CRONICA SOBRE PRISION Y JUICIOS
Hugo ESTEVA
A cierta altura cree uno haber visto todo y, sin embargo, la vida vuelve con sus sorpresas. Así acaba de sucederme después de visitar a los militares presos en Marcos Paz, en Corrientes y en Resistencia. Así al cabo de presenciar la parodia de juicio a que son inicuamente sometidos. Juicios que actualizan con creces mis casi olvidadas intuiciones juveniles sobre las instituciones de la revolución materialista.
Sin la formación jurídica que me permitiese conocer detalles procesales y sin ninguna simpatía por el “Proceso” que gobernó desde el 76 –no necesito sino recordar los numerosos testimonios periodísticos firmados en aquella época-, reunía yo condiciones casi ideales de objetividad para asistir a la sesión del Tribunal Oral a que están sometidos militares y miembros de las fuerzas de seguridad que actuaron en la ahora titulada “Masacre de Margarita Belén” en El Chaco. “Masacre” que fuera un combate entre quienes custodiaban un convoy militar con guerrilleros presos trasladados hacia Formosa, y un grupo de otros guerrilleros que intentó una emboscada para liberarlos.
Desde el comienzo de la sesión las cosas pintaban. En un conjunto de asientos agrupados como barra se acomodó un lote de mujeres jóvenes, de aspecto humilde pero con ropa cara, que contra mi desconfiado pronóstico inicial resultó totalmente indiferente al desarrollo del juicio. Como si no tuvieran nada que ver. Se decía ahí que les pagan para que concurran, pero vaya a saber.
En paralelo se ubicaron cuatro filas de acusadores: fiscales, abogados querellantes y adláteres, todos con sus laptops y el pelo sucio. Todos, a diferencia de su público, muy movedizos entre cables y expedientes blandidos con ampulosidad. El comandante en jefe de esta brigada no era el fiscal designado sino un letrado representante de varios organismos oficiales y las múltiples ONGs del resentimiento, que dio lugar a un silencio reverencial del Tribunal ante cada una de sus intervenciones, bastante flojas de hecho. El hombre estaba vestido con aceitoso traje oscuro, que hacía juego con unas inenarrables medias deportivas blanqui-jaspeadas. Usa arito, y melena no tan larga también.
A la izquierda de la tarima tribunalicia, semiocultos a los jueces por una columna, se ubicaban los defensores particulares y de oficio, cuatro en total, todos con el aspecto normal que un lego espera de los abogados en semejantes circunstancias. Tras ellos los acusados, con mucha custodia penitenciaria y policial.
Nosotros, miembros de la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia –yo era la excepción galénica-, fuimos ubicados junto a los familiares de los presos. Quedábamos frente al Tribunal que, dicen, se sintió un poco inhibido por la presencia de abogados importantes llegados de Buenos Aires.
El Tribunal estaba conformado por una Presidente, señora jueza con malhumor y aspecto un poco por debajo del promedio, otro juez que también se comportaba como fiscal protegido por unos lentes complicados que a su vez protegían unos complicados ojos, y un tercero que no abrió la boca. Además, un secretario con aspecto un poquitito soplón.
Me olvidaba de un par de colaboradores de la Presidente. Se arreglaron bastante bien para las idas y venidas a que los obligaron permanentes confrontaciones entre los dichos de los testigos en la instrucción y en la audiencia del día.
Los dos primeros testigos eran hombres de muy escasa cultura que dieron la sensación de ser absolutamente sinceros, pero a los que les costaba entender lo que con tono autoritario se les preguntaba. El primero no tenía nada que decir, no había visto nada, y tuvieron que despacharlo enseguida. Al siguiente no lo “desocupaban” nunca. El hombre había sido soldado motorista, encargado del mantenimiento de los vehículos del Regimiento en tiempos de los hechos. Todo lo que había visto de lejos era un camión del Ejército cargado con varios cadáveres, ya de vuelta en el playón del Regimiento al cabo del enfrentamiento, y un Peugeot blanco baleado y ensangrentado que habían usado los guerrilleros para el ataque. Acusadores –es lo lógico- y jueces –es insólito- insistían en hacerle decir que había visto lo que no había visto. Hasta pretendieron transformarlo en patólogo para que afirmase que había percibido materia encefálica –sesos, le dijeron con insistencia- en el revestimiento interior del techo del Peugeot, como para demostrar que allí se había fusilado gente con tiros en la cabeza a corta distancia. Fiscales, acusadores y jueces lo acosaron, literalmente, aferrándose farisaicamente a una u otra palabra para quebrar la buena fe evidente de un pobre hombre que terminó agotado por tanta presión, sin lograr hacerles entender que no podía dar detalles de hechos que habían sucedido más de treinta años atrás. Pretendían hacer pasar como testimonio personal cosas que él decía haber conocido por comentarios, con una insistencia agobiadora. Varias veces la jueza lo amenazó con el falso testimonio y los años de prisión que le cabrían. En un momento lo mandó a un cuartito aislado a descansar porque “tenía que recordar, tenía que hacer memoria”, según le dijo. Por supuesto, el hombre volvió y no se acordaba de nada nuevo. En fin, cuando lo “desocuparon” el criollo tenía varios años más que al entrar. Los que conocen más que yo, me sugirieron que quizás al hombre le hicieron firmar una declaración inflada durante la instrucción y de ahí que hubiera contradicciones y olvidos en su declaración actual. Vistos con mis ojos no profesionales esos testigos no sirvieron para nada.
