Domingo, 09-08-09
LOS argumentos con los que el Gobierno ha justificado hasta ahora su desenfocada política respecto a Gibraltar chocan reiteradamente con la realidad. Cierto es que resulta mejor hablar que ignorarse, porque es la manera más adecuada de resolver los problemas. Pero hablar por sí solo no es la garantía de ningún arreglo. Si el objetivo de la discutible visita oficial del ministro español de Asuntos Exteriores a la colonia era solamente hablar, entonces nunca debió tener lugar el viaje, porque su sola presencia en las calles de Gibraltar ha sido el mayor gesto de asentimiento oficial por parte española a la situación actual de este territorio. Y de las conversaciones no se ha obtenido ningún cambio en la actitud de las autoridades de la colonia. Ahí está el caso que se denuncia hoy en las páginas de ABC de la ampliación de la superficie del territorio gibraltareño a base de ganar tierra invadiendo las aguas territoriales españolas. Las autoridades británicas y gibraltareñas se aprovecharon el siglo pasado de la debilidad internacional del régimen franquista para apropiarse de una franja de terreno, la zona neutral, y construir allí un aeropuerto. La España actual no puede permitirse permanecer callada ante esta nueva maniobra, porque significaría dar por buenas aquellas expropiaciones, las actuales y las futuras que sin duda seguirían. La construcción de 2.200 viviendas en estas circunstancias constituye además una aberración medioambiental. Resulta sorprendente que el mismo Gobierno que ha hecho de la urbanización costera un anatema en todos los sentidos, se abstenga siquiera de criticar un proyecto que en cualquier lugar de la costa española, a escasos metros de la Verja, por ejemplo, sería ilegal y perseguido concienzudamente. La decisión de inscribir esas aguas en la Lista de Lugares de Importancia Comunitaria (LIC) ante la Comisión Europea, como aguas españolas, fue una decisión acertada y el Gobierno deberá defenderla ante los previsibles recursos gibraltareños.
El Gobierno insiste en reclamar su derecho a intentar enfoques nuevos para afrontar el problema, después de más de tres siglos de monótona reclamación de la soberanía. Pero no todos los cambios son buenos. Cambiar para bien significa que se tiene una alternativa mejor, lo que en el caso de Gibraltar no está claro. Moratinos ha aceptado a las autoridades gibraltareñas como interlocutores, les ha concedido el rango diplomático al que han aspirado desde siempre y no ha logrado nada. Es decir, los frutos que ha dado este árbol plantado por Moratinos caen todos del lado de Gibraltar, mientras que a España no le queda más que recoger las hojas secas.
Aunque no existieran las reclamaciones de soberanía sobre el territorio, ya resultaría un problema la mera existencia de un paraíso fiscal de las características de la colonia británica, sin que el Gobierno español tenga el menor control sobre su dudoso comportamiento en materia fiscal y aduanera. Sobre este asunto y sus consecuencias económicas el Ejecutivo se ha limitado a tomar nota, pero ni en el seno de la Unión Europea ni en el marco de las relaciones con el Reino Unido se ha tratado todavía en profundidad este problema. Si Moratinos quiere hablar con los gibraltareños, le sobra materia en este campo.