La conversión de León Tolstoi
León Tolstoi, uno de los grandes novelistas de todos los 
tiempos, confesaba al principio de su existencia: “Mi vida es una broma 
estúpida y cruel que alguien me ha gastado”.
La profunda desazón del autor de Guerra y Paz, tras recorrer
 infructuosamente los bosques del conocimiento humano (ciencias, 
filosofía y artes) en busca de una explicación a su existencia, a punto 
estuvo de conducirle inexorablemente al suicidio en el cenit de su vida,
 cuando ya era rico y célebre en todo el mundo.
Una antigua fábula oriental contaba la odisea de un viajero 
amenazado en la estepa por una bestia furibunda. Para escapar de ella, 
el hombre saltaba a un pozo y lograba agarrarse a las ramas de un 
arbusto salvaje que crecía entre las grietas. Pero los brazos empezaban a
 debilitarse y él sabía que en algún momento caería al abismo de la 
muerte.
Mientras se aferraba a la vida, reparó en que dos ratones 
comenzaban a roer el tronco, siendo consciente de que su destino le 
conduciría finalmente hasta las fauces del dragón.
Entre tanto, el hombre se consolaba lamiendo las gotas de miel que 
hallaba sobre las hojas del arbusto. Pero pronto esa sensación dulce y 
placentera, propia del epicúreo (comer, beber, dormir…), se transformó 
en un amargo regusto incapaz ya de distraerle de su trágico destino: el 
dragón de la muerte.
La razón llevó a Tolstói, en efecto, como a muchos otros hombres, a la conclusión de que la vida era absurda.
Sólo cuando el escritor empezó a mirar hacia arriba, mientras 
permanecía suspendido de las ramas de la vida, logró liberarse del 
miedo.
Sobre su cabeza halló entonces el sustento de una robusta columna. 
Ese pilar salvador no era otro que la fe en Dios; o como la definía el 
propio Tolstoi: “El conocimiento del sentido de la vida humana, gracias 
al cual el hombre no se aniquila, sino que vive”.
Quien se engaña a sí mismo, tarde o temprano acaba desengañándose 
para bien o para mal. Y en España, hoy más que nunca, también es 
necesario Dios.