Lo peor es que estaba anunciado
Por Diego Cabot | LA NACION
No es necesario hablar para anunciar las cosas. La tragedia de ayer es un ejemplo: hacía años que la Argentina venía anunciando a diario que irremediablemente llegarían muertes en las vías.
Esto no es todo. También hay avisos de que seguirá habiendo autos destrozados en las rutas; o de que habrá cortes de electricidad o gas cada vez que el frío o el calor peguen fuerte. Por supuesto, una cosa no es comparable con la otra. Pero los avisos existen, aun sin palabras.
El Gobierno decidió montar este sistema ferroviario que se basa en dos pilares: tarifas de regalo y subsidios millonarios para compensar las pérdidas. ¿Y la inversión? De eso casi no se habla.
También fue el que diseñó la estatización de hecho de los ramales urbanos. Las empresas son gerenciadoras de un esquema sostenido por fondos públicos que se liquidan en oficinas oscuras y con muchísima discrecionalidad. Ni siquiera los aumentos de sueldos de los ferroviarios son negociados por sus empleadores. Todo se acuerda con la Secretaría de Transporte, que inmediatamente después de negociar subas salariales aumenta los subsidios para compensar los mayores costos. Las empresas corren los trenes como pueden y rezan para que los alambres con lo que se arreglan las formaciones no se corten.
Mientras los usuarios viajan como ganado, los millones van, y también vienen. En enero, Trenes de Buenos Aires (TBA) recibió un cheque por 76,9 millones de pesos para soportar la operación. El primer mes del año, entre todos los trenes metropolitanos se llevaron 270 millones de pesos. Además hubo 13 millones de pesos adicionales para solventar la operación de Ferrocentral (que corre servicios a Córdoba y Tucumán) y 21 millones de pesos que fueron a parar a dos sociedades del Estado (Administración de Infraestructura Ferroviaria y Sociedad Operadora Ferroviaria) con funciones no muy claras.
No hay contratos, no hay reglas, no hay plan de inversiones y no hay control. Lo que hay son millones. En 2003, cuando Néstor Kirchner llegó al poder, el promedio mensual de subsidios al transporte ferroviario era de 14,7 millones de pesos, según datos oficiales de la Unidad de Control de Fideicomisos de Infraestructura (Ucofin).
Esa cuenta se multiplicó por varias veces. El cheque de fondos públicos que soporta el calamitoso estado de los trenes actuales llega a 253 millones de pesos por mes (creció más de un 100 por ciento), si se cuentan lo que liquida la Ucofin y el déficit de los ramales Roca, Belgrano Sur y San Martín, ahora en manos del Estado.
Millones de pasajeros viajan y sufren en los trenes argentinos. Impávidos esperan en los andenes que esa formación no sea la elegida para el próximo accidente.
Mientras eso sucede, se cortan cintas de trenes que jamás funcionaron, como sucedió con el ramal Lincoln-Realicó cuando el gobernador Daniel Scioli y Kirchner, entonces candidatos a diputados en plena campaña 2009, dejaron inaugurado un tren que se pidió prestado para un acto. Luego se fue y no volvió jamás. Mientras los andenes rebalsan, se anuncia el tren bala varias veces, tantas como el soterramiento del Sarmiento o la electrificación del tren a La Plata.
La Argentina se dio el lujo de jugar con millones de pasajeros indefensos que viajen en poco más que chatarra rodante, trenes viejos maquillados con varias capas de pinturas coloridas.
Los funcionarios y los empresarios ferroviarios también se dieron otros lujos: jugar con millones, pero de dólares, que lubrican un sistema corroído. Mientras tanto todos van y vienen. Los pasajeros. Y los millones.