|     LA REVISTA  DEL FORO | 
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|  | COLUMNISTA         DR.        JORGE H.        SARMIENTO GARCÍA | 
|  |        ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS        ARMADAS!                         ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS        ARMADAS!                         ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS        ARMADAS!                         ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS        ARMADAS!                  ¡HAN        DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS! Según Rosendo Fraga, en La Nación On Line de  hoy, “El inicio de la        prospección petrolífera en el mar en torno a las islas ha generado  un        conflicto en el cual la Argentina logra el respaldo de la Cumbre  de países        de América latina y el Caribe, y el Reino Unido tiene la  solidaridad de la        Unión Europea. El decreto firmado por el Poder Ejecutivo de la  Argentina,        anunciando que va a impedir la navegación de los buques que desde  puertos        argentinos vayan a las islas, definido por la prensa británica  como        bloqueo, crea una situación compleja. Si la Argentina lo cumple,        utilizando para ello la Prefectura en primer lugar y la Armada en  segundo        término si fuera necesario, corre el riesgo de ser acusada de  militarizar        el conflicto, si no lo hace convalida las decisiones de hecho  adoptadas        por los británicos. De encontrarse petróleo, la situación se haría  más        tensa y el interés por las aguas entre las islas y el continente  va a        aumentar no sólo entre ambas partes, sino también para las  empresas que lo        buscan”.  Pero, ¡han  destruido nuestra Fuerzas Armadas, en un proceso        que no es de ahora! Nos han hecho “pacifistas”, no “pacíficos”; es  decir,        nos han impuesto la convicción de que hay que lograr la ausencia  de guerra        a cualquier costo, lo que constituye el camino más corto para  vivir en la        discordia y en el conflicto, para sufrir lo que más duele a los  corazones        magnánimos de tantos argentinos: la ofensa a la Patria, el ultraje  a la        Nación, el desafío provocador y altanero, la insolencia de los  poderosos,        el envanecimiento de los fuertes por fuera.  No es        de extrañar entonces que actualmente nuestras Fuerzas Armadas,  con         armamento harto insuficiente, estén integradas por una mayoría de        burócratas, individuos faltos de vocación y de espíritu militar,        obsecuentes, a los que fundamentalmente les preocupa su asenso,  sus        salarios, su retiro. En mal estado físico, ni siquiera sirven para  un buen        desfile...  Frente         a lo expuesto, en primer lugar debe quedar claro que la  subordinación de        las fuerzas armadas a los órganos supremos del gobierno del  Estado, se        impone por imperativo del orden de la justicia o natural. El  principio que        debe ser receptado en la normatividad y tener efectiva vigencia en  la        realidad existencial, es el que enseña Jean Dabin: la  subordinación del        poder militar –es decir, de los funcionarios que detentan los  instrumentos        de la fuerza– al poder civil –o sea, a la autoridad gobernante–.  Las        fuerzas armadas no deben comportarse como organismos  independientes o        ponerse en el lugar del gobierno. El papel del militar se reduce a  servir,        mientras que a los detentadores del poder político corresponde el  mando y        no a los técnicos del instrumento militar. Por        cierto que lo precedentemente expuesto no se opone a la justa  resistencia        en los supuestos bien planteados: en términos generales la  obediencia,        como todo deber, no es absoluta sino relativa, pues se basa en el  supuesto        de que el mandato arranque de fuente legítima y permanezca en sus  justos        límites. ¡Es que no hay que confundir entre “subordinación” y        “servilismo”!  