"Noche de Lobos"
Abel Posse,
pag. 26-30
LO SACARON DE LA CHATITA CUBIERTO CON UNA LONA. Esto lo vi yo. Llovía a baldazos cuando lo trajeron a la tapera de María. Pensé, claro, que no podía estar muerto y que seguramente sería uno de los muchachos heridos en el tiroteo de la noche. Me olvidé de decirle que amanecía.
Lo trajeron tapado con una lona y la lluvia formaba charcos en la lona. Yo no tengo nada que ver con los muchachos. Hacía como de no ver. Y mateaba. Yo a veces mateo desde que clarea hasta las diez o más.
Entraron en la tapera y seguramente lo echaron en un rincón. Había un ambiente raro. Me di cuenta de que a los muchachos les había ido mal. Entonces vi que bajó la Negra de la chatita donde habían traído al muerto o herido.
Lasarte no pudo retener a la Negra que corrió salpicando fango hacia la tapera.
-Ése no tiene nada que ver. Él no mató a Ricardo. No tiene nada que ver. ¡Santi dio la orden de que nadie lo toque! –Lasarte es el que tiene la batuta, pero nadie puede sujetar el odio de la Negra.
Ricardo era el macho de la Negra. Y la Negra se metió en la tapera hecha una furia. Se oyeron sus gritos:
-Te mato, te mato, hijo de puta. Me mataste a Ricardo.
Los que estaban adentro se ve que la contenían. Trataban de reducirla, pero la Negra estaba loca, estaba como una gata parida.
Tiró un armario, sillas o la mesa de madera. Intuí que quería matar al herido, al hombre que habían traído en la lona.
Esto pasó el 12 de agosto, en lo peor del invierno.
De algún modo contuvieron a la Negra, cuyos sollozos eran los de un animal malherido y desamparado.
-¡No me importa si fue él o si no fue! Este hijo de puta lo va a pagar hasta el fin! –gritaba la Negra.
Usted sabe que hay algo terrible en estos tucumanos. Tienen unas miradas duras y verdes, como los gatos monteses. A veces se me da en pensar que crueldad es signo de fuerza. Yo me callo. A veces me dan una changa por algunos pesos. Creo que me tienen confianza. Pero siempre vigilan, de reojo.
En el noticiero de las ocho llegó la noticia. Los muchachos y otros grupos, parece que hasta unos setenta atacantes habían entrado a la Fábrica Militar por la noche. Hubo varios tiroteos. Un soldado arreglado con ellos, les abrió el portón. Lograron llevarse un camión de armamento, pero en realidad tuvieron muchas pérdidas. Los muchachos hirieron malamente a un Capitán García, y dan por desaparecido al segundo jefe. Y a mí se me hace que es el que trajeron envuelto en la lona.
La radio dijo que murieron dos muchachos, Uno era Ricardo, el hombre de la Negra.
Yo me voy dando cuenta de algo: la Negra ya ocupa el lugar de Ricardo, como si la hubiesen ascendido y la Negra quiere golpear o matar al oficial que trajeron y que llaman Tino, o el Mayor.
Esto va a andar mal, me parece, porque la Negra sigue gritando o solloza. Y la Negra quiere golpear al oficial y Lasarte le repite a los gritos que la orden de Santi es no matarlo. Ese Santi parece que lo necesita y la Negra sólo quiere matarlo.
Se ve que los muchachos ahora no pueden moverse ni ir a Villa María. Esto es bueno para mí. Me usan para comprar cosas (de a poco y en distintos almacenes, para no levantar sospechas) y eso me deja buenas propinas. Estos tucumanos tan fieros, sin embargo son generosos. Se dice que secuestran gente y asaltan bancos para tener fondos. Pero en Tucumán dejaron un tendal de su propia gente. El ejército los barrió.
Eso, me parece, explica que el hombre que han traído iba a ser demolido desde el momento de su llegada.
Yo escuché los gritos enfurecidos, implacables de la Negra y los golpes de Lasarte, que cuando salió a fumar y descansar de la paliza, vi que tenía una manopla de bronce ensangrentada, que no le impedía sostener el cigarrillo hasta que terminó y volvió a entrar.
Yo escuchaba. No podía no escuchar. Hubiese querido no oír nada. Lo que oyese me ligaba a los muchachos y eso no era bueno. Se ve que empezaron como en un tribunal o algo así, porque se escuchó la voz del hombre presentándose como gritando, que es como hablan los militares.
