“Olvidando a quienes admirabamos”
(publicado en "Prensa Independiente el 27-feb-07)
Por José Luis Milia
Si nos basamos en la verdad, sin recurrir al mal de Alzheimer o a memorias parciales, recordaremos que a principios de 1976 muchos éramos los que demandábamos a las FF.AA. Su intervención, para que el horror en que se vivía cesara. Desde el obrero que podía volar con la bomba puesta en su fábrica, hasta el escritor que deliraba entre héroes y tumbas.
Fue un error, al cual, otra vez, equivocadamente, las FF.AA. Se prestaron salvando de la desaparición a un movimiento corrupto que, desde hace sesenta años inquieta cada tanto a la República mediante gobiernos impresentables, algaradas y saqueos para ocasiones que luego ellos consideran efemérides - como en el aciago fin del inepto gobierno de Alfonsín - o el baño de sangre perpetrado por montoneros, triple A y todos los que con ellos pudieron sacar partido en nuestra guerra civil, para hacer saber a la ciudadanía que ellos, prepotencia mediante, siempre están, ya sea en plazas, elecciones u honras fúnebres.
Hablar de esta cáfila es perder el tiempo. Excepto para saber como protegerse de ella.
De lo que si debemos hablar es de nuestro doblez, de nuestro perverso olvido frente a los hombres que con su entrega torcieron el destino cubano previsto para la República y que hoy son carne de venganza.
No me estoy refiriendo a las Juntas, me refiero a los oficiales de las FF.AA. Y FF.SS. Que en esos años tenían entre 25 y 45 años. A esos que hoy evitamos nombrar y nos aterra que nos digan donde están presos o donde están enterrados, no vaya a ser que ese mínimo de dignidad que aún puede quedarnos nos empuje a visitar un lugar donde deberemos dejar nuestros nombres y documentos.
Pero es hora que salgamos a decir en voz alta lo que, noche a noche, discutimos con nuestras conciencias: ¡Claro que los argentinos sabíamos que desaparecía gente, y nos importaba – a la mayoría - muy poco! ¿O nos olvidamos que después del asesinato del Juez Quiroga no se encontraban Jueces que se animaran a juzgar a criminales terroristas? ¿Cuántos de los que hoy se rasgan las vestiduras decían con aire cómplice: ¨por algo será¨?.
Quien haya vivido en la Argentina de los 70 y niegue esta aseveración ha hecho de la falacia una profesión de fe. Cuando uso el plural – sabíamos, estábamos – me doy cuenta que no es lo suficientemente basto como para involucrar a todos aquellos que aplaudían desaforadamente a Videla el 24 de marzo o en vísperas de la guerra con Chile, o a los que, goles del mundial mediante, los desaparecidos les importaban un pomo.
Y ni hablar de los que llenaron la Plaza cuando se usó algo tan caro para nosotros como era la Gesta de Malvinas. Todo era alegría, y los desaparecidos, que todos sabíamos que desaparecían, nos tenían sin cuidado.
Total, con la plata dulce y la 1050 vivíamos la primera ilusión primermundista, luego de haber soportado la pesadilla tercermundista, y la posibilidad de hacer fortuna estaba a la vuelta de la esquina, posibilidad que algunos aprovecharon bien, como, por ejemplo, ALGUN ABOGADO DEL SUR especializado en privar de techo a deudores sin recursos y otros menos, mejor dicho, nada, como podría ser un cañero tucumano, pretérito abuelo de un desnutrido actual.
Luego, la debacle de ese experimento mal envuelto y peor atado que fue el proceso nos urgió a ir olvidando de a poco, a aquellos que, hasta ese momento, admirábamos, y a olvidarnos también de lo que sabíamos.
A buscar, turbadamente, cualquier auxilio que nos ayudara en el olvido, y de golpe, empezamos a creer todo lo que nos decían: “yo, que viví la ESMA.. ., yo, que estuve en el pozo de Banfield..., a mi, que me dieron máquina en el Vesubio...”. Ahí, con miserable cobardía descubrimos que el gallo de San Pedro nos había cantado tres veces.
Entonces nos apremió la necesidad del mea culpa. Algunos la creímos seriamente. ¿Quién, en sano juicio, puede creer que una guerra se hace con rosas y no con astillas. Y empezaron los actos de contrición.
Algunos famosos como el de aquel general-embajador que mientras le escribía a Videla para Navidad, agradeciendo lo que el proceso había hecho “iluminando la verdad” (sic) nos hacía saber que nuestro Ejército se había comportado como caníbales hambrientos - en esa guerra que en otras epístolas celebraba - contra “delicados y maravillosos jovencitos”.
Aún así, la idea de decir “cometí errores” no era mala, porque, en verdad, se habían cometido errores gruesos. Suponíamos que, de esta manera, todo quedaba cerrado, y lo suponíamos porque nuestra pavura nos lo imponía.
Pedíamos perdón, y aceptábamos timoratamente que con nuestros impuestos se pagaran indemnizaciones reiteradas a desaparecidos, reaparecidos, hijos, madres y abuelas… y si nos ”prepeaban” hasta a las tías le podíamos dar un óbolo.
Cándidamente, esperábamos que los otros también lo hicieran, por lo menos lo del recíproco perdón, ya que su plata – botín de secuestros y robos - bien guardada estaba. Así comenzaría una República con pretensiones de armonía, nos olvidaríamos de los terroristas, y por fin, al quedar todo “bien atado” también de los que se habían jugado por nosotros.
Nada de esto fue así. Los que en su momento vinieron a salvar a la Patria y sólo resucitaron al peronismo, un día se fueron con más rapidez que elegancia y la República quedó en manos de políticos logreros que en 23 años nos enseñaron con firmeza de dogma que la obsecuencia y cobardía son virtudes cardinales y que el honor es un lastre.
Y se pusieron en manos de lo más rastrero del terrorismo, aquellos que compraron su vida vendiendo como baratijas la vida de cientos de perejiles, y tratan hoy de reivindicarse de sus pusilánimes agachadas y entregas persiguiendo, en olor de venganza, a los que los habían derrotado.
Por suerte, la dignidad de la Patria ya no se sostiene en generales, almirantes o brigadieres que hoy se muestran más presurosos en vender camaradas en el ara infame de un mercado de influencias que en dar ejemplos de decencia y hombría a sus subordinados, ni en jueces genuflexos, flexibles al poder de turno, ni en políticos rápidos para enjuagues y felonías o en ciudadanos comunes afectados por un timorato olvido.
Gracias a Dios, como en Vilcapugio y Ayohuma en la Patria recién parida, se sostiene sobre los hombros de las mujeres, hijas, viudas, madres y esposas de los que dieron todo sin esperar nada, de esos de los que no queremos saber donde están sus tumbas o sus prisiones.
Frente a este ejemplo, ¿podemos seguir mirando con miedo la realidad que nos han impuesto?.¿Podemos seguir con la cabeza gacha esperando que en poco tiempo también vengan por nosotros?.
A lo mejor, de ese mínimo de dignidad que hablaba al principio nos salga el coraje necesario para ir a un regimiento, a una cárcel o a una tumba y enfrentando unos ojos más limpios que los nuestros decirles, aunque más no sea: ¡gracias!
José Luis Milia
D.N.I.: 6.251.032