La similitud de
ideas en numerosos asuntos, un conjunto de amigos comunes y el verdadero aprecio
intelectual, me obligan a aclarar que mis puntos de vista sobre esta obra no
deberían en nada mellar el afecto que me liga al autor.
Dos evidencias deben preceder
a la consideración de esta documentada obra que aparece poco antes de cumplirse
30 años del intento argentino por recuperar las Malvinas:
1.
Las Malvinas de
ninguna manera son las rocas perdidas de las que se nos ha hablado con
frecuencia. Se trata de islas de creciente valor estratégico y hasta –al menos
por lo que deja traslucir ese oscuro mundo de la explotación mineral- de muy
importante valor económico.
2.
La Argentina,
nación emblemáticamente odiada por la “cultura” de los años ochenta,
hubiera hoy sido muy otra de haber reasumido el control de las islas. Occidente
hubiera podido cambiar también.
De no tener en
cuenta estas premisas difícilmente pueda entenderse lo que sucedió luego de
1982, parte de lo cual se entresaca de lo relatado por Juan
Bautista Yofre.
Un
abismo que confunde
Que la Junta
militar llegada al poder a fines de 1981 había recibido un guiño de apoyo de los
Estados Unidos, basado en su cooperación para transmitir experiencias y
perseguir guerrilleros terroristas en Centroamérica, al cabo de los buenos
resultados de la lucha armada aquí, no es novedad. No lo es, ni lo fue
entonces.
A comienzos de
1982 era “vox populi” que Galtieri había sido calificado como
“general majestuoso” en el país del
Norte. Por otro lado, para quienes teníamos –aunque más no fuese por razones
familiares- alguna información, estaba el dato de que probablemente la Argentina
consiguiera la devolución de las Malvinas a través de un complejo
enroque (en teoría incluía a EEUU, Inglaterra, Chile y el Vaticano) destinado a
proteger al Atlántico Sur frente a la todavía pujante estrategia comunista.
Mientras tanto, los nacionalistas seguíamos oponiéndonos desde cada publicación
y cada tribuna a la ceguera socio-económica y política del ridículamente
autodenominado “Proceso”. Y para que no quepan
dudas sobre nuestro punto de vista, me permito traer la cita que hacía Clarín mucho antes de la Guerra:
“Finalmente, en un análisis firmado por Hugo
Esteva, la revista ‘Cabildo’ dice que ‘al cabo de tres años es el propio
‘Proceso’ quien anuncia su ruptura. Porque no de otro modo cabe entender esta
fatiga que va convergiendo hacia la convocatoria política”. (Clarín,
28/VI/1979, pág. 8).
El país –donde,
sin embargo, se vivía mucho mejor que hoy consumiendo menos- no encontraba su
rumbo dado que, una vez más, las autoridades militares chocaban contra la pared
de su propia educación liberal que las cegaba. Pero de ahí a decir que hicieron
la guerra de las Malvinas sólo o principalmente para
resolver sus problemas de política interna, hay un abismo. Un abismo que
confunde.
Desgraciadamente,
esa es la tesis que sostiene el libro de Yofre y la que defendió el autor en
entrevistas mediáticas posteriores a su
publicación.
Omisiones
La información
que atraviesa las páginas de “1982” es rica y privilegiada. En
muchos casos, aunque se refiera a situaciones generalmente bien conocidas por
quienes fuimos contemporáneos, brinda valiosa precisión. Servirá para ubicar a
muchos de los protagonistas y para enterarse acerca de la posición de otros de
la segunda línea. Enaltecedora y no muy conocida fue, por ejemplo, la patriótica
actitud de Carlos Contín, ex dirigente radical
y ex gobernador de Entre Ríos, que este estudio señala. Sin embargo, hay
llamativas omisiones, difíciles de explicar en una obra que quiere ser
abarcadora.
