EEUU  DESDE  TREINTA  AÑOS  ATRAS
            
Parafraseo con gusto a José Antonio Wilde, el autor del encantador  “Buenos Aires desde setenta años atrás”, 
a quien le gustaba que lo llamaran “Güilde” argentinizando su apellido. Y lo 
hago para señalar que si él mostraba con cierto asombro nostálgico el cambio de 
Buenos Aires desde la Gran Aldea a la ciudad cosmopolita,  puedo decir que –en la mitad de tiempo- 
me ha tocado ser testigo del paso de los Estados Unidos de Norteamérica entre un 
país que creía en sí a una región confundida, casi podría decirse que “sin plata 
y sin fe”.
            
Lo que no ha cambiado es Iowa City. Sigue siendo la encantadora pequeña 
ciudad del Medio-Oeste; por lo menos en verano, cuando no se ve invadida por los 
estudiantes universitarios que casi duplican su población durante el año. Un 
pueblo que combina campo y actividad intelectual en una agradable geografía 
ondulada entre el Misissippi y el Missouri, tierra de maíz y chanchos, ahora 
menos dividida a raíz del avance de las grandes compañías que han empujado a 
muchos granjeros a la vecina Coralville. Pero que conserva su aire de tradición 
local, poco contaminado, ordenado, limpio y trabajador.
            
El resto sí ha sufrido notoria modificación. Y, al respecto, así como las 
costumbres veraniegas del Oeste llenan restaurantes y shoppings de clase media 
embobada por el consumo, la caída de la producción de un país que fuera en eso 
ejemplar provoca preocupante vacío. Así pasa en Cleveland (Ohio), ciudad y 
región empobrecidas por la crisis automotriz, donde las antiguas fábricas de 
autopartes son hoy “lofts” de dudoso reciclaje y cuyas autoridades apuestan 
absurdamente a que el gran casino “Horseshoe” sea la herradura de la suerte ante 
una población escasa de trabajo que hace cola para jugar.
            
No es que aquel verano de 1980 haya sido ideal. Los síntomas ya estaban 
pero, desde entonces y como sucede con todas las decadencias, la velocidad del 
desarrollo de la crisis ha ido en singular aumento. Es verdad, fue entonces en 
Chicago donde vi –y fotografié asombrado- gente revolviendo los tachos de 
basura, fue entonces donde –en pleno Boston Common- vi tipos durmiendo en la 
plaza literalmente bañados por su propia orina, todas cosas inimaginables en el 
Buenos Aires de esos días y masiva realidad nuestra de hoy. Pero aquello era el 
fenómeno marginal de una sociedad todavía llena de pujanza, que todavía creía en 
sí. Esto es lo que ha cambiado.
            
Los políticos ya constituían un centro de críticas en esos años y, de 
hecho, la palabra “politician” era sinónimo de “poco creíble” en el lenguaje 
común. Pero el norteamericano medio todavía creía en “la administración”, una 
especie de poder independiente de los cambios partidarios, una burocracia 
perfecta y absolutamente confiable sobre la cual podían dejar descansar su 
futuro. Eso cambió después de los desplomes financieros de Lehman Brothers 
representa como ninguno. Y si bien el deterioro no llega ni de casualidad al 
grado de irresponsabilidad de la nuestra –que, simplificando, nació y murió 
durante la primera mitad del siglo XX-, la administración pública norteamericana 
es una más y, encima, paranoica después de las incógnitas para nada respondidas 
de la caída de las Torres Gemelas.
            
Obama contribuye. Ni los propios creen que sea serio. Al punto de que 
frente a él pueda crecer un candidato republicano con tan poca gracia. Pero 
Obama está hecho a la medida de lo dueños del mundo. Con ellos aceptó el 
fabuloso rescate de la crisis norteamericana, que fue a parar a los Bancos. Con 
ellos empuja el rescate de Europa, que va a ir a parar a los Bancos y contra 
Alemania, engrosando la dependencia a través de más deuda que reduzca la 
libertad de las naciones. Y Obama está dando un paso decisivo universalizando en 
su país el aborto, la contracepción y la manipulación humanas –y haciéndosela 
pagar a todo el mundo, incluso a los católicos y a las instituciones católicas 
disidentes- por medio del “Obamacare”, un seguro universal de salud –privado- 
que será obligatorio para todos los contribuyentes y el fisco pagará a los que 
no trabajan.
            
Para el norteamericano tradicional –uno ya no diría “medio” porque 
alrededor de la mitad del país vive subsidiada- ese tipo de invento no puede 
contribuir a la confianza. Y esa clase de norteamericano, que hizo un país 
pujante trabajando y creyendo, ha dejado de creer. Ve crecer a China y piensa 
que se le va tornando inalcanzable, más allá de que entienda o no si el capital 
que la impulsa es el mismo que los globaliza a ellos. Mira hacia adelante y ve 
un 2050 lejos de la primacía de EEUU a la que estaba 
acostumbrado.
            
A la vez, no encuentra la solución en un sistema que le pone por delante 
una política no demasiado distinta a la que conduce nuestra cada vez más 
pelirroja y redondita presidente. No en vano, inteligentes argentinos que viven 
entre los norteamericanos desde aquellos añorados años ochenta, dicen que Obama 
es otro “Cristino”.