-Soy el Mayor del Ejército Argentino –y dijo un nombre largo que no entendí bien-. Segundo comandante de la Fábrica de Explosivos de Villa María.
Hablaron y después de un rato se escucharon los gritos desaforados de la Negra y empezaron los golpes que a veces, cuando se daban en el pecho, retumbaban como tambores.
Fingí que me iba, pero me quedé al lado del gallinero. El hombre no hablaba. Se ve que caía y se hacía silencio. Hasta que volvieron a ponerlo de pie y a golpearlo. La Negra le gritaba insultos y Lasarte la contenía. El hombre estaba caído porque oí los golpes con un garrote. Supuse que sería el Negro o el Turco, no sé por qué, los ayudantes…Y el garrote se me hizo que no podía ser otro que el mango de la guadaña que siempre está colgado allí.
Desde el gallinero, tapándome del chaparrón, vi que Lasarte y la Negra salieron enfurecidos. Se ve que no querían discutir ante el Chino y el Turco. El prisionero debió estar desmayado porque el Chino salió a buscar agua a la bomba.
-Te digo y te repito que soy yo el que habló con Santi. No quiere que lo matemos, lo necesita porque es un técnico en explosivos. ¡Vos no tenés que dar indicaciones al Chino que si le da o no le da! Si volvés a meterte te hago relevar…
-Es un hijo de puta.
-No fue él que mató a Ricardo, no mató a nadie, lo agarraron en una fiesta con su familia. El tiroteo fue en el chalet del coronel, del jefe. Ése fue, me parece, el que le tiró a Ricardo…
La Negra se separó bajo la lluvia. Se apoyó en el galpón y se largó a llorar y a gritar insultos y a gemir como una condenada. Desesperada y llena de odio.
-Hay que quebrarlo. Lo necesitamos. Sabe además, dónde hay explosivos por todo el país…Esto no es para venganzas personales. Él no baleó a Ricardo. ¿Somos revolucionarios o qué carajo?
Pero la Negra se había ovillado contra la pared del galpón y sollozaba como un animal sin consuelo. Me di cuenta que lloraba por amor, por el amor perdido.
Yo nunca tuve que declarar. No vi nada en directo, además. Los muchachos lo tuvieron allí más de dos meses. Nunca gané tanto haciéndoles los mandados. Ellos no podían moverse. El cerco se les cerraba. Al fin de cuentas estábamos a doce leguas de Villa María, ¿no?
Dos hacían la guardia permanente. La Negra y Lasarte venían de sus reuniones o trabajos y golpeaban al hombre no menos de tres veces por semana.
No lo pude ver pero el Chino, que siempre masculla algo cuando bombea el agua, dijo que se les hace difícil que se mantenga en pie. Tiene magullones y heridas como una pera que hubiese rodado por las piedras. Lasarte lo quema con el cigarrillo. Después lo vuelven a tirar entre las bolsas de arpillera en la cueva con la reja de palo que sólo pude relojear una vez.
Y claro, a mí me parece que el hombre, si no cedió hasta ahora, no va a ceder. Sabe que está yendo a la muerte. Pero ellos no pueden terminarlo, lo pagarían caro. Por lo que el hombre sabía ¿me entiende?
Y está enloqueciendo o buscando la muerte de manos de la Negra que quería tapar la voz fuerte que tenía el hombre. ¿Sabe qué pasó? Se paró firme, en posición militar y cantó el Oíd mortales el grito sagrado. Luego dijo con el vozarrón que pronto se desvaneció en silencio: ¡Soy el Mayor del Ejército Argentino del Valle Larrabure! ¡y Larrabure es de la estirpe de Lamadrid y no se rinde, carajo!
Después se escucharon las palizas con el mango de la guadaña. Seguramente la Negra o el Chino, que es más fuerte. Lasarte todavía no había llegado. No volví a escuchar el vozarrón que al hombre le costaría tanto. Lo cargaron en la chatita y desaparecieron todos. Era el Día de los Difuntos, justamente. Me dejaron la plata, abundante. Los billetes apretados con el sol de noche y un diarito Estrella Roja con fotos de dirigentes chinos. Yo no entiendo nada de política, se los dije muchas veces, yo soy peronista. Me guardé la plata y quemé la revista. No fuera cosa.
