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LA ACADEMIA ARGENTINA DE LA HISTORIA SE OPONE AL TRASLADO DE LOS RESTOS DEL
GENERAL JOSÉ DE SAN MARTIN Y REPUDIA EL PROYECTO DE LEY QUE PROPONE SU ENVIO AL CEMENTERIO DE LA RECOLETA
El brazo extendido del prócer, señalando el oeste con la punta del legendario sable corvo, como si marcara el sendero de la cordillera y el camino de la libertad. Así lo tiene presente la imaginación del pueblo argentino, así se lo ha venerado en los monumentos que perpetúan sus hazañas.
El juicio unánime de la historia lo ha consagrado Padre de la Patria; su aureola de héroe protege las fortalezas de la nación, los buques de guerra, los aviones que desafían la inmensidad del cielo. Aunque le sobraban razones para sentirse superior, la modestia de su austera dignidad lo hizo humilde y quizás, paradójicamente, más inmenso aún. ¿Podía la vana soberbia mortal de todo ser humano vencer ese recato natural en él y reclamar en su manda testamentaria que su corazón reposara en la Catedral Metropolitana?
No habría sido el General San Martín si lo hubiera hecho; ese reclamo no podía haber salido nunca de la pluma del Libertador de medio continente cuya templanza fuera tan célebre como su valentía.
Sus restos llegaron al país el 28 de mayo de 1880. Su amada patria estaba a punto de desangrarse otra vez más, como tantas veces en el pasado; sus hijos empuñaban las armas preparando un encuentro fraticida. Por un momento pareció que el desencuentro quedaba superado: formaron los adversarios para honrar el regreso al país de los despojos fúnebres del Gran Capitán. En el río quedó el Transporte Villarino, que había traído los restos heroicos; botes y carros escoltaron el ataúd hacia las barrancas del Retiro. Allí, formada y rígida, lo esperaba la Patria entera. Adelante se situaba nada menos que Sarmiento, envuelto en su flamante uniforme de general, a quien habían confiado la oración del retorno; más atrás el presidente Avellaneda, a quien la grandeza moral convertía en inmensa su escasa estatura; a un costado, erguida y solemne la estampa de Mitre y junto a él, los generales del Paraguay. Un grupo pequeño de ancianos acompañaba, enmudecido, la marcial imagen: eran los escasos soldados sobrevivientes de las guerras de la Independencia; endurecidos por la pelea y las privaciones, sus manos temblaban cuando hacían la venia al paso del General de la Patria.
Pero había otros hombres también: estaban los soldados de Tejedor y los partidarios de Roca, ambos enfrentados en las elecciones nacionales, que poco después lucharían en guerra civil, si bien en aquellos momentos solemnes y emotivos depusieron sus odios políticos, subordinados por un hálito superior de Patria. Frente a ellos, tenían el ataúd del hombre que todo lo había dado por la libertad de la Nación hasta despojarse de las vanidades terrestres. ¡San Martín regresaba a la tierra de su nacimiento y de sus sueños!
Una cureña del Ejército transportó el catafalco fúnebre hasta su última morada, la Catedral Metropolitana, donde la Nación Argentina dispuso que se le erigiera un mausoleo junto a Las Heras, el ejemplar soldado; Guido, su íntimo confidente y las infinitas tumbas representadas en la del Soldado Desconocido. Reposa, como la pobreza del prócer lo quería, en un cementerio, ya que ha sido la sepultura de casi un centenar de muertos ilustres: desde Lué, el adversario irreducible de la Revolución de Mayo, hasta cardenales recientes, pasando por civiles inolvidables, como don Bruno Mauricio de Zabala. La patria suplió con sus honras lo que la sobriedad del hombre no pidió: dispuso que reposara para siempre en la Catedral de la Iglesia que fue, además, símbolo de la unión nacional, sueño perpetuo del granadero invencible.
A los honores que dispuso la Nación suma su voz mansa esta Academia Argentina de la Historia para clamar que no se perturbe el descanso eterno del Padre de la Patria con un traslado injusto y ofensivo.
Nada peor podemos hacer que alterar la paz de los muertos ilustres y, sobre todo, a aquellos a quienes todo le debemos, nuestra libertad y nuestra nacionalidad. Su sepulcro en la Catedral Metropolitana no implica ofensa para nadie y sí una tradición centenaria.