Sábado , 05-06-10
¿PARA qué existen los militares? Para defender la patria hasta la entrega de la propia vida, si fuera preciso. Y, puesto que la patria es la «tierra de los padres», hemos de concluir que los militares mueren por la tierra y por los padres. Morir por un pedazo de tierra -por extenso o fértil que sea- es algo ridículo, tan ridículo como hacerlo por cualquier otra posesión material, sólo comprensible en quienes están enfermos de avaricia; y como, además, la patria no es tierra que se reparta por partes alícuotas entre sus oriundos, sino que sólo les pertenece en un sentido ideal, tal sacrificio se tornaría doblemente ridículo... si no fuera porque hay algo más. Morir por los padres es obligación de la sangre, si los padres están vivos (y obligación del honor, si están muertos y su memoria es ultrajada); pero morir por los padres de un señor de Cuenca o Albacete a quien no conocemos de nada es algo igual de ridículo que morir por un pedazo de tierra sobre el que no poseemos título de propiedad alguno... si no fuera porque hay algo más. Y ese «algo más» es lo que hace que la defensa de la patria hasta la entrega de la propia vida no sea una tarea ridícula, sino admirable y heroica. ¿Y qué es ese «algo más», se preguntarán las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan?
Pues ese algo más es la conciencia de una misión común, que sólo proporciona el sentido religioso. El amor a la tierra de nuestros padres sólo es posible cuando admitimos que estamos ligados en una misión común con nuestros antepasados; una misión que recibimos, heredada a través de la sangre y la tradición, y que da sentido a nuestra vida a lo largo de sucesivas generaciones. Pero este sentido de dependencia a una misión común sólo se explica si aceptamos su naturaleza religiosa: los pueblos se vinculan a la tierra cuando la perciben como una heredad recibida del cielo; y se vinculan a los otros pobladores de esa tierra y a sus antepasados cuando entre ellos surge la conciencia de una Paternidad común. El aglutinante que une a los hombres con la tierra que pueblan, y con los hombres que previamente la poblaron, es siempre de naturaleza religiosa en su origen; y aunque es cierto que luego el patriotismo adquiere expresiones no estrictamente religiosas, no es menos cierto que, a medida que el aglutinante religioso originario se adultera o esclerotiza, el patriotismo se torna cada vez más pomposo y vacío, más aspaventero y presuntuoso. Y cuando ese aglutinante se extirpa, el patriotismo deviene un sinsentido; ante lo cual, los gobernantes que promueven esa extirpación tienen que inventarse paparruchas del tipo de aquel «patriotismo constitucional» con que nos apedrearon hace algún tiempo; paparruchas que, llegada la hora de la verdad, se revelan hueras, chirles y hebenes. Porque nadie muere -salvo que lo obliguen o lo compren- defendiendo ordenanzas o directrices ministeriales; nadie muere -salvo que lo obliguen o lo compren- defendiendo la democracia ni el sistema métrico decimal.
Desligar el amor a la patria de ese «algo más» aglutinante es tanto como cegar las fuentes o arrancar las raíces de ese amor, que inevitablemente termina agostándose, hasta que finalmente fenece y se pudre. Y a un militar al que le arrebatan ese aglutinante ofrecer la vida en defensa de su patria termina, tarde o temprano, antojándosele algo ridículo. Podrá convertirse en carne de cañón -si le obligan a morir- o en mercenario -si lo compran-, pero nunca más será un verdadero militar, porque ha dejado de tener conciencia de la misión común que justificaba su existencia. Así se puede llegar a constituir un ejército sin ideal, desgajado de la tradición que le da sentido, una burocracia de ganapanes en la que se entremezclan mercenarios y carne de cañón, sin otra misión que el cumplimiento de tal o cual directriz ministerial. Así se convierte al ejército en una patulea de tristes esclavos