-Esto es lo que vi. Vi poco. Pero uno oye y deduce…
Lo trajeron tapado con una lona y la lluvia formaba charcos en la lona. Yo no tengo nada que ver con los muchachos. Hacía como de no ver. Y mateaba. Yo a veces mateo desde que clarea hasta las diez o más.
Entraron en la tapera y seguramente lo echaron en un rincón. Había un ambiente raro. Me di cuenta de que a los muchachos les había ido mal. Entonces vi que bajó la Negra de la chatita donde habían traído al muerto o herido.
Lasarte no pudo retener a la Negra que corrió salpicando fango hacia la tapera.
-Ése no tiene nada que ver. Él no mató a Ricardo. No tiene nada que ver. ¡Santi dio la orden de que nadie lo toque! –Lasarte es el que tiene la batuta, pero nadie puede sujetar el odio de la Negra.
Ricardo era el macho de la Negra. Y la Negra se metió en la tapera hecha una furia. Se oyeron sus gritos:
-Te mato, te mato, hijo de puta. Me mataste a Ricardo.
Los que estaban adentro se ve que la contenían. Trataban de reducirla, pero la Negra estaba loca, estaba como una gata parida.
Tiró un armario, sillas o la mesa de madera. Intuí que quería matar al herido, al hombre que habían traído en la lona.
Esto pasó el 12 de agosto, en lo peor del invierno.
De algún modo contuvieron a la Negra, cuyos sollozos eran los de un animal malherido y desamparado.
-¡No me importa si fue él o si no fue! Este hijo de puta lo va a pagar hasta el fin! –gritaba la Negra.
Usted sabe que hay algo terrible en estos tucumanos. Tienen unas miradas duras y verdes, como los gatos monteses. A veces se me da en pensar que crueldad es signo de fuerza. Yo me callo. A veces me dan una changa por algunos pesos. Creo que me tienen confianza. Pero siempre vigilan, de reojo.
En el noticiero de las ocho llegó la noticia. Los muchachos y otros grupos, parece que hasta unos setenta atacantes habían entrado a la Fábrica Militar por la noche. Hubo varios tiroteos. Un soldado arreglado con ellos, les abrió el portón. Lograron llevarse un camión de armamento, pero en realidad tuvieron muchas pérdidas. Los muchachos hirieron malamente a un Capitán García, y dan por desaparecido al segundo jefe. Y a mí se me hace que es el que trajeron envuelto en la lona.
La radio dijo que murieron dos muchachos, Uno era Ricardo, el hombre de la Negra.
Yo me voy dando cuenta de algo: la Negra ya ocupa el lugar de Ricardo, como si la hubiesen ascendido y la Negra quiere golpear o matar al oficial que trajeron y que llaman Tino, o el Mayor.
Esto va a andar mal, me parece, porque la Negra sigue gritando o solloza. Y la Negra quiere golpear al oficial y Lasarte le repite a los gritos que la orden de Santi es no matarlo. Ese Santi parece que lo necesita y la Negra sólo quiere matarlo.
Se ve que los muchachos ahora no pueden moverse ni ir a Villa María. Esto es bueno para mí. Me usan para comprar cosas (de a poco y en distintos almacenes, para no levantar sospechas) y eso me deja buenas propinas. Estos tucumanos tan fieros, sin embargo son generosos. Se dice que secuestran gente y asaltan bancos para tener fondos. Pero en Tucumán dejaron un tendal de su propia gente. El ejército los barrió.
Eso, me parece, explica que el hombre que han traído iba a ser demolido desde el momento de su llegada.
Yo escuché los gritos enfurecidos, implacables de la Negra y los golpes de Lasarte, que cuando salió a fumar y descansar de la paliza, vi que tenía una manopla de bronce ensangrentada, que no le impedía sostener el cigarrillo hasta que terminó y volvió a entrar.
Yo escuchaba. No podía no escuchar. Hubiese querido no oír nada. Lo que oyese me ligaba a los muchachos y eso no era bueno. Se ve que empezaron como en un tribunal o algo así, porque se escuchó la voz del hombre presentándose como gritando, que es como hablan los militares.
-Soy el Mayor del Ejército Argentino –y dijo un nombre largo que no entendí bien-. Segundo comandante de la Fábrica de Explosivos de Villa María.
