lunes, julio 04, 2011

Requiem por el Padre Raúl

Es de buen uso que con la muerte uno inaugure una respetabilidad nuevita, flamante, recién salida de las mejores intenciones de quien espera inclinar el juicio divino en sentido favorable a la amistad que se sintió por el muerto. Pero un hombre es un hombre y, por mucho que hagamos con nuestras rogativas para facilitar su acceso al Cielo, Dios conoce el interior de los corazones y penetra con absoluta seguridad en las intenciones que dirigieron nuestros pasos en la tierra.


El Padre Raúl Sánchez Abelenda ha muerto y, con él, desparece una de las figuras más discutidas de nuestro clero secular; como fue mi amigo y sentí por él una estima fundada en la clara apreciación de sus valores, tengo una firme confianza en que el Padre Eterno lo tiene para siempre con los suyos en la Gloria, porque era un creyente y de una firmeza en la fe como pocas veces he tenido la oportunidad de ver.


Pero, como los higos de tuna, la miel de su innegable caridad estaba cubierta por una capa de espinas no siempre fácil de superar, como si cuidara una intimidad que sabía demasiado vulnerable a la piedad y al afecto. Sus defectos eran notables, es decir, aparecían de inmediato, sin ningún disimulo y con toda la inverecundia de lo que se sabe superficial y efímero: fumaba como una chimenea y bebía como una alcantarilla, sin parar de hablar, intercalando el discurso con algunas gruesas interjecciones que su vozarrón y su tonada entrerriana hacían más pintorescas sin disminuir su calibre. Estas condiciones, intensamente ejercitadas en las mesas de los cafés donde se juntaba con sus amigos para hablar de política y lamentar, como era de esperar en buenos nacionalistas, la pérdida irreparable de nuestros valores nacionales y tratar de colgar la esperanza en la descolorida figura de algún sargento con charreteras de general y destinado, a la larga o la corta, a naufragar en los pantanos del sufragio.


Porque don Raúl era nacionalista y en eso, como en el vino y en el mate amargo, nos entendíamos perfectamente. Pero una cosa es ser nacionalista en un país con una larga trayectoria histórica y otra cosa es serlo en una nación que fecha su nacimiento en una ruptura y pretende edificar su política sobre los cimientos de una constitución que tiene el escepticismo religioso como premisa fundamental. El Padre Raúl se sentía heredero de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II y, aunque advertía con seguridad que el Imperio Español había muerto de muerte natural, se adhería al sueño de una Argentina capaz de federar los pueblos del Cono Sur en una gran potencia de estirpe hispánica. Era un sueño, y él lo sabía mejor que nadie, pero no quería admitir la desesperación política y se aferraba a los endebles antecedentes de la gesta sanmartiniana y al gobierno de Rosas, como si la avalancha inmigratoria no hubiera cambiado totalmente la idiosincrasia de nuestro pueblo.


Los gauchos –solía decirle yo- nacieron huérfanos por decreto y murieron solteros. Lea Martín Fierro y Don Segundo Sombra y verá que no son más que eso: una sombra, una nostalgia, un llamado a extinción con muchas lágrimas y pocas esperanzas.


No podía hablar del Padre Raúl sin hablar de esta segunda fe suya, su fe en la Argentina, que le dio grandes dolores de cabeza y ayudó a formar entre los zurdos una suerte de leyenda negra que pudo haberle costado la vida, si no fuera porque un grupo de oficiales de nuestro ejército logró detener la subversión en el momento en que amenazaba con apoderarse del país.


El ejercicio del decanato en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, junto al rector Ottolagano, fue su hora heroica y de allí nació la figura de un Sánchez Abelenda armado con dos pistolas y no sé cuantos cargadores  al frente de su cátedra. Me encantan las exageraciones y estaría dispuesto  a concederle un ancho sombrero mejicano si la verdad histórica no me detuviera en el umbral de las fanfarronadas. Que cargaba una pistola no me queda duda, y no era para menos. La situación era peligrosa y los zurditos no se andaban con chiquilinadas cuando se trataba de atentar contra la vida de un profesor señalado por sus vinculaciones nacionalistas.


Nuestra amistad nación en Chile, a raíz de unas jornadas de filosofía tomista a las que nos había invitado Juan Antonio Widow. Nos conocíamos por referencias pero no habíamos tenido la oportunidad de tratarnos, y aquélla fue una magnífica ocasión. Como siempre, dio la Misa tridentina; fue en la capilla de unas asombradas monjitas, donde asistí, por primera vez después de algunos años, a una reencontrada ceremonia religiosa que me provocó una profunda impresión y la decidida voluntad de procurarme la Misa tradicional en mi propia ciudad.


Aquí es donde la personalidad del Padre Raúl se agranda y cobra todo el relieve que corresponde a su auténtico valor. Era un hombre de fe, y de fe muy profunda. Sus propios defectos, más de superficie que de fondo, no ocultaban la cuenca entrañable de su devoción. Tuve oportunidad de constatarlo en una oportunidad que lo trajimos a Mendoza durante la Semana Santa para que nos diera Misa y nos predicara en una capillita que habíamos improvisado con ese propósito. La realidad colmó nuestra expectativa y tuvimos la ocasión de pasar una semana verdaderamente santa en la compañía de un sacerdote que prodigó sus carismas a una comunidad muy reducida pero atenta a la misión del sacerdote.


Buen conocedor de Santo Tomás, había tenido la suerte de confirmar su sacerdocio al lado del Padre Julio Menvielle en la famosa parroquia de Versalles, en Buenos Aires. La Argentina no ha abundado en buenos teólogos; las figuras de Meinvielle y Castellani y, un poco más reciente, la de Fray Alberto García Vieira son las excepciones que confirman la regla y no nos dejan en una orfandad espiritual que, a no ser por ello, sería casi absoluta. Al Padre Raúl le tocó vivir en un momento muy difícil y durante unos años tuvo que luchar solo, sin poder dar la misa en ninguna iglesia oficial, contra la invasión de las novedades introducidas por el Segundo Concilio Vaticano. Lo hizo sin ceder en ningún momento a las solicitudes del temor y sólo sostenido por la amistad de un grupo de personas, más amigos que piadosos, y que confirma una regla de oro entre nosotros: "al que es amigo lo apoyo, luego averiguo si tenía o no razón".


Porque el argentino es muy arbitrario y convenía hacer esta observación a propósito del Padre Raúl porque en él se daban, con marcado acento, muchas características de nuestra gente. Para nosotros, si algo es o no es legal no interesa demasiado, y estamos siempre dispuestos a llevarnos por delante las reglamentaciones si con ello favorecemos  a alguien que tiene nuestra amistad. Con la misma seguridad enfrentamos una disposición canónica si choca con nuestra fe o, simplemente, no está en la línea de lo que consideramos justo. Hacerle caso a un imbécil porque ocupa una función de comando es pedirnos un esfuerzo que rara vez estamos dispuestos a hacer.


El Padre Raúl murió solo en el departamentito que ocupaba, y que él mismo arreglaba como podía sin exagerar su prolijidad. Poco antes de morir estuvo aquí, en mi casa, cerca de la mesa donde escribo estas líneas. No se sentía bien, pero trató como pudo de darnos una impresión de optimismo que su mirad desmentía con patética tristeza. No pensé que esa era la última vez que nos veíamos en este mundo. Soy bastante más viejo que él y no le concedía el derecho a irse antes que yo, pero Dios tiene sus designios y fija con precisión el día de nuestra muerte.


Nota aclaratoria: Este artículo fue publicado hace ya tiempo en los Anales de la Fundación Elías de Tejada.


Rubén Calderón Bouchet