Al respecto,
intriga imaginar por qué en la descripción inicial de la situación política
previa al conflicto bélico no hay referencias profundas a las pretensiones
político-partidistas del general Viola, que en gran medida
desencadenaron su reemplazo por Galtieri y explican su postura
cuando menos reticente respecto de la guerra. Fue bien conocido su intento “institucionalizador” (‘una forma de expresión va a tener la
ciudadanía’ según lo cita Clarín, 28/VI/1979, pág. 8) girando alrededor de
los radicales, que pretendía soslayar al peronismo desplazado por el golpe
militar. Y, para sacarlo del mero plano de los trascendidos periodísticos de la
época, me constan personalmente sus reuniones con dirigentes no sólo
correligionarios, sino de todo lo que se llamaría “centroderecha”, en la ciudad de
Concordia, de donde provenía la económicamente poderosa familia de su
mujer.
La otra
coincidente gran ausencia es la de la conspiración opositora en la embajada
norteamericana: “El embajador Harry Shlaudeman es ahora el
centro de la polémica, con motivo de unas reuniones mantenidas con miembros de
la oposición a la Junta Militar así como con ex funcionarios del gobierno del ex
presidente Roberto E. Viola” (La Razón, 18/V/1982, pág. 1). Y la de la
también coincidente propuesta de Raúl Ricardo Alfonsín de aprovechar
la volada para reemplazar al gobierno militar por otro presidido por Arturo Illia - el entonces sí viejo
Illia- que ya estaba gravemente
enfermo y murió poco después. Bajo el título “Illia descarta un gabinete de coalición y
piensa en una ‘gran fuerza civil’” (La Prensa, 21/V/ 1982, pág. 4) se
destacaba: “El dirigente radical Raúl Alfonsín ratificó
ayer su propuesta de un gobierno civil de transición hacia la democracia…
encabezado por una persona de trayectoria ejemplar… y cuya edad no le haga
sospechoso de estar edificando una carrera política propia”. Todo esto
en plena guerra.
Felizmente no
todo el radicalismo fue así de cipayo y, en el mismo artículo, se transmite que
Enrique Vanoli había sostenido que
“cuando el país está empeñado en una guerra
contra el colonialismo, no puede haber fricciones y el frente interno argentino
debe seguir unido en esta lucha… No puede ser que mientras nuestros soldados
están defendiendo la soberanía, nos pongamos en discusiones que por el momento
no tienen relevancia”. En cambio, el socialista Simón Lázara (íntimo amigo de Alfonsín y ambos
reconocidos como masones por la Logia Independencia, en un aviso del diario
Clarín del 2 de abril de 2009, Pág. 7; ver Patria Argentina, “Poder Secreto y en las sombras”; abril
de 2009; Nº 254; Pág. 8), el democristiano Angel Bruno y el intransigente Raúl
Rabanaque Caballero, coincidieron –palabras más, palabras menos- en
provocar el cambio de gobierno y volver a la partidocracia. Justo es recordar
que entonces Angel Robledo, dirigente
justicialista y ex ministro del interior del gobierno derrocado por el Proceso,
se pronunció contra el intento radical. Y que, en esos mismos días, jóvenes
peronistas (Mario Gurioli y Daniel Adrogué, entre otros)
invitaban a una misa por los soldados en lucha.
En fin, la trama
de Alfonsín que aquí apenas insinuamos,
la del principal beneficiario del triunfo inglés que nos trajo la “democracia”, la del que se dio el
lujo de llamar “carro atmosférico” al intento
soberano, no aparece con claridad en el libro de Yofre. Porque seguramente no ha sido
vano que, el mismo día en que dos meses después de la derrota nosotros
realizáramos un gran acto público “Contra la rendición”, la Juventud
Radical instrumentada por el futuro presidente ensuciase con aerosol el frente
del Colegio Nacional de Buenos Aires reclamando “Democracia” (La Prensa,
14/VIII/1982, pág. 4).