Hablaron y después de un rato se escucharon los gritos desaforados de la Negra y empezaron los golpes que a veces, cuando se daban en el pecho, retumbaban como tambores.
Fingí que me iba, pero me quedé al lado del gallinero. El hombre no hablaba. Se ve que caía y se hacía silencio. Hasta que volvieron a ponerlo de pie y a golpearlo. La Negra le gritaba insultos y Lasarte la contenía. El hombre estaba caído porque oí los golpes con un garrote. Supuse que sería el Negro o el Turco, no sé por qué, los ayudantes…Y el garrote se me hizo que no podía ser otro que el mango de la guadaña que siempre está colgado allí.
Desde el gallinero, tapándome del chaparrón, vi que Lasarte y la Negra salieron enfurecidos. Se ve que no querían discutir ante el Chino y el Turco. El prisionero debió estar desmayado porque el Chino salió a buscar agua a la bomba.
-Te digo y te repito que soy yo el que habló con Santi. No quiere que lo matemos, lo necesita porque es un técnico en explosivos. ¡Vos no tenés que dar indicaciones al Chino que si le da o no le da! Si volvés a meterte te hago relevar…
-Es un hijo de puta.
-No fue él que mató a Ricardo, no mató a nadie, lo agarraron en una fiesta con su familia. El tiroteo fue en el chalet del coronel, del jefe. Ése fue, me parece, el que le tiró a Ricardo…
La Negra se separó bajo la lluvia. Se apoyó en el galpón y se largó a llorar y a gritar insultos y a gemir como una condenada. Desesperada y llena de odio.
-Hay que quebrarlo. Lo necesitamos. Sabe además, dónde hay explosivos por todo el país…Esto no es para venganzas personales. Él no baleó a Ricardo. ¿Somos revolucionarios o qué carajo?
Pero la Negra se había ovillado contra la pared del galpón y sollozaba como un animal sin consuelo. Me di cuenta que lloraba por amor, por el amor perdido.
Yo nunca tuve que declarar. No vi nada en directo, además. Los muchachos lo tuvieron allí más de dos meses. Nunca gané tanto haciéndoles los mandados. Ellos no podían moverse. El cerco se les cerraba. Al fin de cuentas estábamos a doce leguas de Villa María, ¿no?
Dos hacían la guardia permanente. La Negra y Lasarte venían de sus reuniones o trabajos y golpeaban al hombre no menos de tres veces por semana.
No lo pude ver pero el Chino, que siempre masculla algo cuando bombea el agua, dijo que se les hace difícil que se mantenga en pie. Tiene magullones y heridas como una pera que hubiese rodado por las piedras. Lasarte lo quema con el cigarrillo. Después lo vuelven a tirar entre las bolsas de arpillera en la cueva con la reja de palo que sólo pude relojear una vez.
Y claro, a mí me parece que el hombre, si no cedió hasta ahora, no va a ceder. Sabe que está yendo a la muerte. Pero ellos no pueden terminarlo, lo pagarían caro. Por lo que el hombre sabía ¿me entiende?
Y está enloqueciendo o buscando la muerte de manos de la Negra que quería tapar la voz fuerte que tenía el hombre. ¿Sabe qué pasó? Se paró firme, en posición militar y cantó el Oíd mortales el grito sagrado. Luego dijo con el vozarrón que pronto se desvaneció en silencio: ¡Soy el Mayor del Ejército Argentino del Valle Larrabure! ¡y Larrabure es de la estirpe de Lamadrid y no se rinde, carajo!
Después se escucharon las palizas con el mango de la guadaña. Seguramente la Negra o el Chino, que es más fuerte. Lasarte todavía no había llegado. No volví a escuchar el vozarrón que al hombre le costaría tanto. Lo cargaron en la chatita y desaparecieron todos. Era el Día de los Difuntos, justamente. Me dejaron la plata, abundante. Los billetes apretados con el sol de noche y un diarito Estrella Roja con fotos de dirigentes chinos. Yo no entiendo nada de política, se los dije muchas veces, yo soy peronista. Me guardé la plata y quemé la revista. No fuera cosa.
-Esto es lo que vi. Vi poco. Pero uno oye y deduce…
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Donde no hay justicia es peligroso tener razón, ya que los imbéciles son mayoría. (Quevedo)
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