2 de agosto: A propósito de un nuevo aniversario de la muerte del Padre Julio Meinvielle Y La Patriaa
El ser de la patria
En las páginas de una obra suya escrita en 1940, a la que tituló esperanzadamente Hacia la Cristiandad, el Padre Julio Meinvielle explica con propiedad teológica cuál es el origen histórico del Occidente Cristiano.
Tres apóstoles, nos dice, Pedro, Juan y Santiago, fueron especialmente distinguidos por el Señor. A ellos llamó con nombres significativos y ubicó en sitiales particulares. A ellos quiso revelar su gloria en el Tabor y confiar su agonía en Getsemaní. Y en ellos, que están representadas y encarnadas las tres virtudes teologales, se encuentra la raíz y el núcleo de la Christianitas.
Decir Pedro es decir Roma y nombrar la Fe. Santiago es la Esperanza y es España, fuerte e indoblegable, precisamente por su sentido heroico de la esperanza. Y Juan es la Caridad, y la caridad abrazó a Francia con la misión de San Potino que envió San Policarpo mártir, discípulo de Juan. Por eso Pedro, Santiago y Juan; Fe, Esperanza y Caridad; Roma, España y Francia, son profundas y olvidadas trilogías que explican el origen y la cumbre de nuestros orígenes, y que se hallan substancialmente ínsitas en nuestra identidad nacional.
Quiere significar lo antedicho, entonces, que estas tierras americanas nuestras, en cuyo vértice austral está enclavada la Argentina, nació –gracias a España- como una rama viva de la Cristiandad. Pero la Cristiandad –sigue enseñando Meinvielle- es Cristo adorado y servido públicamente, es el ordenamiento de la vida temporal bajo la principalía del Señor, es vivir de acuerdo al Evangelio y conformar a las sabias e imprescriptibles enseñanzas de la Cátedra de la Unidad, toda la vida de los estados nacionales. Va de suyo que si la patria quiere ser fiel a sus días fundacionales, no puede sino bregar por la Cristiandad, abriendo sin temores y de par en par las puertas al Redentor, como diría Juan Pablo II.
En consecuencia, el ser más íntimo y más hondo de la patria no hay que buscarlo en brumosas ideologías, ni en desencaminados indigenismos, ni en jacobinas revoluciones, sino en la Civilización Cristiana, o por más augusto nombre, en la Ciudad Católica. Y si recordamos –como insiste el Padre Meinvielle- que nuestra Madre España, la que nos daría este ser, fue “conquistada a Jesucristo por Santiago”, justo es recordar asimismo que Santo Tomás ha llamado a aquel apóstol procipuus debellator adversariorum Dei, esto es, principal luchador contra los enemigos de Dios. ¿Puede alguien no entender este claro mensaje de los orígenes patrios? ¿Puede alguien moralmente sano desentenderse de este legado que nos viene de los días del principio?
Lo que Meinvielle viene a predicarnos en suma, es que nacimos católicos, apostólicos y romanos, con vocación imperial –como la que tuvo Hispania; esto es, evangelizadora de pueblos- y con misión de luchadores intrépidos, como el Jacobeo a quien Jesús llamó Boanerges, hijo del trueno, y llama, lumbre y vértigo en el impetu misionero.
El estar de la patria
Pero el Padre Julio no se engañaba, ni enmascaraba o diluía la dura realidad de la patria enferma que le tocó presenciar. Sufría por ella, como ante una madre que se desangra y agoniza. “La patria fue su herida”, díjole el Padre Sato. Y acertaba.
En una de sus tantas conferencias políticas pronunciada en los albores de la década del sesenta –movida por el fragor de las circunstancias, es cierto, pero iluminada con la filosofía perenne- Meinvielle llamó Guerra Revolucionaria al mal mayor que aquejaba a la nación. Y la denominación es pertinente y adecuada, porque esa guerra, según nos lo explica, empieza por negar “los derechos públicos de la Verdad, y los de la tradición auténtica de la Europa Cristiana”. Se trata entonces de una cuestión primeramente religiosa, de esas que Donoso Cortés invitaba a encontrar detrás de toda aparente cuestión política.
