Roberto Aizcorbe
"La Nueva Provincia"
En el pasado, los humanos conocían la realidad a través de sus cinco sentidos: verificaban lo inmediato y rechazaban lo inverosímil. Eran materialistas, pero también tenían creencias en aquello que no veían: el mecanismo central de la realidad, el "motor inmóvil" de todo lo que existe, al que llamaban Dios. En nuestro siglo, impío, donde pocos tienen fe, se da la paradoja de que estemos condenados a creer en infinitas cosas que ni vemos ni podemos comprobar.
Nunca hemos visto el átomo, y muy pocos avistaron una célula a través del microscopio: debemos confiar en la conductividad del selenio, que --según dicen-- gobierna nuestras computadoras, y en el chip de los teléfonos celulares, cuando no en la dictadura del subconsciente o los flujos automáticos de la economía.
Más perentoriamente, tenemos que creer en la exactitud de las cifras oficiales, como cuando nuestro presidente dice que se montaron bajo su mandato 39.000 nuevas fábricas; que sólo este año se invertirán 35 mil millones en educación y 27.000 en energía; que el costo de la vida, que había subido el 12,3% en 2005, creció apenas un 9,8% en 2006; que la desocupación, que era del 27% al asumir, en 2003, ahora es apenas del 8,7% y que el riesgo país, que era de 7.060 puntos, es hoy sólo de 224.
Cifras tanto más indigestas cuanto eran obligatorias, porque se usó la cadena nacional para emitirlas, algo inédito desde las dictaduras militares. ¿Y cómo verificar el nivel de empleo, si casi el 45% de los ocupados está en negro? Uno se pregunta por qué, entonces, hay gente revolviendo las bolsas de basura, por qué hay cortes rotativos de corriente, en los suburbios y en los pueblos; a qué se debe que no podamos colocar deuda en el exterior y si la que tomamos aquí, que ya supera a la previa al default, no nos está generando un déficit cuasifiscal que pueda llegar a ser explosivo.
El presidente no dialoga y no se lo puede interrogar, pero estas dudas no lo acusan de mentir. Tan sólo refieren a la imposibilidad para los pobres mortales de verificar todo lo que se dice, y no es un agnosticismo propio de los argentinos. La semana pasada aún, los boletines financieros mundiales decían que la economía norteamericana prosperaba agradablemente. El lunes, Alan Greenspan reveló que había caído la venta minorista, la de inmuebles, de automóviles y la inversión, vulnerando las reservas de jubilación. Y se desató el vendaval bursátil.
Hay imposibilidad de creer en todo lo que se dice, por lo cual frases apodícticas tales como "hay ahora 3.400.000 ocupados más" o "se están construyendo 254 hoteles" no resisten a la duda. Sobre todo, cuando el presidente sigue mudo acerca de su mortífera política rural o se niega a comentar el auge de las drogas o la inseguridad que reina en las calles y en los campos.
Alega Kirchner que sus críticos queremos que las cosas le salgan mal y que por eso no le proponemos soluciones. ¿O es que tan sólo osamos revelarle nuestras dudas? ¿Y por qué se arrancaron al Congreso los superpoderes para manipular el gasto? Bastó un par de senadores que husmeara en las planillas para descubrir que proyectaban indemnizar al tristemente famoso grupo Greco. ¿Cómo no desconfiar que, sin controles, haya muchos casos así?
Kirchner satanizó la ley que instaló las AFJP frente a Felipe Solá, Oscar Parrilli, Alberto Balestrini o Juan Carlos Maqueda, que la votaron y hoy son sus secuaces, mientras las cámaras "inteligentes" de la TV oficial enfocaban a los actuales jefes militares cuando aludía a los "derechos humanos", o al ingeniero Macri cuando demonizaba a la oposición.
Falta humildad y sobre engreimiento: con razón el radical Fernando Chironi afirma que el presidente quiere reescribir la historia. Pide "justicia con memoria", pero olvida el asesinato de Aramburu, de Vandor, de Rucci, de Roberto Uzal, mientras se pasea rodeado de sus victimarios. Pestifera contra los años '90, pero olvida que él estaba allí, incensando a Carlos Menem y aprobando los indultos que hoy condena. Kirchner habló el jueves ante José Manuel de la Sota, que fuera embajador de Menem; Osvaldo Cornide, que jugaba al tenis con él, sentado junto a Daniel Scioli, hechura de Menem, y Alberto Fernández, su jefe de Gabinete, que integraba los equipos menemistas.