El que sí sirvió fue el último. Cuando se acercó, no hubiera dado un centavo por su testimonio. Vestido con modestia, como golpeado por los años, con una renguera que le limita considerablemente la marcha, el hombre me hizo prestar atención por la voz firme con la que juró. Era el médico de policía que, en su momento, había sido sacado de su guardia en una repartición policial para, entrando -como dijo- por primera vez en su vida al Regimiento, hacer un informe pericial sobre los cadáveres de los guerrilleros muertos en el enfrentamiento. También a él acusadores y jueces quisieron hacerle trampa. Pero el hombre contestó con impecable precisión. Sólo al final, cuando los advenedizos pretendieron discutirle un dato técnico tuvo que confesar que, además de perito, era autor de un libro de Medicina Legal. Ratificó que no había habido tiros en la cabeza de los muertos, que no había signos de violencia previa, que las heridas no habían sido hechas a quemarropa, que eran la causa justificada de las muertes y que todo el procedimiento se había llevado a cabo sin ocultamientos, con la sistemática correspondiente a una batalla. Se retiró con una modestia y una serenidad que lo pusieron varios escalones más arriba de muchos de quienes estábamos allí.
Fuera del Tribunal no faltó una quinta columna: bombos acompasados que acompañaron parte del juicio. Pero como los músicos profesionales, se ve que estos ejecutantes cobran por reloj: ni los vimos de mañana temprano, al entrar, ni estaban más cuando salimos. Así de sindicalizada está la militancia popular, chamigo.
……………………………………………………………………
He aquí la crónica de un grotesco. De un grotesco con final cantado porque la sensación fue de que era inútil allí la verdad. Pero de un grotesco a la vez trágico porque está costando la libertad, la salud y la vida de un conjunto de militares –englobo distintas armas y grados bajo este término porque no tengo experiencia castrense para distinguirlos- que, en su momento, cumplieron órdenes inherentes a su condición juvenil y a su grado. Militares a cuya decisión se debió la derrota temporaria en el campo de batalla de una fuerza de invasión entrenada en y comandada estratégicamente desde Cuba y otros satélites del entonces imperio soviético. Ya sabemos que los militares con verdadero mando y la gran mayoría de los políticos que los sucedieron han hecho todo lo posible para perder la guerra. Basta la iniquidad de estos juicios para entenderlo.
No se descarta que entre quienes hoy son presos políticos pueda haber alguno que cometió delitos a la sombra de injustos comandantes de un gobierno incapaz de ser patriota. Pero no hay duda de que la gran mayoría de estos hombres que hoy sufren cárcel y están muriendo en prisión por mala praxis del sistema carcelario, es un grupo de honestos combatientes que se sigue sacrificando por el conjunto de sus conciudadanos. Cualquier esfuerzo por ellos es mero deber.
Es obligatorio un párrafo final sobre las familias de estos presos políticos. Familias de muy distintas condiciones sociales, pero con una nota de extrema dignidad en común. Padres, mujeres e hijos cuyas vidas han sido retrospectivamente desestabilizadas por el resentimiento y la envidia de unos cómplices de la anti-patria encaramada al poder. Y uso bien el término anti-patria porque se trata de quienes quieren dividir y debilitar a la nuestra en nombre de su insaciable venganza. Odian a un pueblo que ya dijo basta y quiere a las claras reiniciar el camino imprescindible de la unión.
Pero nada es gratuito. Quizás –como señaló uno de mis compañeros en estas visitas- esos militares tuvieron que llegar a la prisión y el sacrificio para aprender a apreciar la calidad de sus ejemplares mujeres. Quizás nosotros hayamos tenido que conocerlos para renovar nuestro sentido del deber. Quizás haya quienes nos estén mirando –y comprometiéndonos una vez más- en busca del camino que refunde la patria. Dios nos de fuerza y constancia a todos.