REFLEXIONES A 30 AÑOS DE LA GESTA DEL ATLÁNTICO SUR
El 30° aniversario de la gloriosa gesta malvinera se prestó, con las excepciones del caso, para que algunos hicieran politiquería barata y otros persistieran en su afán desmalvinizador. En primer lugar, resulta muy contradictorio y poco creíble que un gobierno que terminó de liquidar el aparato de defensa y que instaló en esta área y en la de la seguridad a personajes identificados con la ideología de los “derechos humanos” –y por lo tanto subordinados a poderes supranacionales–, pretenda erigirse en defensor de la soberanía, encabezado por una presidente que no perdió oportunidad de bastardear la gesta del 2 de abril de 1982, haciendo alarde de haber dado la espalda a la inmensa mayoría del pueblo argentino al no concurrir a la plaza del 2 de abril –cuando los argentinos se unieron en forma espontánea, sin subsidios de por medio, para celebrar la recuperación de las Islas–, pero sí a la del 14 de junio, no precisamente para estar con los que se oponían a la rendición, sino del lado de los que querían la paz a cualquier precio. De este mismo pacifismo hizo gala por estos días de “reivindicaciones territoriales”, apelando quizás a la bondad natural del hombre –y de los ingleses, nada menos–, o a la “justicia” imperante en el mundo, con organismos como la ONU, mientras fronteras adentro se encargó como nadie de fomentar la discordia y la descomposición de la sociedad, mediante la sanción de leyes aberrantes y el acomodamiento de jueces garantistas. Para colmo, esta mujer ¿peronista? nos hizo saber que el liberal y gorila general Rattenbach fue un soldado del ejército sanmartiniano; aunque después pretendió excusarse, diciendo que su padre también había sido antiperonista, pero como el mencionado general, nunca desapareció a nadie. Como si con esto solo bastase para ser una persona honrada.
Igual de lamentables fueron las palabras, por ejemplo, del Ministro de Cultura y Comunicación de Entre Ríos, Pedro Báez, que habló de “aventura bélica”, de “un gobierno al servicio de otros intereses que no eran los nacionales” –y el actual, al que usted está alineado, ni le cuento–, de “un general que tomaba demasiado”, y por supuesto, de que “volveremos a Malvinas por el camino más coherente, porque nos asisten el derecho y la justicia”; debiéndose entender con esto último, y en sintonía con los dichos de la presidente, la renuncia al empleo legítimo de la fuerza, y la confianza ciega depositada en las gestiones ante los organismos internacionales y las potencias imperialistas. Que carcajada largarían los ingleses, de escuchar imbecilidades como las que dijo que este hombre.
Entre los ex-combatientes también está instalada la división. Así, mientras por un lado la presidente anunciaba la presencia de algunos de éstos en la casa de gobierno, al anunciar la desclasificación del ya conocido y antinacional Informe Rattenbach, otro grupo, en las afueras, zamarreaba al cipayo Díaz Bancalari. Entre los primeros seguramente se contaban los del CECIM de La Plata, quienes en su momento solicitaron nada menos que el retiro de un cuadro del capitán Giachino del Concejo Deliberante de Mar del Plata. Es evidente que en ellos ya no anida el espíritu malvinero; se han vendido por las migajas que les tira un gobierno tan desmalvinizador como todos los que se sucedieron desde 1982 a la fecha. Recordemos que en el desfile del llamado “bicentenario” no estuvieron los veteranos de guerra –solo un pequeño grupo de ellos que se metió repentinamente, ante el asombro de dos de los grandes responsables de la inseguridad y la indefensión en la Argentina, como Nilda Garré y Aníbal Fernández–, pero sí otras expresiones nauseabundas que ni vale la pena recordar.
