lunes, marzo 19, 2012

Crítica a "1982"


La similitud de ideas en numerosos asuntos, un conjunto de amigos comunes y el verdadero aprecio intelectual, me obligan a aclarar que mis puntos de vista sobre esta obra no deberían en nada mellar el afecto que me liga al autor.

    Dos evidencias deben preceder a la consideración de esta documentada obra que aparece poco antes de cumplirse 30 años del intento argentino por recuperar las Malvinas:
1.      Las Malvinas de ninguna manera son las rocas perdidas de las que se nos ha hablado con frecuencia. Se trata de islas de creciente valor estratégico y hasta –al menos por lo que deja traslucir ese oscuro mundo de la explotación mineral- de muy importante valor económico.
2.      La Argentina, nación emblemáticamente odiada por la “cultura” de los años ochenta, hubiera hoy sido muy otra de haber reasumido el control de las islas. Occidente hubiera podido cambiar también.
De no tener en cuenta estas premisas difícilmente pueda entenderse lo que sucedió luego de 1982, parte de lo cual se entresaca de lo relatado por Juan Bautista Yofre.
Un abismo que confunde
Que la Junta militar llegada al poder a fines de 1981 había recibido un guiño de apoyo de los Estados Unidos, basado en su cooperación para transmitir experiencias y perseguir guerrilleros terroristas en Centroamérica, al cabo de los buenos resultados de la lucha armada aquí, no es novedad. No lo es, ni lo fue entonces.
A comienzos de 1982 era “vox populi” que Galtieri había sido calificado como “general majestuoso” en el país del Norte. Por otro lado, para quienes teníamos –aunque más no fuese por razones familiares- alguna información, estaba el dato de que probablemente la Argentina consiguiera la devolución de las Malvinas a través de un complejo enroque (en teoría incluía a EEUU, Inglaterra, Chile y el Vaticano) destinado a proteger al Atlántico Sur frente a la todavía pujante estrategia comunista. Mientras tanto, los nacionalistas seguíamos oponiéndonos desde cada publicación y cada tribuna a la ceguera socio-económica y política del ridículamente autodenominado “Proceso”. Y para que no quepan dudas sobre nuestro punto de vista, me permito traer la cita que  hacía Clarín mucho antes de la Guerra: “Finalmente, en un análisis firmado por Hugo Esteva, la revista ‘Cabildo’ dice que ‘al cabo de tres años es el propio ‘Proceso’ quien anuncia su ruptura. Porque no de otro modo cabe entender esta fatiga que va convergiendo hacia la convocatoria política”. (Clarín, 28/VI/1979, pág. 8).
El país –donde, sin embargo, se vivía mucho mejor que hoy consumiendo menos- no encontraba su rumbo dado que, una vez más, las autoridades militares chocaban contra la pared de su propia educación liberal que las cegaba. Pero de ahí a decir que hicieron la guerra de las Malvinas sólo o principalmente para resolver sus problemas de política interna, hay un abismo. Un abismo que confunde.
Desgraciadamente, esa es la tesis que sostiene el libro de Yofre y la que defendió el autor en entrevistas mediáticas posteriores a su publicación.
Omisiones
La información que atraviesa las páginas de “1982” es rica y privilegiada. En muchos casos, aunque se refiera a situaciones generalmente bien conocidas por quienes fuimos contemporáneos, brinda valiosa precisión. Servirá para ubicar a muchos de los protagonistas y para enterarse acerca de la posición de otros de la segunda línea. Enaltecedora y no muy conocida fue, por ejemplo, la patriótica actitud de Carlos Contín, ex dirigente radical y ex gobernador de Entre Ríos, que este estudio señala. Sin embargo, hay llamativas omisiones, difíciles de explicar en una obra que quiere ser abarcadora.
