Refiriéndose a la situación de la Iglesia Católica en la zona de España controlada por el Frente Popular, alguien [v. A. de Lizarra, Los vascos y la República Española, Ekin, Buenos Aires, 1944] escribía a los pocos meses de comenzar la Guerra Civil:
a) Todos los altares, imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas excepciones, han sido destruidos, los más con vilipendio. b) Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido. c) Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron. (...) e) En las iglesias han sido instalados depósitos de todas clases, mercados, garajes, cuadras, cuarteles, refugios y otros modos de ocupación diversos (...) f) Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados y derruidos. g) Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles, hechos que, si bien amenguados, continúan aún, no tan sólo en la población rural, donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje, sino en las poblaciones. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárceles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote o religioso. h) Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía que practica registros domiciliarios (...) destruye con escarnio y violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerda.
Aunque apenas dan una idea de lo realmente ocurrido, estas palabras resultan suficientemente descriptivas, sobre todo porque no pertenecen a ningún documento de propaganda del bando contrario, sino que forman parte de un informe presentado el 9 de enero de 1937 por Manuel de Irujo, dirigente del Partido Nacionalista Vasco, ministro sin cartera en los dos gobiernos de Largo Caballero y ministro de Justicia en el gabinete de Negrín.
En estas mismas circunstancias, el papa Pío XI habló el 14 de septiembre de 1936 de "verdaderos martirios en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra", poniendo de relieve poco después, en su encíclica Divini Redemptoris:
El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de un modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajan con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que además ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aún hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo.
Efectivamente, España sufrió entre 1931 y 1939 una persecución religiosa de tal entidad que, para encontrar un paralelismo, habría que remontarse a los primeros siglos del cristianismo. Pero hay algo más. En el mismo discurso a quinientos españoles, Pío XI mandaba su bendición "a cuantos se habían propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión", y, al acabar la guerra, el papa Pío XII concebía el primordial significado de la victoria nacional en los siguientes términos:
El sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristiana, profundamente arraigados en el suelo fecundo de España; y ayudado de Dios, "que no abandona a los que esperan en Él"(Iud 13,17), supo resistir el empuje de los que, engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo.
Probablemente aquí radica la gran incomodidad que provoca, setenta años después, hablar de la persecución religiosa en España, no tanto entre quienes se proclaman continuadores de la ideología de los verdugos sino entre aquellos que deberían haber recogido la herencia de unos héroes y mártires que están inseparablemente unidos a una guerra civil que adquirió caracteres de Cruzada. Una simbiosis que se produce no sólo por la coincidencia cronológica, sino por una íntima comunión de ideales en la defensa de la fe y de la civilización occidental cristiana, magníficamente expresada en figuras como la del Beato Anselmo Polanco, obispo de Teruel, firmante de la Carta colectiva en la que el Episcopado Español daba cuenta al mundo de lo que estaba ocurriendo en España y mártir en febrero de 1939.
Subyace en esta negativa a aceptar el componente religioso de una guerra que ha influido de manera tan directa en la situación actual del catolicismo español no sólo la pervivencia de corrientes historiográficas que pretenden soslayarlas o negarlas por simples prejuicios ideológicos, sino un profundo sentimiento de incomodidad que embarga a algunos sectores de la Iglesia actual a la hora de admitir –en un momento en que el pluralismo (o lo que se nos presenta como tal) está consagrado como uno de los pilares de la convivencia– que puedan producirse enfrentamientos por razones religiosas. Además, como lo religioso no se limitó en la guerra de España al terreno de lo puramente personal e individual, sino que se asumió como orientación católica de la vida en todos sus aspectos, también el social y político, se explica el rechazo y el escándalo en muchos sectores.