En cuanto al tratamiento por parte de los medios, no cabía esperar, en general, nada sensato. Tal el caso, por ejemplo, de esos dos verdaderos canallas llamados Víctor Hugo Morales y Eduardo Aliverti. El siempre muy bien agazapado francotirador uruguayo se encargó, en su programa por uno de los canales de aire, de denostar la gloriosa gesta con dos ex –en todo el sentido de la palabra– combatientes como invitados, quienes no hicieron más que hablar sobre el frío y el hambre sufridos, más la discriminación por su condición de judíos; todo matizado con pasajes de la no menos canallesca película Iluminados por el fuego. Que otra cosa iba a hacer este personaje un tanto desmemoriado –más allá de su adhesión incondicional a la llamada semana de la memoria–, a quien parece se le olvida que en el año 1978 fueron los militares –ante una prohibición de la Asociación Uruguaya de Fútbol– los que le restituyeron su libertad de trabajo. En 1981 recaló en nuestro país, pero no precisamente como exiliado político, sino para satisfacer mejor su insaciable afán de lucro. En cuanto al segundo, justificador de los crímenes del Che Guevara con el argumento de que una revolución sin la eliminación física de opositores a gran escala no es tal, dijo por ahí que la victoria argentina en 1982, de haberse dado, hubiese sido el triunfo del fascismo, por lo tanto menos mal que se perdió. Un cipayo miserable este individuo, que ahora cacarea de lo lindo, pero bien que en su momento se calló la boca, limitándose, como él mismo dijera, a jugar con los “silencios”, el “doble sentido” y otras bobadas. Cuanto “compromiso” en este sujeto, que además parece entender por fascismo todo lo que no huela a zurdo. En esta misma línea estuvieron, por mencionar algunos, los programas producidos por otro personaje especialista en volteretas, el hoy ultra-oficialista Diego Gvirtz, con su impresentable plantel de conductores y panelistas, verdadero amasijo de panqueques y veletas.
Que decir de los “intelectuales”, como Marcos Aguinis, quien a su característico odio a la fe católica le suma su patológico análisis del 2 de abril, “un día trágico que no se debe celebrar”, según sus palabras, y su no menos enfermiza conclusión de que el nacionalismo es la enfermedad de la patria; o los del zurdaje opositor nucleados en ese asqueroso rejunte llamado Grupo de los 17 –Lanata, Walger, Eliaschev, Sarlo, Sabsay, Iglesias y Sebreli, entre otros–, para quienes tendrían derecho a la autodeterminación los Kelpers, individuos trasplantados por los usurpadores ingleses.
En síntesis, el imperialismo tiene a sus mejores aliados en todas estas expresiones. Aunque sientan repugnancia por la heroica empresa de recuperación de las Islas –sellada con la sangre del ilustre capitán Pedro Giachino–, sepan que el Operativo Rosario no fue producto de locura ni de borrachera, ni del propósito de un gobierno por perpetuarse en el poder, sino verdadero y concreto acto de soberanía –para lo cual no importa el origen del gobierno circunstancial, ¿o acaso en las gloriosas epopeyas de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires y del combate de la Vuelta de Obligado, teníamos gobiernos elegidos por la “voluntad popular”?–; hazaña que, al menos por ahora, ni en sueños es posible repetir, debido a la incapacidad intrínseca de la partidocracia para emprender acciones de este tipo. El ejercito sanmartiniano no lo constituyen personajes de cuño liberal-masónico, como Rattenbach, Lanusse, Balza o el que se subió a un banquito para descolgar cuadros, por citar algunos, sino los Giachino y Cisnero, Büsser y Seineldín, Estévez y Silva, Robacio y Poltronieri, Verdes y Fernández Cutiellos, Larrabure e Ibarzábal, Hermindo Luna y los hermanos Tadía, y todos los que pelearon por Dios y por la Patria en las ciudades y en los montes contra la subversión apátrida, y en la turba malvinera contra el gringo pirata y hereje.
¡Honor y gloria a los combatientes de las guerras justas contra el marxismo y el imperialismo anglosajón! ¡Malvinas volveremos! ¡Malvinas venceremos! ¡Viva la Patria!
Lorenzo Guidobono