Al respecto, intriga imaginar por qué en la descripción inicial de la situación política previa al conflicto bélico no hay referencias profundas a las pretensiones político-partidistas del general Viola, que en gran medida desencadenaron su reemplazo por Galtieri y explican su postura cuando menos reticente respecto de la guerra. Fue bien conocido su intento “institucionalizador” (‘una forma de expresión va a tener la ciudadanía’ según lo cita Clarín, 28/VI/1979, pág. 8) girando alrededor de los radicales, que pretendía soslayar al peronismo desplazado por el golpe militar. Y, para sacarlo del mero plano de los trascendidos periodísticos de la época, me constan personalmente sus reuniones con dirigentes no sólo correligionarios, sino de todo lo que se llamaría “centroderecha”, en la ciudad de Concordia, de donde provenía la económicamente poderosa familia de su mujer.       
La otra coincidente gran ausencia es la de la conspiración opositora en la embajada norteamericana: “El embajador Harry Shlaudeman es ahora el centro de la polémica, con motivo de unas reuniones mantenidas con miembros de la oposición a la Junta Militar así como con ex funcionarios del gobierno del ex presidente Roberto E. Viola” (La Razón, 18/V/1982, pág. 1). Y la de la también coincidente propuesta de Raúl Ricardo Alfonsín de aprovechar la volada para reemplazar al gobierno militar por otro presidido por Arturo Illia - el entonces sí viejo Illia- que ya estaba gravemente enfermo y murió poco después. Bajo el título “Illia descarta un gabinete de coalición y piensa en una ‘gran fuerza civil’” (La Prensa, 21/V/ 1982, pág. 4) se destacaba: “El dirigente radical Raúl Alfonsín ratificó ayer su propuesta de un gobierno civil de transición hacia la democracia… encabezado por una persona de trayectoria ejemplar… y cuya edad no le haga sospechoso de estar edificando una carrera política propia”. Todo esto en plena guerra.
Felizmente no todo el radicalismo fue así de cipayo y, en el mismo artículo, se transmite que Enrique Vanoli había sostenido que “cuando el país está empeñado en una guerra contra el colonialismo, no puede haber fricciones y el frente interno argentino debe seguir unido en esta lucha… No puede ser que mientras nuestros soldados están defendiendo la soberanía, nos pongamos en discusiones que por el momento no tienen relevancia”. En cambio, el socialista Simón Lázara (íntimo amigo de Alfonsín y ambos reconocidos como masones por la Logia Independencia, en un aviso del diario Clarín del 2 de abril de 2009, Pág. 7; ver Patria Argentina, “Poder Secreto y en las sombras”; abril de 2009; Nº 254; Pág. 8), el democristiano Angel Bruno y el intransigente Raúl Rabanaque Caballero, coincidieron –palabras más, palabras menos- en provocar el cambio de gobierno y volver a la partidocracia. Justo es recordar que entonces Angel Robledo, dirigente justicialista y ex ministro del interior del gobierno derrocado por el Proceso, se pronunció contra el intento radical. Y que, en esos mismos días, jóvenes peronistas (Mario Gurioli y Daniel Adrogué, entre otros) invitaban a una misa por los soldados en lucha.
En fin, la trama de Alfonsín que aquí apenas insinuamos, la del principal beneficiario del triunfo inglés que nos trajo la “democracia”, la del que se dio el lujo de llamar “carro atmosférico” al intento soberano, no aparece con claridad en el libro de Yofre. Porque seguramente no ha sido vano que, el mismo día en que dos meses después de la derrota nosotros realizáramos un gran acto público “Contra la rendición”, la Juventud Radical instrumentada por el futuro presidente ensuciase con aerosol el frente del Colegio Nacional de Buenos Aires reclamando “Democracia” (La Prensa, 14/VIII/1982, pág. 4).
