DOMINGO 22 de Abril de 2007 - ENVIAR POR E-MAIL |
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LA NACION, otra vez en el rompehielos Irízar Tarapow no descarta retirarse de la Armada |
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El capitán del barco reveló cómo discutió con un superior |
PUERTO BELGRANO.- Volver a pisar el rompehielos herido le trajo a este cronista una cantidad de sensaciones, pero, finalmente, ganó la alegría, alegría porverlo a flote. Es cierto que su interior de fierros retorcidos aún mete miedo, pero a uno le vuelve el ánimo cuando se entera de que puede ser recuperado. Llegué hasta mi camarote por pasillos oscuros, con un penetrante olor a humo y mangueras todavía cruzadas en los corredores. Fui a buscar mis cosas, que habían quedado allí arriba, y no lo hice solo, sino con el comandante Guillermo Tarapow y todas sus confesiones. Pasé por su cámara y la mesa aún estaba tendida; esa mesa que esperaba la comida que se llevó el fuego. "Aún no estoy seguro de que vaya a pedir el retiro -dijo Tarapow, y me sorprendió-, pero si lo hago será sin angustias, con tranquilidad y en paz ¿Qué más le puedo pedir a la Armada, después de haber ejercido este comando? Una tira más en el uniforme ya no va a cambiar mi vida." En el camarote llegó el tiempo de la reflexión, del recuerdo por la experiencia vivida, de haber pasado allí casi los mejores días de mi vida. No hubo espacio para sacar fotografías; los peritaes l |ìLo impedían. Tarapow se desprendió de uno de sus queridos recuerdos y me entregó su mantel marinero de paño que le había regalado la armada paraguaya. "Está hecha con el mismo género que sus uniformes", dice. Armé mi valija y me quedé pensando en las crudas palabras del capitán, en otras de sus confesiones referidas a la noche del abandono, cuando el capitán de navío Alejandro Losada lo instó a dejar el buque. "Yo me quedo en el barco -le contestó Tarapow, al tiempo que le hablaba de la honra y su buen nombre-. Fue cuando Losada le contestó: "Entonces, dame un abrazo", y le metió dos piñas. "¡Señor, me está pegando!", dijo. Losada intentó tirarlo al agua y el otro capitán sacó una navaja y gritó: "Si me obliga, ¡me corto la yugular! ¡Váyase, señor, no me hinche más las p !" El relato fue estremecedor, tanto como lo son los hangares derretidos, las paredes negras y ese obstinado casco naranja que venció a los hielos. Los cables del rompehielos desaparecieron como sus dos heliópteros; la cubierta de vuelo es como una gran plancha que quedó horas sobre el fuego, y a los pisos de abajo es casi imposible acceder porque las llamas, como sopletes, dejaron verdaderos nudos de fierros entreverados. Todos, oficiales, suboficiales y los pocos civiles, fueron ingresando en tandas a buscar sus cosas. Abajo esperaban los parientes, ansiosos por saludar al capitán del buque. El olor que quedó en los camarotes manifiesta lo que habrán sido los asfixiantes días y las cerradas noches en que un hombre se quedó solo, allí adentro. "Casi no tuve tiempo para estar solo; el rol que tenía y el pensar en qué sería de las vidas de ustedes me lo impedían. A bordo estaba Dios. Sentí su presencia en el puente; vi un ángel sentado a mi lado en la noche. Parece mentira. Oí voces que venían de la capilla. Pensé que había mujeres a bordo. Llegué hasta la capilla, desde donde las voces venían, y no había nadie. Frente a la eucaristía, recé un avemaría. La tarde de ayer, espléndida, acomañó generosa al emblemático buque. Luego, la noche llegó y el rompehielos, sin una luz, volvió a quedar solo, sin más compañía que los recuerdos de miles de marinos que lo transitaron y lo amaron; de aquellos viejos hielos que siempre lo respetaron; de esas aguas que lo esperan, como todos lo esperamos. Por Mariano Wullich |