Ya hay 2.000 militares de EE.UU. caídos en combate en Afganistán
Por The New York Times
La cifra de muertos fue alcanzada este mes. Ben Richards, que peleó en Irak, sufre iguales secuelas que sus compatriotas en el conflicto afgano. Una historia sobre los veteranos y su regreso a casa.
Acción. Soldados de EE.UU. rescatan a un compañero en Helmand, en el sur afgano, el 21 de agosto pasado./reuters
NICHOLAS KRISTOF - 26/08/12
Sería mucho más fácil, dice el mayor Ben Richards, si hubiera perdido una pierna en Irak. En cambio, siente que está perdiendo la razón, o al menos parte de ella. Y si usted quiere entender cómo los Estados Unidos están fallándoles a sus soldados y veteranos de guerra, honrándolos con ceremonias e hipocresía pero traicionándolos en todo lo que más importa, preste atención a la historia de Richards.
Todo esto tiene aún más relieve si se toma en cuenta que, este agosto, Estados Unidos ha superado la barrera de los 2.000 soldados muertos en la guerra de Afganistán, que ya lleva once años. Desde 2008, la mayoría de los caídos fue por atentados con explosivos improvisados, una forma de ataque que provoca el mismo tipo de estrés que Richards sufrió en Irak.
Para empezar nuestra historia, Richards es brillante. (O al menos lo fue.) Habla chino, enseñó en la academia militar de West Point, y sus evaluaciones médicas indican que hasta sus problemas recientes tenía un coeficiente intelectual de 148. Tras graduarse en 2000, recibió magníficas calificaciones. “Es uno de los mejores oficiales militares con los que yo haya trabajado en 13 años de servicio”, consignaba la calificación de un oficial, uno de los muchos documentos personales que compartió conmigo.
Sin embargo el intelecto de Richards exacerba su sufrimiento, porque lo capacita mejor para monitorear su deterioro mental, y las falencias del Ejército que ha venerado desde muchacho.
Los suicidios militares son la medida más descarnada del fracaso de EE.UU. en el cuidado adecuado de quienes los sirvieron en uniforme. Con las guerras en disminución, el país está perdiendo más soldados por suicidio que por el enemigo.
Si se incluyen los veteranos de guerra, la tragedia es más arrasadora. Por cada soldado muerto en combate este año, unos 25 veteranos se quitan la vida ahora.
El presidente Obama dijo que era una ofensa que algunos miembros en servicio y veteranos buscaran ayuda pero no pudieran conseguirla: “Tenemos que hacer mejor las cosas. Esto tiene que ser un trabajo inmediato”. Palabras admirables, pero hasta el momento ni han causado mayor impacto ni han dado consuelo efectivo a quienes llaman a los números telefónicos de prevención del suicidio y se quedan esperando que los atiendan. Los problemas con los servicios de salud mental van mucho más allá del suicidio o los asesinatos ocasionales cometidos por soldados y veteranos. Mucho más comunes son las personas como Richards, que no tiene en mente ninguna clase de violencia pero está no obstante profundamente discapacitado.
Un impactante 45% de quienes prestaron servicios en Irak o Afganistán reclama ahora compensación por daños , en muchos casos psicológicos. El costo financiero va a ser enorme, pero aun así queda reducido por el costo humano.
El mejor momento de Ben Richards en Irak, y retrospectivamente el peor, llegó en 2007. Entonces era capitán y estaba destinado a Baquba. Allí, condujo una iniciativa de cooperar con milicias musulmanas sunnitas locales que habían atacado a los norteamericanos para derrotar a la rama local de Al Qaeda. Fue muy criticado por colaborar con el enemigo. Pero la estrategia funcionó y fue adoptada ampliamente por los militares en Irak. Ese año The New York Times escribió acerca del liderazgo de Richards; el ejército lo promovió y parecía destinado a la grandeza.
Entonces un coche bomba destruyó su vehículo blindado de combate Stryker, causando a Richards una severa conmoción cerebral que lo dejó aturdido y con náuseas durante una semana. Tres semanas más tarde, otra bomba junto a un camino volvió a noquearlo y sufrió una segunda conmoción cerebral , con resultados similares.
Richards, de 36 años, peleó meses contra dolores de cabeza, fatiga, insomnio y accesos de debilidad; una vez se desmayó en medio de un tiroteo . Pese a todo, no buscó asistencia médica. Le parecía que no estaba realmente afectado. “Viniendo de la escala de valores de un ejército”, dice sarcásticamente, “no tienes derecho siquiera a quejarte a menos que hayas perdido las cuatro extremidades.” Su esposa, Farrah, estaba encantada cuando Ben llegó “sano y salvo” de Irak en 2007. Pero casi inmediatamente, dice Farrah, se dio cuenta de que el hombre que volvió a su casa era muy diferente por dentro. “Estaba retraído; se iba al dormitorio y se quedaba horas.” Antes un papá entusiasta, no sabía cómo jugar con sus cuatro hijos de 1 a 14 años. Padecía dolores de cabeza, una fatiga demoledora e insomnio constante. Cuando Farrah se levantaba a la noche, a veces no volvía a la cama por miedo a que su marido pudiera creer que era un enemigo y la atacara. Pasaba el resto de la noche en el sofá. “Hubo un punto en que pensamos separarnos”, dice Richards.