La maldita revolución así definida, tenía en cautiverio a la Argentina. Y el Padre Meinvielle no hacía acepción de personas al señalarla y combatirla. Bajo la llamada década infame o bajo el frondizismo, con el peronismo y sin él, con los militares populistas o con los liberales, con los azules o los colorados. Cambiaban los hombres y las denominaciones eventuales, pero el motor de esa Revolución Mundial seguía siendo localizable en la judeomasonería, y el motor de esta fuerza seguía siendo el odio a Jesucristo. Hacer lo contrario de la Revolución era, pues, la salida y el camino, si de rescatar a la patria se trataba. No una revolución contraria, diría de Maistre, sino lo contrario de la Revolución.
Escuchemos directamente sus palabras. “Los cimientos más profundos de nuestra nación son cristianos, y los males que nos aquejan son desviaciones anticristinas [...] La primera virtud que nos hace falta en esta coyuntura es la fortaleza. Tener la voluntad de querer salir del estado de postración en que nos encontramos. Esa voluntad ha de estar arraigada[...] al menos en un grupo de argentinos dispuestos a la muerte por el bien de la patria [...] Un nacionalismo, hoy, sólo puede ser salvador de la patria si tiene capacidad y empuje para remontar la pendiente por donde viene deslizándose al abismo la humanidad. Y sólo los valores cristianos vividos auténticamente, contienen esa fuerza [...] La Patria no se puede salvar sino con un acto de heroismo que tenga capacidad para remontar la pendiente por donde nos deslizamos” (cfr. su El Comunismo en la Argentina,Buenos Aires, Dictio, 1974, p.490,488,,485).
De la Cristiandad a Versailles
Bien aprendido tenía el Padre Julio, aquel mensaje evangélico, según el cual, quien es fiel en lo poco será en lo mucho fiel. Por eso, sus indicaciones sobre el ser y el estar de la patria, y principalmente sus enseñanzas sobre el rescate necesario y urgente de la misma, no se quedaban en el terreno siempre lícito de las especulaciones o de las grandes y necesarias convocatorias políticas. Se volcaban a la acción, se traducían en obras, se expresaban en bienes tangibles. Y a cada paso de su vida sacerdotal parece decirnos con gestos concretos, que no se puede amar a la patria sino se empieza amando la cuadra en la que se vive, el barrio en el que se habita, la parroquia que se frecuenta, la vecindad de carne y hueso con la que convivimos a diario.
Así lo hizo, por ejemplo, desde Nuestra Señora de la Salud, campo propicio que Dios le pusiera en su camino, para probar con creces esta fidelidad católica y argentina, esta posibilidad cierta de edificar la cristiandad en el pago chico, este irrenunciable afán de ser patriota de la tierra y patriota del cielo. “Para Meinvielle” –dice Fabián González Arbas- “las fechas y los símbolos patrios tenían un alto significado cívico y no pasaron nunca inadvertidos. A decir verdad, buena parte de la formación que [la parroquia Nuestra Señora de] La Salud brindaba a través del método scout estaba dirigida a resaltar los valores nacionales y el amor a la patria” (Cfr. Los scouts de Meinvielle,Buenos Aires, Profika, 2001, p. 139). Y a continuación, el autorizado y fiel testigo que esto relata, describe el festejo del 25 de mayo de 1944, con misa de campaña, toque de tambores y clarines, bandera desplegada e izada hasta el tope, y un concurso varonil del que “resultaba ganador el que armaba primero el mástil e izaba el pabellón nacional” (ibidem, p. 140). Olvidada pedagogía del patriotismo cristiano. Traicionada pastoral vertebrada en la pietas, sin la cual no hay justicia alguna.¡Qué nostalgia al traerla nuevamente a la memoria, cuando arrecian tiempos crepusculares!
En esta hora de tinieblas, de una espesura como pocas veces se ha enseñoreado sobre la Argentina, nos place evocar así al maestro. Entre tambores y clarines. Como párroco de la Cristiandad, atendiendo a Occidente desde el humilde Versailles. Como defensor de nuestra unidad de destino en lo Universal. La cruz en una mano, y bien al tope el pabellón azul y blanco.
Antonio Caponnetto