Sábado , 06-03-10
ESTE domingo, al mediodía, en todas las ciudades españolas, se convocan concentraciones y marchas en favor de la vida. Cuando está a punto de entrar en vigor una ley inicua que conculca el más esencial derecho del hombre, nuestra obligación personal y cívica es proclamar sin ambages nuestra adhesión a la vida, que es el manantial mismo del que nace el Derecho, puesto que sin adhesión a la vida el Derecho mismo carece de sentido. Nunca hemos entendido cómo una época que se proclama a sí misma «humanista» puede admitir el aborto, amparar el aborto, respaldar legalmente el aborto, como si se tratase de un «bien jurídico». Pues para ser «humanista» hace falta reconocerse en lo humano; y tal reconocimiento sólo se logra cuando la noción de familia humana no se ha borrado de nuestra conciencia, cuando somos capaces de abrazar la vida que llega, la vida que nos interpela, desde su fragilidad y desvalimiento. ¿Cómo es posible que nuestra época execre la pena de muerte, cuando al mismo tiempo niega la vida? ¿Cómo es posible que nuestra época se proclame pomposamente «solidaria» con quienes padecen calamidades y abusos, hambrunas y persecuciones, cuando es incapaz de «solidarizarse» con esas vidas gestantes a las que se arrebata su destino? ¿Cómo es posible que nuestra época aspire a la paz y a la concordia cuando ha decretado una guerra implacable contra quienes más protección precisan, y allá donde la naturaleza les brinda refugio?
Todo esfuerzo «humanista» que no se funde en la defensa de esa vida inerme que pugna por asomarse al mundo es un edificio erigido sobre cimientos de arena. Tal vez nos sirva para pronunciar bellos discursos y fingir que seguimos siendo humanos; pero, sin saberlo, ya nos hemos convertido en muertos agusanados, pues sólo quienes han dejado de ser humanos pueden vivir como si nada pasara en medio de una época saturnal que devora a sus propios hijos. Pero somos muchos -cada día más- los que queremos seguir siendo humanos; somos muchos los que, sin miedo al escarnio y a la calumnia de quienes pretenden caricaturizarnos, creemos que con nuestro testimonio podemos favorecer un progresivo cambio social; somos muchos los que reconocemos como miembros de la familia humana a quienes aún no tienen voz. Y que, además, deseamos proclamarlo con alegría a los cuatro vientos, convencidos de que nuestra lucha acabará por devolver a nuestra época la cordura que nuestros políticos han extraviado, convencidos de que no hay otra causa más digna ni más hermosa que la que nos impulsa a acoger amorosamente la vida gestante.
Este domingo, al mediodía, ante los ayuntamientos de nuestras ciudades, en las marchas organizadas por la plataforma Derecho a vivir (www.derechoavivir.org), tenemos la ocasión de demostrarlo. Espantemos la pereza y el desistimiento; recordemos que las batallas que han ensanchado el horizonte humano siempre se han librado a contracorriente; y pensemos que el futuro no lo modelan leyes que fabrican gobiernos perecederos, sino el testimonio contagioso -imperecedero- de quienes, rebelándose contra la indiferencia ambiental, siembran entre sus contemporáneos semillas de un verdadero cambio. Este domingo, al mediodía, tenemos la ocasión de ofrecer ese testimonio contagioso; tenemos la ocasión de saludar al futuro, siendo pioneros de un cambio que, a despecho de leyes inicuas, acabará imponiéndose. Este domingo, al mediodía, no te quedes en casa, querido lector, porque quedarse en casa es tanto como quedarse en la tumba, dejando que los gusanos de la muerte nos corroan; sal a la calle a espantar la muerte, sal a la calle a respirar vida, a irradiar vida, a decirle a quienes todavía yacen agusanados en la tumba: «Levántate y anda».