Por lo demás,
luego de treinta años, con páginas y páginas de ambos bandos que lo señalan,
tampoco se habla de lo decisivo del apoyo bélico norteamericano a Inglaterra
que, por entonces y por ejemplo, reconocía el propio secretario de medio
ambiente inglés, Michael Heseltine, en la Cámara
Norteamericana de Comercio, puntualizando: “Sé
que todos mis colegas en el gobierno desean que ustedes, representantes de los
Estados Unidos en este país, sepan la gratitud que sentimos por el destacado
apoyo que nos han dado en las últimas semanas” (La Prensa, 18/VI/1982,
pág. 3). Apoyo evidenciado en la provisión de material de guerra, combustible e
inteligencia, como lo testimonia el autor Nigel West en su libro “La
guerra secreta por las Malvinas” (Ed. Sudamericana; 1997; pág 98). Entre
ellos la entrega inmediata en la isla Ascensión de combustible de aviación y de
los misiles aire-aire ALM-9L Sidewinder, que permitían trabar combate con
aeronaves enemigas en posición frontal y resultaban imposibles de neutralizar
por las fuerzas argentinas.
Para no hablar
de la información entregada. Ni hablar del “entretenimiento” que significó toda
la misión Haig, que se contempla con
incomprensible criterio “diplomático” en “1982”, cuando se trató en realidad
de una demora sólo útil a la necesidad británica de armarse. Pero además –y si
uno lo sabe de boca de la madre de un “boina verde” (Ver “Así nació nuestra democracia”, Patria
Argentina de julio 2011; Nº 279; Pág. 9) un trabajo que pretende perdurar
como documento hubiera tenido la obligación de referirse a este asunto- ni
hablar de que fueron esas tropas de élite norteamericanas las que “entraron y salieron” antes, para
preparar el desembarco inglés en Malvinas.
O del posible
desembarco, tampoco aclarado, de tropas británicas desde un pretendido “buque hospital” (La Prensa,
28/V/1982, pág. 1). O del plan de EE.UU. para derrocar al gobierno de Galtieri denunciado en Perú
(La Prensa, 24/IV/1982).
En síntesis, una
serie de ausencias que sesgan el juicio histórico acerca de lo que
pasó.
Significado
No se trata aquí
de escribir un tratado paralelo ni de reemplazar a lo tanto que se ha dicho
sobre nuestra guerra. Lo que sí se quiere es poner énfasis en que una obra
documentada como “1982” no puede caer en la misma
síntesis que la hecha hoy por el gobierno de Cristina Kirchner, también
beneficiario de la derrota, quien –el pez por la boca muere- acaba de
aclarar en qué bando estaba entonces (ver
recuadro). Una obra así no puede soslayar que fue en realidad Estados Unidos
quien probablemente planeó pero seguramente ganó la guerra. Que fue la “democracia del Norte” la que
planteó nuestra post-guerra (“Washington vería con agrado la designación
de Bignone” en La Prensa, 24/VI/1982, pág. 1) y la que apoyó el retorno
a nuestra “democracia”, con Derechos Humanos exclusivos para los
guerrilleros incluidos. Porque Inglaterra no fue la única en la
guerra de Malvinas y, si no se ve eso, no se entiende
nada.
Así como las
ballenas en peligro -en medio de la ideología ecológica que venía a reemplazar
al tradicional orden natural sin otro fin que dejar de lado a la cultura
católica- eran la “buena onda” de aquellos años,
estaba bien visto en el mundo despreciar a la Argentina de comienzos de los
ochenta. Se había derrotado aquí a la subversión marxista y, a pesar de la
pequeñez liberal de los militares gobernantes, algo del país que hubiera podido
ser debía olerse todavía. La plutocracia internacional no iba a tolerarlo. Así
como logró infiltrar la economía poniéndola a su servicio, necesitó más. Y
nosotros no fuimos capaces de evitar la derrota de la patria en las islas.
Nada quita, sin
embargo, que la nación haya actuado con hidalguía en la guerra y, así como eso
resultó imperdonable para el amplio enemigo mundialista que nos lo hace pagar
todavía, también es inolvidable para quienes nacimos aquí. La hermandad que se
percibía entre nosotros, la unión de las comunidades que nos conforman,
incluidos los residentes ingleses locales (La Prensa, 5/V/1982) y hasta los
católicos de Gran Bretaña (La Nación, 24/IV/1982), será uno de los tesoros que
nos acompañarán hasta después de la muerte.