Por lo demás, luego de treinta años, con páginas y páginas de ambos bandos que lo señalan, tampoco se habla de lo decisivo del apoyo bélico norteamericano a Inglaterra que, por entonces y por ejemplo, reconocía el propio secretario de medio ambiente inglés, Michael Heseltine, en la Cámara Norteamericana de Comercio, puntualizando: “Sé que todos mis colegas en el gobierno desean que ustedes, representantes de los Estados Unidos en este país, sepan la gratitud que sentimos por el destacado apoyo que nos han dado en las últimas semanas” (La Prensa, 18/VI/1982, pág. 3). Apoyo evidenciado en la provisión de material de guerra, combustible e inteligencia, como lo testimonia el autor Nigel West en su libro “La guerra secreta por las Malvinas” (Ed. Sudamericana; 1997; pág 98). Entre ellos la entrega inmediata en la isla Ascensión de combustible de aviación y de los misiles aire-aire ALM-9L Sidewinder, que permitían trabar combate con aeronaves enemigas en posición frontal y resultaban imposibles de neutralizar por las fuerzas argentinas.
Para no hablar de la información entregada. Ni hablar del “entretenimiento” que significó toda la misión Haig, que se contempla con incomprensible criterio “diplomático” en “1982”, cuando se trató en realidad de una demora sólo útil a la necesidad británica de armarse. Pero además –y si uno lo sabe de boca de la madre de un “boina verde” (Ver “Así nació nuestra democracia”, Patria Argentina de julio 2011; Nº 279; Pág. 9) un trabajo que pretende perdurar como documento hubiera tenido la obligación de referirse a este asunto- ni hablar de que fueron esas tropas de élite norteamericanas las que “entraron y salieron” antes, para preparar el desembarco inglés en Malvinas.
O del posible desembarco, tampoco aclarado, de tropas británicas desde un pretendido “buque hospital” (La Prensa, 28/V/1982, pág. 1). O del plan de EE.UU. para derrocar al gobierno de Galtieri denunciado en Perú (La Prensa, 24/IV/1982).
En síntesis, una serie de ausencias que sesgan el juicio histórico acerca de lo que pasó.
Significado
No se trata aquí de escribir un tratado paralelo ni de reemplazar a lo tanto que se ha dicho sobre nuestra guerra. Lo que sí se quiere es poner énfasis en que una obra documentada como “1982” no puede caer en la misma síntesis que la hecha hoy por el gobierno de Cristina Kirchner, también beneficiario de la derrota, quien –el pez por la boca muere- acaba de aclarar en qué bando estaba entonces (ver recuadro). Una obra así no puede soslayar que fue en realidad Estados Unidos quien probablemente planeó pero seguramente ganó la guerra. Que fue la “democracia del Norte” la que planteó nuestra post-guerra (“Washington vería con agrado la designación de Bignone” en La Prensa, 24/VI/1982, pág. 1) y la que apoyó el retorno a nuestra “democracia”, con  Derechos Humanos exclusivos para los guerrilleros incluidos. Porque Inglaterra no fue la única en la guerra de Malvinas y, si no se ve eso, no se entiende nada.
Así como las ballenas en peligro -en medio de la ideología ecológica que venía a reemplazar al tradicional orden natural sin otro fin que dejar de lado a la cultura católica- eran la “buena onda” de aquellos años, estaba bien visto en el mundo despreciar a la Argentina de comienzos de los ochenta. Se había derrotado aquí a la subversión marxista y, a pesar de la pequeñez liberal de los militares gobernantes, algo del país que hubiera podido ser debía olerse todavía. La plutocracia internacional no iba a tolerarlo. Así como logró infiltrar la economía poniéndola a su servicio, necesitó más. Y nosotros no fuimos capaces de evitar la derrota de la patria en las islas.
Nada quita, sin embargo, que la nación haya actuado con hidalguía en la guerra y, así como eso resultó imperdonable para el amplio enemigo mundialista que nos lo hace pagar todavía, también es inolvidable para quienes nacimos aquí. La hermandad que se percibía entre nosotros, la unión de las comunidades que nos conforman, incluidos los residentes ingleses locales (La Prensa, 5/V/1982) y hasta los católicos de Gran Bretaña (La Nación, 24/IV/1982), será uno de los tesoros que nos acompañarán hasta después de la muerte.
