Reflexiones sobre los homenajes a nuestros muertos
María Lilia Genta
Aclaro que las siguientes reflexiones las escribo a título personal sin representar a ninguna asociación.
Durante este año 2006 hemos participado de numerosos actos de homenaje en el XXX Aniversario de nuestros muertos caídos en 1976. Los actos fueron individuales o conjuntos. Todos han tenido una particular repercusión pública y han puesto de relieve muchas cosas sobre las cuales merece reflexionar.
Hasta hace unos años, las Fuerzas Armadas y de Seguridad honraron -en sus respectivas Unidades- a sus caídos en la guerra, librada en la década del ’70 contra la agresión planeada en la Rusia comunista y ejecutada por tropas entrenadas en la Cuba castrista. Guerra en defensa de la Nación Argentina contra ERP. Montoneros, FAL, FAR que, lejos de ser “bandas” de delincuentes comunes, estaban integradas por soldados entrenados, sujetos a férrea disciplina, fuertemente ideologizados por las distintas corrientes y versiones del marxismo revolucionario incluyendo a la “teología de la liberación”. En cuanto a nuestros muertos civiles, que procedían de muy distintos sectores, se los recordó y honró dentro de sus respectivos grupos de pertenencia. Al respecto sólo recuerdo, en lo que se refiere a homenajes conjuntos, el que rendimos a Genta y Sacheri (pudo haber otros que desconozco).
Pero en los últimos años, la agresión de este Gobierno ha sido tan virulenta que produjo un mal del que ha surgido un bien: la posibilidad de conocernos, de encontrarnos, de agruparnos quienes perdimos un ser querido en aquella guerra. En los años anteriores habíamos logrado, cada cual a su manera, trascender el dolor, reacomodar en lo posible nuestras deshechas familias. Ahora, el Gobierno y sus secuaces lograron desgarrar nuevamente nuestras heridas; no se privaron de hacernos revivir cada instante de horror. Sin embargo, lo bueno es que nos hemos sobrepuesto al horror y mancomunadamente homenajeamos a los nuestros.
¿Alguien nos vio, en los años de la guerra y en los posteriores, salir por las calles clamando venganza? Ha sido un distintivo entre nosotros llevar el dolor con sobriedad (en esto, que es lo propio del estilo militar, coincidimos civiles y militares). Nuestra sobriedad -tan contraria a la actitud de “madres”, “abuelas”, “hijos” y adláteres- ¿habrá, acaso, hecho suponer a nuestros conciudadanos que nosotros no pasamos días, meses, años de horror?
Entre nosotros cada experiencia es distinta, cada historia es diversa. Cuando nos las vamos comunicando vamos haciendo una gran catarsis. No es fácil el entendimiento mutuo, precisamente a causa de la diversidad de las historias. Pero el ataque, el odio con que nos agobian desde el poder, son tan inconmensurables que acabarán -¡Dios lo quiera!-por unirnos cada día más.
Algunos pudieron vivir durante mucho tiempo al lado de los seres queridos posteriormente asesinados (mi caso); a otros les fueron arrebatados los padres en plena adolescencia; otros ni siquiera llegaron a conocerlos. Diría que tienen que “intuirlos”. Algunos pudieron llegar a perdonar (el perdón es absolutamente personal) a los asesinos, que es tarea muy difícil. Otros aún no. Pero creo que todos estamos de acuerdo en que a la Patria, a la sociedad argentina, le hace daño la promoción del odio inacabable, los virulentos clamores de venganza. Debemos llegar a la concordia nacional sin negar la verdad histórica.
Siento una profunda lástima, desprecio, por los militares que se niegan a llamar a las cosas por su nombre y buscan eufemismos, a veces francamente estúpidos, para referirse a quienes desataron la guerra y segaron la vida de los nuestros: “grupos armados”, “bandas armadas”, “atacantes”. De este lenguaje melifluo, cobarde, impropio de varones, parece deducirse que nuestros muertos pertenecían también a una “banda” que se enfrentaba, ¡vaya a saber por qué!, con otras “bandas”. Lo peor es que estos militares que se devanan los sesos buscando sinónimos que no son tales, un día fueron “duros entre los duros” en los combates de la guerra justa en los que intervinieron. ¡Y estuvo bien! Eso se espera de un guerrero. Que haga bien la guerra. Además de los muertos estos militares indignos tienen camaradas presos cuyas familias sufren ahora. ¿Podrían decir, siquiera por una vez, la verdad, “nada más que la verdad, tristemente la verdad triste, brutalmente la verdad brutal” (Péguy)? ¿Qué temen? ¿El retiro al final de la carrera o la venganza de la ministra montonera?
En el homenaje al Teniente Primero Lucioni, el General Olivera nombró a la guerrilla montonera rechazando la denominación oficial de “atacantes” que pretendió imponérsele desde el Estado Mayor del Ejército. Fue un alivio que esto ocurriera en el que considero “mi” Círculo Militar. Cuando voy por allí suelo extrañar a dos de sus presidentes que se distinguieron no sólo por una inteligencia y cultura poco habituales sino, además, por un cabal sentido del honor, la dignidad, la independencia de criterio (el Círculo no tiene dependencia del Estado Mayor ni del Ministerio de Defensa), me refiero a los Generales Osiris Villegas y Díaz Besone. Oh tempora.
También suelo evocar otro hecho que me toca muy de cerca. Mi padre era civil. Pero, precisamente, en ese mismo Círculo Militar, en 1941, selló su profunda amistad con las Fuerzas Armadas: pronunció una conferencia en uno de sus magníficos salones. Tenía sólo 32 años. Lo escuchaban jefes y Oficiales. Fue ovacionado de pie (esto no está previsto en el protocolo militar). Así comenzó la amistad. El final, lo conocemos: su asesinato en 1974. Recordando a Rudyard Kipling, mi padre, Jordán Bruno Genta, vino a ser para las Fuerzas Armadas de su Patria como aquel “hombre mil” del que nos habla el poeta: las acompañaría “hasta el cadalso y después”. Mi padre no estuvo a la hora de recibir puestos y honores. Pero sí para recibir junto a los hombres de las Fuerzas Armadas, igual que ellos, esas nueve balas que me honran como hija.
No sigo reflexionando so pena de quebrarme. Mi padre, nuestros muertos de los setenta, los que cayeron en 1989 defendiendo el cuartel de La Tablada, merecen que los honremos de pie.