Nada de eso, ni el decidido apoyo de
muchos hombres libres de América y Europa, fue el invento de los medios que hoy
pretende un gobierno, tan entregado como el que más en esta seguidilla de
traiciones “democráticas” que nació después de
Malvinas. Fue eso lo que querían aplastar ejemplares como Winston Churchill,
nieto del otro hipócrita enemigo del catolicismo (Ver ¿“A qué viene Churchill ahora?, Patria
Argentina de noviembre de 2011; Nº 282, Pág. 7), cuando dijo: “A
la Argentina hay que revolcarla en el barro de la humillación” (citado
por Yofre en la pág. 480 de ‘1982’).
Treinta años
después el cine internacional trata a Margaret Thatcher como a una heroína
y nuestra televisión destaca los pasajes que mejor la muestran. Treinta años
después no hay pequeño locutor que no se dé el lujo de hablar de la “locura” de la guerra de Malvinas.
Treinta años después la “democracia” ha diezmado nuestras
Fuerzas Armadas como no lo hubiera podido hacer ninguna guerra. Es difícil no
ver un hilo conductor o, cuando menos, una significativa convergencia en todo
esto.
¿Qué papel
cumple entonces “1982” en este contexto? ¿A quién
ayuda?
Más allá de que
la historia oficial, y este libro en particular, muestran a la Argentina como
agresora por las más indignas razones de política interna, lo cierto es que ante
el 30º aniversario de la guerra los ingleses mandan a las islas a un príncipe
heredero escoltado por un nuevo barco de guerra, a sabiendas de que la Argentina
carece de todo poder para defender su legítima posesión. Esto sin descender ni
un escalón en sus pretensiones de que la soberanía en las Malvinas dependa de lo
que quieran los kelpers. ¿Puede caber alguna duda de
que esa fue su actitud siempre, o de que los titubeos diplomáticos argentinos
tratando de modificarla han sido y serán siempre inútiles?
¿Qué sentido
tiene entonces dar vueltas y vueltas sobre si nuestra Cancillería pudo o no
hacer otro papel que nadie –ni Inglaterra ni Estados Unidos- tenía siquiera
remotamente en cuenta en aquel momento? ¿Qué importa hoy juzgar el juego más o
menos cortesano del entonces canciller Costa Méndez sino para señalar –como
no se nos escapaba entonces- que los vericuetos diplomáticos colaboraron para
que la Argentina perdiera fuerza y oportunidad en la contienda? ¿Cómo suponer
que las mañas británicas van a desaparecer? Si se le puede atribuir ingenuidad o
falta de previsión al gobierno militar de entonces, ¿cómo justificar hoy ninguna
esperanza de cambio entre los ingleses después de nuestra
derrota?
No, el asunto no
cierra si se piensa en un autor lúcido como el de “1982”.
Desde
otro ángulo
A mi juicio -y
por suerte no soy militar hoy- las guerras se deben pelear cuando corresponde,
no cuando se piensa que se las va a ganar. Creo profundamente que una derrota
hidalga vale más que un triunfo basado en la mentira, que siempre va a darse
vuelta.
No creo –como
dice la presidente Kirchner- que la soberanía dependa
de la “democracia”. Eso, además de
demostrar la ignorancia que sabemos le es propia, señala hasta dónde quiere
justificar su actitud reticente durante la guerra austral.
Creo que la
“democracia” impuesta después de la derrota es, como hoy en todo el mundo, el
nuevo nombre de la esclavitud de los pueblos.
No creo que,
como hacen algunos médicos pequeños, se deba negar el mejor tratamiento a un mal
candidato porque pueda arruinar la estadística académica o poner en peligro el
“prestigio” personal. Y eso mismo
pienso de la necesidad insoslayable de enfrentar la guerra
justa.
Por último creo
como afirmamos entonces, al pronunciarnos contra la rendición no sin riesgo que:
“En nuestro propio nombre, en el de nuestros
padres y en el de nuestros hijos, en el de los que han muerto y en el de los que
no han nacido todavía, y en de los millones de argentinos que participaron
fervorosamente de la esperanza del 2 de abril...” corresponderá continuar con
todo esfuerzo “en los tiempos, formas y oportunidades idóneas, hasta que el
enemigo sea totalmente expulsado del Atlántico
Sur”.
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Dos
recortes: