El Concilio Vaticano II y la condena de los errores
Daniel Iglesias Grèzes
El teólogo italiano Giuseppe Ruggieri integra la llamada “Escuela de Bolonia”, considerada por muchos como una destacada defensora de la “hermenéutica de la discontinuidad” (con respecto al Concilio Vaticano II). Dicha hermenéutica fue rechazada por el Papa Benedicto XVI en su discurso a la Curia Romana de fecha 22/12/2005. En este artículo comentaré un párrafo de un artículo de G. Ruggieri. Éste, adhiriéndose a una tesis del historiador John W. O’Malley SJ, dice lo siguiente:
“Abandonando el género jurídico-legislativo, tomado en préstamo de la tradición jurídica romana, de los concilios precedentes, que alcanzaban en los cánones de condena su punto álgido, el Concilio Vaticano II renunció a la condena de los errores y retomó de la antigüedad clásica el modelo del “panegírico”, que pinta un retrato ideal idóneo para suscitar admiración y apropiación.” (GiuseppeRuggieri, Lucha por el Concilio, en: Cuadernos Vianney, Nº 25, Montevideo, Mayo de 2009, p. 41).
Veamos qué dice realmente la letra del Concilio Vaticano II acerca del asunto de la condena de los errores.
En primer lugar, subrayo que el Vaticano II, al hablar del respeto y el amor debidos a los adversarios, trató explícitamente el tema de la condena de los errores en general, sosteniendo una tesis contraria a la de O’Malley y Ruggieri:
“Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.” (Concilio Vaticano II, constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, n. 28; énfasis agregado por mí).
En segundo lugar, destaco que el Vaticano II practicó el criterio general recién expuesto, condenando explícitamente varios errores particulares. Veamos algunos ejemplos:
1. Condena del marxismo (1)
“Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder público.
La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata grandeza.” (Ídem, nn. 20-21; énfasis agregado por mí).
2. Condena del secularismo
“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. (…)
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. (…) Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.” (Ídem, n. 36).
3. Condena del aborto, la esterilización y la anticoncepción
“El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al menos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina, reprueba sobre la regulación de la natalidad.” (Ídem, n. 51; énfasis agregados por mí).
4. Condena del falso irenismo en el diálogo ecuménico
“La manera y el sistema de exponer la fe católica no debe convertirse, en modo alguno, en obstáculo para el diálogo con los hermanos. Es de todo punto necesario que se exponga claramente toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definido sentido.” (Concilio Vaticano II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis Redintegratio, n. 11).
Por útimo, destaco que el Vaticano II se adhirió explícitamente a la doctrina de los Concilios de Trento y Vaticano I, solidarizándose así también, implícitamente, con sus anatemas:
“El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace cuya la frase de San Juan, cuando dice: "Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1,2-3). Por tanto, siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame.” (Concilio Vaticano II, constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, n. 1).
En síntesis: ciertamente es verdad que en el Concilio Vaticano II tuvo lugar un cambio en las formas de expresión de la doctrina católica, pero también lo es que ese cambio no afecta sustancialmente el sentido y el alcance de esa doctrina, incluyendo la condena de los errores graves en materia religiosa y moral, doctrina que es y permanece inmutable (cf. Papa Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Aunque es verdad, como dijo el Beato Papa Juan XXIII, que hoy la Iglesia, al combatir los errores, “prefiere usar más el remedio de la misericordia que el de la severidad” (Íbidem), esto no implica renunciar a dicha severidad cuando es necesaria, ni mucho menos renunciar a combatir los errores.
La tesis de que el Concilio Vaticano II renunció a la condena de los errores sólo puede sostenerse apelando a un vago y falso “espíritu del Concilio” y olvidando su letra, en la cual se encarna su verdadero espíritu.
Por lo demás, el magisterio de los Papas post-conciliares siguió practicando con frecuencia la condena (es decir, el rechazo firme y severo) de los errores doctrinales y morales. Enumeraré sólo siete ejemplos, pero esta lista podría prolongarse mucho con suma facilidad:
a) La encíclica Humanae Vitae (Papa Pablo VI, 1968) condenó la anticoncepción.
b) La instrucción Libertatis Nuntius (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1984) condenó varios aspectos de la “Teología de la Liberación”.
c) La instrucción Donum Vitae (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1987) condenó la reproducción humana artificial.
d) La encíclica Centesimus Annus (Papa Juan Pablo II, 1991) renovó la condena del liberalismo y del socialismo.
e) La encíclica Veritatis Splendor (Papa Juan Pablo II, 1993) condenó varios errores en materia de teología moral fundamental.
f) La encíclica Evangelium Vitae (Papa Juan Pablo II, 1995) renovó solemnemente la condena del aborto y de la eutanasia.
g) La declaración Dominus Iesus (Congregación para la Doctrina de la Fe, 2000) condenó varios errores que atentan contra la unicidad y la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia.
Por otra parte, valdría la pena analizar críticamente la afirmación de Ruggieri, que me parece muy cuestionable, acerca de que “el género jurídico-legislativo” “de los concilios precedentes” fue “tomado en préstamo de la tradición jurídica romana”. Ahora no puedo extenderme en ello, pero dejo constancia de mi impresión de que esta afirmación (no fundamentada por el autor) busca relativizar el valor de las condenas de errores teológicos efectuadas por el Magisterio “pre-conciliar” (2).
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