Desde esta perspectiva, se entiende la percepción del fenómeno en algunos momentos, incluso en instancias oficiales de la propia Iglesia. Así, se puede hablar de los años del silencio (coincidentes en el tiempo con el pontificado de Pablo VI, quien dejó paralizados los procesos de beatificación de los mártires) y los años de la distorsión (incluso en nuestros días, cuando desde determinados sectores se prescinde de cualquier conexión entre la persecución religiosa y el carácter de Cruzada de la Guerra Civil). En aquel silencio hubo mucho de olvido y desamor: ¿cómo iban a hablar de los mártires de España tantos que se estaban dejando seducir por el señuelo de las ideologías derrotadas en 1939? ¿Cómo iban a hacerlo aquellos que querían abatir el régimen político entonces vigente en España silenciando que uno de los motivos del alzamiento fue el religioso? E incluso en nuestros días, ¿no estorba el recuerdo de los mártires a una mentalidad dominante que ha hecho de la idea abstracta de democracia una religión civil y que, con violenta distorsión de la historia, ha identificado al bando llamado republicano con los adalides de la libertad y la democracia?
Para llegar al fondo de la cuestión y del sentido de aquellas palabras de Pío XII resulta necesaria la explicación de lo ocurrido entre 1931 y 1939, ya que desde el primer momento se han aducido dos justificaciones que no resultan sostenibles: que la persecución religiosa tenía carácter socioeconómico, no propiamente religioso, y que constituyó una represalia contra el apoyo de la Iglesia al bando nacional durante la Guerra Civil.
Un análisis objetivo nos revela que el inicio de la persecución religiosa fue anterior a 1936; se remonta a 1931, cuando llegó al poder una coalición de republicanos burgueses y socialistas que coincidían en considerar a la religión como un obstáculo al progreso y un respaldo de las formas conservadoras de poder. Otra cosa es que la guerra (o mejor dicho, la definitiva desaparición del estado de derecho entre febrero y julio de 1936) permitiera a ese laicismo alcanzar una virulencia que antes no había sido posible.
Los artículos de la Constitución y las medidas tomadas con posterioridad demostraron que se pretendía elaborar un marco legal negando la existencia política, social y cultural de un amplio sector de la sociedad española y, además, consagrando esta exclusión en el plano jurídico. El paso siguiente sería la invasión de la esfera de la intimidad y hasta de la vida. La quema de conventos, la persecución religiosa legislativa y la eliminación masiva de eclesiásticos y seglares en 1934 y 1936-1939 serían pasos sucesivos de una misma secuencia lógica en la que finalmente acabaron dándose la mano dos formas de laicismo: el elitista y burgués de los partidos liberales (con la legislación) y el populista de los partidos revolucionarios (con la acción directa).
Menos fundamento aún tiene justificar la persecución religiosa por los defectos seculares de la Iglesia. La tesis sostenida puede resumirse con pocas palabras [v. Manuel Tuñón de Lara, Historia de España, IX, Labor, Barcelona, 1981]:
La Iglesia hizo una perfecta ecuación de orden, paz y religión con los intereses políticos y económicos de una clase, olvidando e ignorando dónde estaba la verdad de un pueblo oprimido y que en el otro bando la "persecución religiosa" fue en gran parte la respuesta a la agresión violenta del bando que la Iglesia defendía.
Otras veces se afirma que las muertes de eclesiásticos ocurridas durante la Guerra Civil habrían tenido como objetivo acabar con "activos agentes al servicio de los intereses de los sectores sociales rurales tradicionalmente dominantes" [v. Francisco Cobo Romero, La Guerra Civil y la represión franquista en la provincia de Jaén, Diputación Provincial de Jaén, Jaén, 1993]; más que de persecución religiosa o de laicismo habría que hablar, todo lo más, de un anticlericalismo explicado por el fácil recurso de la lucha de clases. Los sacerdotes y religiosos habrían muerto, dejando aparte otras explicaciones más peregrinas, debido a que la Iglesia Católica se habría ganado la animadversión del pueblo por haberse olvidado de éste, no haber atendido sus necesidades y haberse aliado estrechamente con los sectores reaccionarios y capitalistas. Con razón ha dicho Pío Moa [Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera, Madrid, 2003] que si diéramos crédito a semejantes afirmaciones llegaríamos al absurdo de tener que afirmar que el Frente Popular anhelaba una Iglesia "intelectualmente brillante, pastoralmente eficaz, firmemente asentada en la conciencia popular y sin un solo cura reprobable, y que la persiguió por sentirse frustrado en sus buenos deseos".