Por        otra parte, hay que reconocer que,        mientras haya riesgo de guerra, los gobiernos de cada pueblo  tienen el        derecho y el deber de proteger su seguridad con una defensa  legítima, como        última “ratio”, es decir, una vez agotados todos los recursos  pacíficos de        la diplomacia. Es que entre los derechos de los Estados, el  principal,        aquél que resume a los demás, es el derecho a la existencia, a  perseverar        en el ser, oponiéndose a cualquier intento de destrucción o  usurpación, de        donde puede justificarse incluso el recurso a la lucha armada  cuando se        juega la existencia misma del Estado o alguno de sus derechos  esenciales;        se trata, sencillamente, de una alternativa de “autodefensa”,  principio        del orden de la justicia o natural del cual encontramos tantas        aplicaciones en el derecho positivo (así, el Código Civil  Argentino, en su        art. 2470, prevé el supuesto de la legítima defensa del “corpus        possessionis” por medio de la fuerza; y el Código Penal, en su  art. 34        inc. 6º, también la instituye para la protección de la persona o  de sus        derechos). Afirmamos entonces, ante todo, que el  principio de la        solución pacífica obligatoria de los conflictos internacionales        –tanto         como de las demás especies de conflictos– es un        imperativo del derecho natural, donde los adversarios se comportan  como        hombres, es decir, apelando a la inteligencia y a la caridad. Ante  un        conflicto, por tanto, se debe buscar lealmente un acuerdo mediante  una        discusión de igual a igual (tratado o compromiso) o remitiendo la  decisión        a un tercero (árbitro o juez). Pero        en una humanidad en la que el crimen –individual o  colectivo–        ejerce su presencia masiva, puede ser desgraciadamente necesario        –sobradamente  nos lo enseña la experiencia–        oponer la “contra violencia” al empleo de la violencia, si se  quiere        impedir –por  lo        menos parcialmente–  que        la única ley sea la de la jungla. Queda        firme, entonces, que la legítima defensa sólo ha de ser admitida  en unas        condiciones muy estrictas y con un comportamiento que se esfuerce  en        excluir totalmente la venganza y el odio. Es que la caridad, de  servicio a        los demás, no es débil, pasiva, abúlica, sino viril, fuerte, por  lo que,        si el amor al prójimo necesita el uso servicial de la fuerza, es  la misma        caridad –incluso  la del mandato evangélico cristiano– la        que exige el empleo de esa fuerza. Bueno        es destacar que entre         los antiguos la caridad apenas si rebasaba la tribu, la nación,  excluyendo        a los extranjeros y a los esclavos, cosa que todavía suele  ocurrir...; y        que es el cristianismo quien principalmente contribuyó a hacer  universal        la caridad. Mas  hay        grados en esta fraternidad humana universal, como los hay en la  caridad        para con el prójimo (próximo), según la medida en que nos es  próximo,        debiendo reinar en ella un orden racional. Como es imposible amar        igualmente a todos los hombres –sobre todo cuando se trata de        testimoniarles este amor con la beneficencia material–, siendo sus         intereses a menudo tan contrapuestos, se los amará prácticamente  según la        proporción en que son próximos a nosotros por la sangre, por el  cariño o        por otro lazo cualquiera; amor efectivo, más real, más benéfico y  con        frecuencia más difícil de practicar que el amor, vago e ineficaz  hacia la        humanidad en general con detrimento de los allegados, predicado  por tanto        utopista sanguinario… Y en  la        guerra ordena la caridad no prorrumpir en lamentos pseudo  humanitarios,        cuyo más seguro efecto será debilitar la patria y dejar a sus  defensores        más expuestos a los ataques del adversario, quien, de esta suerte,  podrá        abrigar más esperanzas de vencer; sino que ordena desear la  derrota del        enemigo y, permisivamente, todos los males temporales que ella  trae        aparejados, condición de la victoria legítima de nuestros  compatriotas que        tenemos el derecho y el deber de desear y asegurar, “verbo et  opere”, por        todos los medios conformes a la ley moral y al derecho de        gentes. Hay  que        tener claro que el amor no impedirá necesariamente al criminal  perpetrar        su crimen. El amor debe ser realista, tomando a la humanidad como  es en        concreto. El pacifismo hace el juego a la violencia. Hay una  fuerza justa,        cuya denegación a quienes quieren utilizarla en servicio de la  justicia,        conduciría a consagrar la primacía de la violencia erigida en algo         absoluto.  Mas…        ¿para qué seguir escribiendo, si nos han destruido las Fuerzas  Armadas,        las que –como expresa el mismo Fraga– incluso        han perdido capacidad y voluntad para aconsejar? |