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Columnas / EL BURLADERO
El dormitorio de Franco
Ninguna pandilla de sandios tiene derecho a dudar de la estabilidad democrática de quienes quieran saber cómo era
Día 10/12/2010
EN la España de la anormalidad todo es posible. Que acabe siendo normal que un coronel trabaje en la torre de control de Barajas, que el estado de Alerta, o de Alarma, que no lo tengo claro, persista durante quince días —como si durante quince días estuviese sonando la alarma de su casa— o que una Comisión de Seguimiento de la Memoria Histórica presione a Patrimonio nacional para que supriman el dormitorio de Franco del recorrido de visitas del Palacio del Pardo… Y que Patrimonio lo conceda. En España empieza a ser normal lo anormal, incluidos los anormales que gestionan la cosa pública, sean inútiles, caraduras o timoratos.
Sabemos por información que recoge la web de ABC que las dependencias privadas del matrimonio Franco han sido eliminadas del circuito visitable del Palacio en el que el dictador vivió durante cerca de cuarenta años. Evidentemente, lo primordial son las obras de arte o las referencias históricas que el Palacio atesora, pero un símbolo que sintetiza la España de la época es la cama de Franco. Ahí dormía el hombre que sometió al país a un régimen autoritario continuado y casi longevo. De ser ruso por nada del mundo quisiera perderme las dependencias en las que vivía, planificaba asesinatos o descansaba Stalin. De ser rumano estaría vivamente interesado en conocer cómo vivía el sujeto megalómano y perverso que sometió al país en la pesadilla creada por el matrimonio Ceaucescu. De ser chino no quisiera perderme la posibilidad de contemplar la mesa de trabajo del visionario de Mao. De ser nicaragüense reclamaría el derecho a comprobar cómo pasaban sus días los mangantes de los Somoza. De ser italiano consideraría parte de mi historia el entorno del chalado de Mussolini y por nada del mundo quisiera que me evitaran su conocimiento. De ser alemán, al fin, entendería como una afrenta que me impidieran visitar los campos de concentración de Breitenau o Buchenwald. Si la práctica de la contemplación de la historia consiste en eliminar aquello que ha resultado contrario a la dinámica democrática del siglo XXI que cierren inmediatamente Auschwitz, que dinamiten la momia de Lennin y que clausuren los osarios de Pol Pot.
El paternalismo estomagante de la izquierda más sectaria ha decidido que no somos lo suficientemente estables como para visitar la parte del Palacio desde la que se gobernaba España —o se dormía— en la noche perpetua de la dictadura franquista; y yo pregunto ¿quiénes son los necios de Patrimonio Nacional para decidir lo que puedo o no puedo visitar?, ¿quiénes son los cretinos de la Comisión de Seguimiento de la Memoria Histórica para decidir por mí lo que puedo ver o lo que no puedo ver?, ¿qué tipo de trampa y de mentira me quieren inocular esta serie de profesionales de ocultar los hechos, estos profesionales especialistas en reescribir la historia como si las cosas no hubieran ocurrido?
Resulta una anormalidad histórica que persista un retén de neuróticos en vigilancia permanente. Pese a quien le pese, los españoles ya somos mayores, leídos y suficientemente adultos como para interpretar los símbolos de nuestro pasado sin que un grupo de sectarios decida aquello para lo que no estamos preparados. El dormitorio de Franco, treinta y cinco años después de haberse empezado a morir en su cama, no es una apología del fascismo, es un dato revelador de nuestro devenir. Y ninguna pandilla de sandios tiene derecho a dudar de la estabilidad democrática de quienes quieran saber cómo era.