Pero la persecución religiosa no tuvo como única ni principal causa los vicios o defectos de los eclesiásticos ni de los católicos en general, sino que fue el resultado de la aplicación práctica de unas ideologías que son esencialmente anticristianas y que difunden la crítica a la Iglesia Católica como consecuencia obligada de sus tesis fundamentales.
En un primer momento coincidieron en esta ofensiva las fuerzas que protagonizaron los primeros pasos de la República. Socialistas, anarquistas, comunistas, republicanos de izquierda y algunos regionalistas diferían entre sí en casi todo: en la forma del Estado, en la organización económica, en la consideración hacia los grupos sociales, en el papel de la religión, la cultura y la enseñanza... Únicamente había un punto de coincidencia: la voluntad decidida de construir artificialmente una sociedad carente de todo fundamento religioso. Poco importa que algunos de ellos dejaran un lugar irrelevante a dichas creencias en un rincón discreto de la conciencia mientras que otros optaban por una persecución en la que no había lugar ni para esos espacios de intimidad. Al final, serían los sectores más radicales los que actuaron sin trabas, sirviéndoles de comparsa los pretendidamente moderados, como ocurriría de manera trágica en el caso de los nacionalistas vascos.
Ahora bien, la propia evolución política de la República y de la España en guerra iba a provocar la marginación de los republicanos y la persecución directa a los anarquistas, desembocando en una situación cuyo protagonismo decisivo corresponde a organizaciones marxistas de inspiración soviética, primero por la seducción que lo ocurrido en Rusia desde 1917 causaba en los fanáticos seguidores del socialista Largo Caballero, el Lenin español, y después porque el intervencionismo soviético en la guerra acabará provocando una total dependencia de la zona llamada "republicana". De aquí que en el magisterio episcopal y pontificio se identifique lo ocurrido en España con una persecución causada por el comunismo.
Las presuntas deformaciones, e incluso los abusos concretos que pudieran existir, resultan (desde la perspectiva que venimos exponiendo) argumentos para la polémica laicista, no las razones que dan origen a esa ideología. Así, cuando la Iglesia no lograba hacerse presente en todos los ambientes de las clases más bajas era criticada por el abandono en que dejaba a los pobres y obreros, y cuando lograba hacerlo (a través de las personas o de las instituciones educativas y asistenciales) era condenada por la manera en que ejercía su acción social y presentada como una sucursal de la burguesía dominante.
(...)
Desechadas, pues, explicaciones simplistas, parece más apropiado buscar las raíces de la persecución religiosa (...) en el conflicto con las ideologías que la protagonizaron, no sin antes recordar que, desde el punto de vista historiográfico, han sido muy numerosas las publicaciones que se han ocupado de este tema. A pesar del tiempo transcurrido, la Historia de la persecución religiosa publicada en 1961 por Antonio Montero Moreno, entonces director de la revista Ecclesia y hoy arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, sigue siendo el trabajo de síntesis más completo sobre el tema que nos ocupa, tanto por el análisis riguroso y crítico del fenómeno persecutorio desde sus orígenes como por la abundante documentación aportada y, sobre todo, por los datos globales sobre el número de víctimas, que han sido aceptados desde entonces.
NOTA: Este texto es una fragmento editado de la introducción de LA CRUZ, LA ESPADA Y LA GLORIA. Pinche aquí para adquirir esta obra en Criteria.