperables del gran maestro, ya que, naturalmente, sólo podía analizar el curso de la historia hasta el siglo que vivió. Toca a nosotros proseguir su tarea, siempre de acuerdo a las claves que él nos ha ofrecido, pero aplicándolas a los nuevos acontecimientos que se vayan sucediendo.
 
Hemos recorrido así, diversos ámbitos donde debe refractarse el trabajo esclarecedor de quien quiere ser dirigente católico en el campo de la inteligencia.
 
La amplitud de la tarea puede suscitar cierto temor. Advertimos que el mundo de la cultura va por otro lado, que la verdad no es aceptada por la multitud. Y el complejo mayoritario – de la mitad más uno –, saliendo del cauce en donde ha cristalizado, que es el de la política electoral, amenaza con invadir también el campo de los defensores de la verdad. Hoy se va propagando, peligrosamente, una suerte de escepticismo doctrinal. Se habla de “mi verdad”, de “tu verdad”, cada uno tiene “su verdad”. El querer afirmar no “mi” verdad ni “tu” verdad sino “la” verdad es condenarse al ostracismo. Pero no tememos la soledad: la verdad nunca está sola. La verdad está con el ser, y por tanto con la verdadera universalidad. Cristo tuvo razón, aun cuando la mitad más uno prefiriese a Barrabás. Nada es más pernicioso para un intelectual católico que el deseo de quedar bien con el mundo, diluyendo inconsideradamente la verdad, retaceando la verdad, aunque lo haga con la intención de que ésta sea aceptada. “No os hagáis semejantes al mundo, enseña Juan Pablo II, no tratéis de haceros semejantes al mundo. Lo que debéis hacer es tratar de hacer al mundo semejante a la Palabra Eterna” (Disc. al IV Cap. General de la Pía Sociedad de San Pablo, 31/3/1980). En última instancia, a la larga, nada atrae tanto como la integralidad de la verdad, la verdad sin ambages.
 
Más aún, el intelectual católico deberá estar dispuesto a arrastrar la animadversión. S. Agustín, ese acuñador de frases inmortales, lo dijo de manera incisiva: “la verdad engendra el odio”. Es cierto que Cristo, por su gesta redentora, ha sido amado como nadie lo ha sido en la historia. Pero, al mismo tiempo, al concentrar en sí, encarnándola, la plenitud de la verdad –“Yo soy la verdad” – concentró también sobre sí el odio del mundo, del espíritu del mundo, que no sólo lo llevó a la cruz sino que lo sigue persiguiendo hasta el fin de los siglos. Y no sólo a Él sino a todos los que quieren afirmar en alto la verdad; lo persigue a Él en ellos. Persigue el mundo a los que defienden la verdad porque los ve distintos, y su misma presencia ya constituye una especie de reproche implícito al mundo. Citemos también aquí unas esclarecedoras consignas de Juan Pablo II: “Aprended a pensar, a hablar y a actuar según los principios de la claridad evangélica: Sí, si; no, no. Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméis liberación o progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello” (Disc. a universitarios de Roma, 26/3/1981).
 
Quizás la gran misión del intelectual católico de nuestro tiempo sea mantener íntegro, en medio de un ambiente caótico y subversivo, el patrimonio de la tradición, la acción de entregar algo en este caso, la antorcha de la cultura a la próxima generación. No de otra manera obraron los católicos más clarividentes cuando en los siglos oscuros acaeció la invasión de los bárbaros. Hoy nuevas oleadas de barbarie se lanzan sobre los restos de la civilización cristiana. Como otrora en los monasterios, mantengamos viva la llama de la cultura, aun cuando sea en pequeños cenáculos o grupos de formación, para que puedan conocerla nuestros hijos y a su vez transmitirla.
 
En una palabra, se trata de rehacer la Cristiandad, no volviendo, como es obvio, a los aspectos anecdóticos de la Edad Media, pero sí a los principios que la gestaron. Se trata de que Cristo reine en la universalidad del orden temporal. Todos los filones de la cultura deben expresar o reflejar a Cristo, la Realeza de Cristo. Que la filosofía refleje a Cristo en cuanto sabiduría encarnada; que las ciencias reflejen a Cristo, perfección de la exactitud; que la historia refleje a Cristo, Señor de los espacios y de los tiempos; que la política refleje a Cristo, Soberano de las sociedades y Rey de las naciones; que la educación refleje a Cristo, supremo Pedagogo; que las artes reflejen a Cristo, la belleza encarnada. Filosofía, ciencias, historia, política, educación, arte, tantas maneras de reflejar a Cristo verdad, a Cristo exactitud, a Cristo Señor de la historia, a Cristo soberano, a Cristo maestro, a Cristo el más hermoso de los hijos de los hombres.
 
Aperite portas Redemptori! exclamaba Juan Pablo II. Contribuyamos a que no quede una sola puerta cerrada, al menos en este mundo de la cultura en que nos toca actuar. Para que un día sea realmente verdadero aquello de que Cristo ha llegado a ser todo en todos.
 
 
 
P. Alfredo Sáenz