Pero de a poco se hizo notorio que el problema no era que Richards fuese un imbécil. Era que tenía una herida de guerra, una herida invisible . Se dice que el traumatismo craneoencefálico y el estrés post-traumático que le diagnosticaron son las heridas emblemáticas de las guerras de Irak y Afganistán. Esto es en parte debido a la tensión nerviosa derivada de las repetidas expediciones de combate y en parte debido a que ahora el enemigo confía más en las bombas que en los proyectiles . Estos factores sugieren una respuesta a un misterio que continúa: ¿Por qué el suicidio entre soldados y veteranos de guerra es más común ahora? Los suicidios entre los veteranos de Vietnam no eran elevados. Pero esto cambió en la última década, quizá debido al aumento del tiempo que pasan en combate hoy y a lo comunes que son ahora las explosiones en las zonas de guerra.
De los 100 soldados a las órdenes de Richards, unos 90 fueron alcanzados por al menos una explosión de bomba. Sin embargo, pocos recibieron un tratamiento médico considerable o fueron apartados de zonas de riesgo. El propio Richards no fue motivo de un diagnóstico temprano. Ben y Farrah sabían que algo no andaba bien en la cabeza de él. La merma intelectual se hizo más clara cuando el ejército lo envió a la Universidad de Georgetown para que obtuviera un diploma de graduación. El otrora alumno brillante descubrió que su cerebro no funcionaba como debía .
Luego de intentar completar su graduación en Georgetown, Richards se mudó hace dos años a West Point para asumir un cargo en enseñanza. Descubrió que no podía leer más que unas pocas páginas por vez. “Duele, es humillante”, dijo. Al darse cuenta de que no satisfacía las expectativas como instructor, Richards pidió que se lo relevara de sus tareas de enseñanza. “Soy básicamente inútil para trabajar”, dijo.
Ben y Farrah comprendieron que no podían afrontar seguir viviendo cerca de West Point. Así que acaban de mudarse a Iowa para estar cerca de los padres de Farrah. Las tensiones conyugales de la pareja parecen resueltas y Farrah dice que, ahora que entiende que su marido padece una herida de guerra, se ha comprometido a ayudarlo a salir adelante.
Complementando el estrés, los militares y el Departamento de Asuntos de Veteranos están saturados con reclamos de salud mental de los soldados que regresan. Y no se trata sólo de la visión de las tropas sino también del Secretario de Defensa Leon Panetta. “Este sistema va a quedar desbordado”, dijo en una audiencia en el Congreso el mes pasado. Panetta dijo que la “epidemia” de suicidios militares “era uno de los problemas más frustrantes” que ha enfrentado.
Experiencias penosas como la que soportó Richards podrían representar una oportunidad para Mitt Romney, pero éste no las utiliza. Como gobernador y candidato ha tenido una reputación floja entre los veteranos. En cualquier caso, mi interpretación es que la salud mental no es todavía lo prioritaria que debería ser. Los mismos militares que derrochan atención hacia sus jets sin piloto y sus portaaviones parecen subestimar el valor de su gente. Los blindados son reacondicionados, pero los hombres que los utilizan no. El seguro de salud militar no cubre algunos de los tratamientos recomendados para Richards.
Todo esto es imperdonable, pero también es miope. El activo más valioso de los militares no son los tanques, sino los efectivos altamente entrenados que van en ellos. Cuando un soldado queda fuera de combate por conmociones cerebrales reiteradas se desperdician cientos de miles de dólares invertidos en entrenamiento.
Les pregunté a Ben y a Farrah por qué aceptaron contar su historia y divulgar documentación médica y personal, alguna de la cual detalla el deterioro de Ben en un grado poco menos que humillante. “Considero esto como mi deber residual”, contestó él. Piensa que decepcionó a sus soldados al dejarlos volver a combatir después de sufrir contusiones, y quiere compensarlo llamando la atención sobre un sistema que defrauda a tantos soldados y veteranos.
Farrah es mordaz acerca de lo que ve como fracaso del Ejército.
Agrega: “Nuestros dirigentes, políticos y militares, no han sido honestos con la gente sobre el costo de la guerra.” Ambos, Farrah y él, desearían que la herida de Ben fuera más obvia. Si estuviera en una silla de ruedas, los vecinos pensarían de él que es un héroe, en lugar de quizás un chiflado perezoso.
“Cambiaría una pierna por esto en un instante” , dijo Ben. “Si hubiera perdido una pierna, podría haber seguido en el Ejército. Eso es todo lo que quiero hacer.” Hizo un balance de su futuro: “Resulta un fracaso”.
Al hablar con franqueza brutal sobre su lesión y su decadencia, el mayor Ben Richards da un ejemplo de coraje y liderazgo. No es mercadería dañada, sino un héroe. Quizá, si nuestros líderes están prestando atención, uno de los últimos sueños que le quedan a Richards sea alcanzable todavía: que su historia ayude a ganar un tratamiento mejor para muchos otros como él.