 Nada de eso, ni el decidido apoyo de muchos hombres libres de América y Europa, fue el invento de los medios que hoy pretende un gobierno, tan entregado como el que más en esta seguidilla de traiciones “democráticas” que nació después de Malvinas. Fue eso lo que querían aplastar ejemplares como Winston Churchill, nieto del otro hipócrita enemigo del catolicismo (Ver ¿“A qué viene Churchill ahora?, Patria Argentina de noviembre de 2011; Nº 282, Pág. 7), cuando dijo: “A la Argentina hay que revolcarla en el barro de la humillación” (citado por Yofre en la pág. 480 de ‘1982’).
Treinta años después el cine internacional trata a Margaret Thatcher como a una heroína y nuestra televisión destaca los pasajes que mejor la muestran. Treinta años después no hay pequeño locutor que no se dé el lujo de hablar de la “locura” de la guerra de Malvinas. Treinta años después la “democracia” ha diezmado nuestras Fuerzas Armadas como no lo hubiera podido hacer ninguna guerra. Es difícil no ver un hilo conductor o, cuando menos, una significativa convergencia en todo esto.
¿Qué papel cumple entonces “1982” en este contexto? ¿A quién ayuda?
Más allá de que la historia oficial, y este libro en particular, muestran a la Argentina como agresora por las más indignas razones de política interna, lo cierto es que ante el 30º aniversario de la guerra los ingleses mandan a las islas a un príncipe heredero escoltado por un nuevo barco de guerra, a sabiendas de que la Argentina carece de todo poder para defender su legítima posesión. Esto sin descender ni un escalón en sus pretensiones de que la soberanía en las Malvinas dependa de lo que quieran los kelpers. ¿Puede caber alguna duda de que esa fue su actitud siempre, o de que los titubeos diplomáticos argentinos tratando de modificarla han sido y serán siempre inútiles?
¿Qué sentido tiene entonces dar vueltas y vueltas sobre si nuestra Cancillería pudo o no hacer otro papel que nadie –ni Inglaterra ni Estados Unidos- tenía siquiera remotamente en cuenta en aquel momento? ¿Qué importa hoy juzgar el juego más o menos cortesano del entonces canciller Costa Méndez sino para señalar –como no se nos escapaba entonces- que los vericuetos diplomáticos colaboraron para que la Argentina perdiera fuerza y oportunidad en la contienda? ¿Cómo suponer que las mañas británicas van a desaparecer? Si se le puede atribuir ingenuidad o falta de previsión al gobierno militar de entonces, ¿cómo justificar hoy ninguna esperanza de cambio entre los ingleses después de nuestra derrota?
No, el asunto no cierra si se piensa en un autor lúcido como el de “1982”.
Desde otro ángulo
A mi juicio -y por suerte no soy militar hoy- las guerras se deben pelear cuando corresponde, no cuando se piensa que se las va a ganar. Creo profundamente que una derrota hidalga vale más que un triunfo basado en la mentira, que siempre va a darse vuelta.
No creo –como dice la presidente Kirchner- que la soberanía dependa de la “democracia”. Eso, además de demostrar la ignorancia que sabemos le es propia, señala hasta dónde quiere justificar su actitud reticente durante la guerra austral.
Creo que la “democracia” impuesta después de la derrota es, como hoy en todo el mundo, el nuevo nombre de la esclavitud de los pueblos.
No creo que, como hacen algunos médicos pequeños, se deba negar el mejor tratamiento a un mal candidato porque pueda arruinar la estadística académica o poner en peligro el “prestigio” personal. Y eso mismo pienso de la necesidad insoslayable de enfrentar la guerra justa.
Por último creo como afirmamos entonces, al pronunciarnos contra la rendición no sin riesgo que: “En nuestro propio nombre, en el de nuestros padres y en el de nuestros hijos, en el de los que han muerto y en el de los que no han nacido todavía, y en de los millones de argentinos que participaron fervorosamente de la esperanza del 2 de abril...” corresponderá continuar con todo esfuerzo “en los tiempos, formas y oportunidades idóneas, hasta que el enemigo sea totalmente expulsado del Atlántico Sur”.



*************************************************************************

Dos recortes: